Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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esto ella huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que había venido; se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de nuevo.

      Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó de la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D’Artagnan, quien habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.

      -Para vos, señor - dijo Planchet presentando el billete al joven.

      -¿Para mí? - dijo D’Artagnan-. ¿Estás seguro de ello?

      -Claro que estoy seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo.

      » Y yo no tengo más amo que vos, así que… ¡Vaya real moza! A fe que…

      D’Artagnan abrió la carta y leyó estas palabras:

      «Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día podríais pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del Champ du Drap d’Or, un lacayo de negro y rojo esperará vuestra respuesta.

      »

      -¡Oh, oh, esto sí que va rápido! - se dijo D’Artagnan-. Parece que Milady y yo nos preocupamos por la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo va ese buen señor Wardes? Entonces, ¿no ha muerto?

      -No, señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdió casi toda su sangre. Como le había dicho al señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha contado de cabo a rabo nuestra aventura.

      -Muy bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y alcancemos la carroza.

      No costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza detenida al otro lado de la carretera; un caballero ricamente vestido estaba a la portezuela.

      La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D’Artagnan se detuvo al otro lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.

      La conversación transcurría en inglés, lengua que D’Artagnan no comprendía; pero por el acento el joven creyó adivinar que la bella inglesa estaba encolerizada; terminó con un gesto que no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.

      El caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a Milady.

      D’Artagnan pensó que aquél era el momento de intervenir; de modo que se aproximó a la otra portezuela, descubriéndose respetuosamente, y dijo:

      -Señora, ¿me permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha encolerizado. Decid una palabra, señora, y yo me encargo de castigarlo por su falta de cortesía.

      A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él hubo terminado:

      -Señor - dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si la persona que me molesta no fuera mi hermano.

      -¡Ah! Excusadme entonces - dijo D’Artagnan ; como comprenderéis, lo ignoraba, señora.

      -¿Por qué se mezcla ese atolondrado - exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el caballero al que Milady había designado como pariente suyo - y por qué no sigue su camino?

      -El atolondrado lo seréis vos - dijo D’Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su caballo y respondiendó por su lado por la portezuela ; no sigo mi camino porque me apetece detenerme aquí.

      El caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.

      -Yo os hablo en francés - dijo D’Artagnan ; hacedme, pues, el placer, por favor, de responderme en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero por suerte no lo sois mío.

      Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante; pero, por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y gritó fríamente al cochero.

      -¡Deprisa, al palacio!

      La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D’Artagnan, cuyo buen aspecto parecía haber producido su efecto sobre ella.

      La carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material que los separase.

      El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D’Artagnan, cuya cólera ya en efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo detuvo.

      -¡Eh, señor! - dijo-. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la impresión de que olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.

      -¡Ah, ah! - dijo en inglés-. Sois vos, mi señor. ¿Pero es que tonéis siempre que jugar un juego a otro!

      -Sí, y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si manejáis tan diestramente el estoque como el cubilete.

      -Veis de sobra que no llevo espada - dijo el inglés-. ¿Queréis haceros el valiente contra un hombre sin armas?

      -Espero que la tengáis en casa - replicó D’Artagnan-. En cualquier caso, yo tengo dos y, si queréis, os prestaré una.

      -Inútil - dijo el inglés-, estoy provisto de sobra de esa clase de utensilios.

      -Pues bien, mi digno gentilhombre - prosiguió D’Artagnan-, elegid la más larga y venid a enseñármela esta tarde.

      -¿Dónde, si os place?

      -Detrás del Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os propongo.

      -De acuerdo, allí estaré.

      -¿Vuestra hora?

      -La seis.

      -A propósito, probablemente tendréis también uno o dos amigos.

      -Tengo tres que estarán muy honrados de jugar la misma partida que yo.

      -¿Tres? Perfecto. ¡Qué coincidencia! - dijo D’Artagnan-. ¡Justo mi cuenta!

      -Y ahora, ¿quién sois? - preguntó el inglés.

      -Soy el señor D’Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía del señor Des Essarts. ¿Y vos?

      -Yo soy lord de Winter, barón de Sheffield.

      -Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón - dijo D’Artagnan-, aunque tengáis nombres difíciles de retener.

      Y espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de Paris.

      Como

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