Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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pistolas.

      -¿Y vos, D’Artagnan?

      -Veinticinco.

      -Eso hace un total… - dijo Athos.

      -Cuatrocientas setenta y cinco libras - dijo D’Artagnan, que contaba como Arquímedes.

      -Llegados a Paris, tendremos todavía cuatrocientas - dijo Porthos-, además de los arneses.

      -Pero ¿nuestros caballos de escuadrón? - dijo Aramis.

      -Bueno, los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D’Artagnan, que tiene buena mano y que irá a jugarlas al primer garito.

      -Cenemos entonces - dijo Porthos ; esto se enfría.

      Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.

      Al llegar a París, D’Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevenía de que, a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros.

      Como esto era todo lo que D’Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de volver a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de sus camaradas, a los que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados. Estaban reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias de cierta gravedad.

      El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.

      Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de disciplina.

      -¿Y en cuánto estimáis esos equipos? - dijo D’Artagnan.

      -¡Oh! No hay más que decirlo - prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas con una cicatería de espartanos y necesitamos cada uno de nosotros mil quinientas libras.

      -Cuatro por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras - dijo Athos.

      -Yo creo - dijo D’Artagnan - que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo como espartano, sino como procurador…

      Esta palabra de procurador despertó a Porthos.

      -¡Vaya, tengo una idea! - dijo.

      -Algo es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una - dijo fríamente Athos ; en cuanto a D’Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil libras! Declaro que para mí sólo necesito dos mil.

      -Cuatro por dos son ocho - dijo entonces Aramis ; por tanto, son ocho mil libras las que necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.

      -Además - dijo Athos, esperando a que D’Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de Tréville, hubiese cerrado la puerta ; además de ese hermoso diamante que brilla en el dedo de nuestro amigo. ¡Qué diablo! D’Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos en el apuro cuando lleva en su dedo corazón el rescate de un rey.

      Capítulo 29 La caza del equipo

      Índice

      El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D’Artagnan, aunque D’Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D’Artagnan unía en aquel momento una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar. Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D’Artagnan.

      Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.

      -Nos quedan quince días - les decía a sus amigos ; pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con - mi deber sin tener necesidad de equiparme.

      Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y diciendo:

      -Sigo en mi idea.

      Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.

      Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.

      Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito, compartían la triste pena de sus amos. Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras.

      Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que iban. Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado algo?

      Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D’Artagnan lo vio un día encantinarse hacia la iglesia de Saint Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquistadoras. Como D’Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse, Porthos creyó no haber sido visto. D’Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado de un pilar; D’Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.

      Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.

      D’Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras. Los ojos de Porthos se dirigían furtivamente

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