Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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tutor le miró con fijeza y abrazándole respondió:

      —¡Adiós, Amaury!

      Al estrecharle contra su pecho le había puesto la mano sobre el corazón, notando que sus latidos acusaban perfecta tranquilidad. El joven, sin advertir nada, se dispuso a retirarse, y ya iba a traspasar el umbral del aposento, cuando el doctor le llamó de nuevo, diciéndole con voz ahogada por la emoción:

      —Oye, Amaury, una palabra.

      —¿Tiene usted algo que mandarme?

      —Aguárdame en tu habitación. Allí acudo dentro de cinco minutos, pues tengo que hablarte, Amaury.

      —Está bien. Le esperaré, padre mío.

      Y después de hacer una ligera inclinación de cabeza, salió, dirigiéndose a su cuarto. Lo primero que hizo, así que entró, fue abrir el cajón de la mesa donde había dejado las pistolas, y al ver que estaban intactas, se sonrió, alzando los gatillos. Pero en el mismo instante oyó pasos, y comprendiendo que se acercaba el doctor, escondió otra vez sus armas.

      El padre de Magdalena abrió la puerta, la cerró de nuevo y, acercándose en silencio al joven, púsole la mano en el hombro.

      Amaury aguardaba que el doctor le dijese algo; pero, viendo que callaba, rompió al fin aquel silencio solemne para preguntar:

      —¿Dice usted que tiene que hablar conmigo?

      —Sí.

      —Hable, pues: ya le escucho.

      —¿Te imaginas, hijo mío, que no he comprendido que tratabas de matarte… esta noche… ahora mismo?

      Amaury se sintió estremecer de pies a cabeza y dirigió instintivamente los ojos al cajón donde estaban las pistolas.

      —Si, querías matarte—continuó el doctor,—y guardas el instrumento de muerte, las pistolas, el puñal o el veneno, ahí mismo, en ese cajón. Aun cuando no has mostrado intranquilidad, o quizás por eso mismo, lo eché de ver en seguida. Es muy grande y muy extraordinario lo que me pasa; te amo con el mismo cariño que profesabas a mi hija y ahora veo que hacía muy bien en quererte y que tú eras digno de ella. ¿Verdad que no se puede vivir sin su presencia? Ya verás cómo nos entenderemos; pero no quiero que te suicides.

      —Pero si…

      —Déjame hablar, hijo mío.

      —¿Crees que pienso recomendarte consuelo y distracciones? Eso es muy convencional y poco digno de nuestra profunda pena. No; no esperes tal cosa. Yo también, como tú, pienso que habiendo abandonado Magdalena la tierra, no nos queda otro recurso que ir a buscarla en el Cielo. Mas al reflexionar acerca de ello, he visto que si ése es el camino más corto es también el menos seguro, porque no es el que Dios nos ha marcado.

      —Pero, padre mío…

      —Calla y no me interrumpas. Esta mañana has oído en la iglesia el Dies iræ. ¿No es verdad que lo has oído?

      Amaury se pasó la mano por su ardorosa frente y no contestó.

      —Pues bien—prosiguió el doctor,—ya sabrás que ese canto es capaz de impresionar el corazón del hombre más impávido. Yo, de mí sé decir que me ha hecho meditar, y tengo miedo. Si lo que en él se dice fuese cierto; si el Señor, irritado por la destrucción de su obra, no admitiese entre sus elegidos a los que así delinquen; si nos separase de Magdalena… ¡Oh! ¡Cuando pienso en que esto pudiera ser!… Aunque sólo hubiera una probabilidad muy remota de que esa amenaza pudiera realizarse sería yo capaz de sufrir, para evitarla, los tormentos más crueles; viviría, si fuera preciso, diez años más… Sí, diez años más de sufrimiento, a cambio de la esperanza de reunirme con ella en la eternidad.

      —¡Ay! ¡Vivir! ¡vivir!—exclamó Amaury con doloroso acento.—¿Cómo vivir sin aire, sin sol, sin amor? ¿Cómo vivir sin ella?

      —No hay más remedio, Amaury; oye bien esto: En nombre de Magdalena, en su sagrado nombre, yo, su padre, te prohíbo suicidarte.

      Amaury se cubrió el rostro con las manos. Estaba desesperado.

      —Escucha, hijo mío—prosiguió el doctor después de una breve pausa:—en mi mente se agita una idea, que ha venido a iluminar mi entendimiento mientras yo oía caer la tierra sobre el féretro de mi hija. Desde aquel momento me siento ya más tranquilo; voy a explicártela, Amaury, y luego, invitándote a reflexionar y recordándote mi prohibición te dejaré solo, seguro de volverte a ver mañana para conferenciar contigo y con Antoñita antes de volverme yo a Ville d'Avray.

      —Hable usted.

      —Amaury—dijo el doctor en tono solemne,—abandonémonos a nuestro dolor y no dudemos de la eficacia de nuestra desesperación, porque eso sería demostrar que no es muy honda. No olvides, hijo mío, estas palabras, las últimas que he creído escuchar de labios de Magdalena: ¿A qué matarse, cuando la muerte viene por si sola?

      Y el desventurado padre, así que hubo pronunciado las palabras que quería grabar en la memoria de Amaury, se retiró tan lenta, y gravemente como había entrado.

      Nada importa morir cuando gravitan sobre nosotros el peso del tiempo y los achaques, cuando se está ya aniquilado a fuerza de vivir. Nada importa morir cuando murieron ya sentimientos, ilusiones y esperanzas; cuando los afectos se extinguieron uno a uno, cuando el fuego que ardía en nuestra alma se convirtió en ceniza… Ya no queda más que el cuerpo… ¿Qué importa que éste tarde más o menos en seguir al espíritu si le abandonó cuanto lo purificaba, si desapareció cuanto le sonreía? Al árbol sólo le queda una raíz incapaz de sostenerle; la existencia es tan menguada, que está dispuesta a cesar a la menor sacudida; el frío de la vejez, es precursor del hielo del sepulcro…

      Pero morir en plena juventud, ¿qué digo morir? matarse, arrancar de una vez todas las raíces, romper todos los hilos que nos ligan a este mundo, aniquilar todos los sueños de nuestra imaginación, ahogar todo nuestro amor, después de apurar el primer sorbo, abdicar del vigor y de la fuerza que da vida a nuestro cuerpo, renunciar a la felicidad que vislumbramos a través de un horizonte risueño y dilatado, abandonar la vida cuando apenas se ha comenzado a vivir, llevándose consigo creencias, sentimientos, ilusiones y quimeras, eso sí que constituye un sufrimiento espantoso; eso sí que es morir de veras. Así, no es de extrañar que, contra toda reflexión, nuestro instinto se aferré con tanta fuerza a la vida; que, contra todo valor, tiemble la mano al empuñar el arma homicida, que, contra todo esfuerzo sobre la voluntad, ésta se resista y a pesar del valor se tenga miedo.

      —¡Ah! No es solamente la duda la que inspira a Hamlet sus famosas reflexiones:

      —Ser o no ser: he ahí el problema. ¿Qué es más de admirar? ¿La resignación que de rodillas acata los caprichos de la ciega Fortuna o la fuerza que lucha en el mar proceloso y encuentra el término de sus males en ese terrible combate con los embravecidos elementos? ¡Morir! Sólo dormir, y después… cesar de sufrir, escapar a las tristes contingencias que son propias de la vida. ¡Dormir! Pero al dormir, ¡quién sabe! quizá se sueñe… ¡Quizá!… Ese es el misterio… ¿Qué ensueños vendrán a poblar el sueño de la tumba cuando en nuestra frente no resplandezca ya la animación de la vida?

      ¡La vida! Esta palabra es la esfinge; ella envuelve la duda que nos lleva por el camino trillado. ¡Ah! ¿Quién sería capaz de sufrir tanta vergüenza,

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