Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el cardenal, Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D’Artagnan estaba más adelantado que ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de diamantes.
Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio inveterado de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.
D’Artagnan volvió al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor; D’Artagnan sospechó que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la molestaba. Ketty entró y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a D’Artagnan quería decir: ¡Ya veis cuánto sufro por vos!
Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases dulces de D’Artagnan, incluso le dio la mano a besar.
D’Artagnan salió no sabiendo qué pensar; pero como era un muchacho al que no se hacía fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente un pequeño plan.
Encontró a Ketty en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A Ketty la había reñido mucho, la había acusado de neglicencia. Milady no comprendía nada del silencio del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la mañana para coger una tercera carta.
D’Artagnan hizo prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la pobre joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba loca.
Las cosas pasaron como la víspera; D’Artagnan se encerró en su armario. Milady llamó, hizo su aseo, despidió a Ketty y cerró su puerta. Como la víspera, D’Artagnan no volvió a su casa hasta la cinco de la mañana.
A las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady. Aquella vez, la pobre muchacha ni siquiera trató de disputárselo a D’Artagnan: le dejó hacer; pertenecía en cuerpo y alma a su hermoso soldado.
D’Artagnan abrió el billete y leyó lo que sigue:
«Esta es la tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que no os escriba una cuarta vez para deciros que os detesto.
Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su perdón.»
D’Artagnan enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.
-¡Oh, seguís amándola! - dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del rostro del joven.
-No, Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus desprecios.
-Sí, conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.
-¡Qué te importa, Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.
-¿Cómo se puede saber eso?
-Por el desprecio que haré de ella.
Ketty suspiró.
D’Artagnan cogió una pluma y escribió:
«Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes vuestros, tan indigno me creía de semajante honor; además, estaba tan enfermo que en cualquier caso hubiese dudado en responder.
Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta, sino vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por vos.
No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su perdón. Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día sería ahora a mis ojos haceros una nueva ofensa.
Aquel a quien habéis hecho el más feliz de los hombres.
Conde de Wardes.»
Este billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indelicadeza; incluso era, desde el punto de vista de nuestras costumbres-, actuales, algo como una infamia; pero no se tenían tantos miramientos en aquella época como se tienen hoy. Por otro lado D’Artagnan, por confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por ella sino una estima muy endeble. Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión insensata por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio; pero pasión o sed, como se quiera.
La intención de D’Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a la de su ama; se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de terror para triunfar de ella; quizá fracasara, pero había que dejar algo al azar. Dentro de ocho días se iniciaba la campaña y había que partir; D’Artagnan no tenía tiempo de hilar el amor perfecto.
-Toma - dijo el joven entregando a Ketty el billete completamente cerrado - dale esta carta a Milady; es la respuesta del señor de Wardes.
La pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel billete.
-Escucha, querida niña - le dijo D’Artagnan-, comprendes que esto debe terminar de una forma o de otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de entregárselo al criado del conde; que soy yo quien ha abierto los otros que tenían que haber sido abiertos por el señor de Wardes; entonces Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer como para quedarse en esa venganza.
-¡Ay! - dijo Ketty-. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?
-Por mí, lo sabes bien hermosa mía - dijo el joven-, y por esto te estoy muy agradecido, te lo juro.
-Pero ¿qué contiene vuestro billete?
-Milady te lo dirá.
-¡Ay, vos no me amáis - exclamó Ketty-, y soy muy desgraciada!
Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D’Artagnan respondió de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Sin embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady; por fin se decidió, que es todo lo que D’Artagnan quería.
Además le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del salón del ama iría a su cuarto.
Esta promesa acabó por consolar a la póbre Ketty.
Capítulo 34 Donde se trata del equipo de Aramis y de Porthos
Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se podía. El servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría tan deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el alojamiento