Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Se ha marchado - dijo-, y la casa está cerrada.
-Ha ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el palomar.
-¡Pues bien, volemos entonces - dijo Athos - y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos lleve las noticias!
-¡Un momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?
-Está bien - dijo Athos - esperemos a Aramis.
En aquel momento entró Áramis.
-Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos sus altos conocimientos.
Aramis reflexionó un momento y dijo ruborizándose.
-¿Os haría un buen servicio, D’Artagnan?
-Os quedaría agradecido por él toda mi vida.
-Pues bien, la señora de Bois Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D’Artagnan, podéis responderme de la señorita…
-¡Oh, señor - exclamó Ketty - sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me dé los medios para dejar París!
-Entonces - dijo Aramis-, todo está arreglado.
Se sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio el billete a Ketty.
-Ahora, hija mía - dijo D’Artagnan-, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como nosotros. Separémonos. Ya volveremos a encontrarnos en tiempos mejores.
-En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea - dijo Ketty-, me volveréis a encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.
-Juramento de jugador - dijo Athos mientras D’Artagnan iba a acompañar a Ketty a la escalera.
Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.
Aramis regresó a la Buys, y Athos y D’Artagnan se preocuparon de la venta del zafiro.
Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo. Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.
Athos y D’Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era acomodaticio y gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el precio exigido sin tratar siquiera de regatear. D’Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D’Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.
El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le costó mil libras.
Quizá lo hubiera tenido por menos; pero mientras D’Artagnan discutía el precio con el chalán, Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.
Grimaud tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas libras.
Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos. D’Artagnan ofreció a su amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.
Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.
-¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? - preguntó Athos.
-Quinientas pistolas.
-Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí. Si eso es una auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.
-¡Cómo! ¿Queréis… ? -Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a decirle que el anillo es suyo, D’Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.
-Reflexionad, Athos.
-El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrificios. Id, D’Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.
Media hora después, D’Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido ningún accidente.
Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se esperaba.
Capítulo 39 Una visión
A las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta un temor futuro.
De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D’Artagnan.
Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La otra era una gran epístola rectangular y resplandeciente con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.
A la vista de la carta pequeña, el corazón de D’Artagnan saltó, porque había creído reconocer la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.
Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.
«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»
Sin firma.
-Es una trampa - dijo Athos-, no vayáis, D’Artagnan.
-Sin embargo - dijo D’Artagnan-, me parece reconocer la escritura.
-Quizá esté amañada - replicó Athos ; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.
-Pero ¿y si vamos todos? - dijo D’Artagnan-. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro;