Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Un cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un magnífico caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido. Porthos resplandecía de alegría y de orgullo.
Al mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués: era la montura de D’Artagnan.
Los dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D’Artagnan los miraban por la ventana.
-¡Diablos! - dijo Aramis-. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.
-Sí - respondió Porthos ; éste es el que tenían que haberme enviado al principio: una jugarreta del marido lo sustituyó por el otro; pero el marido ha sido castigado luego y yo he obtenido satisfacciones.
Planchet y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos; D’Artagnan y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D’Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor de las amantes.
Los seguían los criados.
Como Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangria que había hecho en el cofre de su marido.
Cerca del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de Saint Germain; los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un instante atrajo a su alrededor algunos centenares de mirones.
D’Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una palabra.
El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.
En aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se excusaron con una cita y se despidieron del señor de Tréville.
Un tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a bajar, los coches pasaban y volvían a pasar; D’Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.
Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de antemano a D’Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan violentamente. Casi al punto una cabeza de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un beso; D’Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la señora Bonacieux.
Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D’Artagnan lanzó su caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la portezuela estaba herméticamente cerrado: la visión había desaparecido.
D’Artagnan se acordó entonces de la recomendación:
«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada hubierais visto.»
Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer pues, evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.
El coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y desapareció.
D’Artagnan había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y si volvía a París, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?
Los tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieu. La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que D’Artagnan por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del coche.
-Si es así - dijo D’Artagnan-, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué van a hacer con esa pobre criatura y cuándo volveré a verla?
-Amigo - dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así? Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la encontraréis un día a otro. Y quizá, Dios mío - añadió con un acento misántropo que le era propio-, quizá antes de lo que queráis.
Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada. Los amigos de D’Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.
Pero D’Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la cabeza que iría al Palais Cardinal y que sabría lo que Su Eminencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su determinación.
Llegaron a la calle Saint Honoré, y en la plaza Palais Cardinal encontraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó de qué se trataba.
D’Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentiles hombres estaban siempre dispuestos.
Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.
D’Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.
Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D’Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.
-Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado - decía D’Artagnan moviendo la cabeza-. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor