Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D’Artagnan hacia la calle Férou. Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para d’Artagnan y Grimaud obedeció como de costumbre.
D’Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.
-Pues yo estoy muy tranquilo - respondió Athos a todo este relato ; no serán las mujeres las que hagan los gastos de mi arnés.
-Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
-¡Qué joven es este D’Artagnan! - dijo Athos, encogiéndose de hombros.
E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.
En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.
-¿Qué caballos? - preguntó Athos.
-Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por Saint Germain.
-¿Y qué vais a hacer a Saint Germain? - preguntó aún Athos.
Entonces D’Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.
-Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux - dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.
-¿Yo? ¡Nada de eso! - exclamó D’Artagnan-. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.
-De hecho, tenéis razón - dijo Athos-. No conozco una mujer que merezca la pena que se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella misma se encuentre!
-No, Athos, no, os engañáis - dijo D’Artagnan ; amo a mi pobre Costance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que distraerse.
-Distraeos, pues, con Milady, mi querido D’Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso puede divertiros.
-Escuchad, Athos - dijo D’Artagnan ; en lugar de estaros encerrado aquí como si estuvierais en la cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por Saint Germain.
-Querido - replicó Athos-, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.
Pues bién yo - respondió D’Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en otro le hubiera ciertamente herido-, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro. Por eso, hasta luego, mi querido Athos.
-Hasta luego - dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que acababa de traer.
D’Artagnan y Planchet montaron y tomaron el camino de Saint-Germain.
A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le venía a la mente. Aunque D’Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado una impresión real en su corazón; como decía, estaba dispuesto a ir al fin del mundo para buscarla. Pero el mundo tiene muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no sabía hacia qué lado volverse.
Mientras tanto, iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady había hablado con el hombre de la capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D’Artagnan era el hombre de la capa negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado la primera. D’Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que dedicándose a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de Costance.
Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo, D’Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint Germain. Acababa de bordear el pabellón en que diez años más tarde debía nacer Luis XIV. Atravesaba una calle muy desierta, mirando a izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la calle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por una especie de terraza adornada de flores. Planchet fue el primero en reconocerla.
-¡Eh, señor! - dijo dirigiéndose a D’Artagnan-. ¿No os acordáis de esa cara de papamoscas?
-No - dijo D’Artagnan ; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que veo esa cara.
-Ya lo creo, rediez - dijo Planchet : es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan bien dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la casa de campo del gobernador.
-¡Ah, claro - dijo D’Artagnan-, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a ti?
-A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo muy claro.
-Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho - dijo D’Artagnan - a infórmate en la conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconoció, y los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D’Artagnan empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir a la conferencia tras un seto de avellanos.
Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse frente a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady estaba dentro. D’Artagnan se tendió sobre el cuerpo de su caballo para ver todo sin ser visto.
Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.
Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella de gran dama, saltó del estribo en el que estaba sentada según la costumbre de la época y se dirigió a la terraza en la que D’Artagnan había visto a Lubin.
D’Artagnan siguió a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero, por azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo, mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D’Artagnan.
La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendiéndole un billete dijo:
-Para vuestro amo.
-¿Para