Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Contó a Athos todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de Wardes.
Athos quedó encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho que era su sueño.
Enviaron a buscar al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al corriente de la situación.
Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía trabajando en su poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de desenvainar.
Athos pidió por señas a Grimaud una botella.
En cuanto a D’Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
Capítulo 31 Ingleses y franceses
Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de inquietud.
-Pero a todo esto - dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres-, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de pastores.
-Como bien suponéis, milord, son nombres falsos - dijo Athos.
-Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos - respondió el inglés.
-Habéis jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos - dijo Athos-, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.
-Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.
-Eso es justo - dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
-¿Os basta eso - dijo Athos a su adversario-, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
-Sí, señor - dijo el inglés inclinándose.
-Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? - repuso fríamente Athos.
-¿Cuál? - preguntó el inglés.
-Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
-¿Por qué?
-Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del mundo.
-Señores - dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios-, ¿estamos?
-Sí - respondieron todos a una, ingleses y franceses.
-Entonces, en guardia - dijo Athos.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy ocupado.
Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Porthos fue el segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo. Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presionó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desapareció entre el abucheo de los lacayos.
En cuanto a D’Artagnan, había jugado pura y simplemente un juego defensivo; luego, cuando hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar la espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o tres pasos hacia atrás; pero en este movimiento, su pie resbaló y cayó boca arriba.
D’Artagnan estuvo sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le dijo:
-Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra hermana.
D’Artagnan se hallaba en el colmo de la alegría; acababa de realizar el plan que había proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que hemos hablado.
El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó a D’Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo que pensar más que en el difunto.
Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal, una gruesa bolsa escapó de su cintura. D’Artagnan la recogió y se la tendió a lord de Winter.
-¿Y qué diablos queréis que haga yo con esto? - dijo el inglés.
-Entregádsela a su familia - dijo D’Artagnan.
-A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta; guardaos esa bolsa para vuestros lacayos.
D’Artagnan metió la bolsa en su bolsillo.
-Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre - dijo lord de Winter-, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick; porque quiero que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la corte, quizá en el futuro una palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.
D’Artagnan se ruborizó de placer