Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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darnos la paz bastara la aguda punta de un acero bien templado? ¿Quién no arrojaría su pesado fardo? ¿quién regaría con su llanto y su sudor el tenebroso camino sin las misteriosas sombras que más allá de los umbrales del sepulcro se alzan para acobardarle? ¡Ese mundo ignoto del cual jamás volvió ningún viajero lleno de horror, la voluntad, y hace que el espíritu espantado se detenga prefiriendo el dolor que le abruma al reposo inseguro de la tumba!… Luego nos arrastra el tiempo, la reflexión debilita nuestro propósito y convirtiéndose el héroe en cobarde acabamos por humillarnos, resignándonos a proseguir nuestra triste tarea en esta vida.

      ¡Ah! No se avergüencen, no se sonrojen aquellos que como Hamlet, conturbado el ánimo y armada la diestra de un puñal lo han acercado mil veces a su pecho para apartarlo de él otras tantas: el mismo Dios les infundió ese amor innato a la existencia para que no abandonen este mundo que necesita que vivan.

      Nunca el soldado lanzándose con sublime arrojo contra el arma enemiga, nunca el mártir al entrar en el circo con santa resignación estuvieron más dispuestos a morir que Amaury al volver a la casa donde había muerto su amada.

      Preparada estaba el arma, escrito el testamento y tomada la fatal resolución de un modo tan firme que el joven fríamente podía pensar en ella como sí se tratase de un hecho ya consumado. No se engañaba a sí mismo; a no haber experimentado la necesidad irresistible de dar el último abrazo al hombre que habría sido un padre para él, no habría titubeado y con heroica fe se habría levantado la tapa de los sesos.

      Pero el tono solemne del doctor, la gravedad de sus palabras, el sagrado nombre de Magdalena, le hicieron meditar, y cuando se encontró solo en su cuarto, permaneció un rato inmóvil, recogido en sí mismo, pareció luego volver a la vida que poco antes quería abandonar tan decidido y al fin, levantándose, púsose a pasear por la estancia, asaltado por la ansiedad y las dudas que embargaban su espíritu.

      ¿No era cosa cruel la vida sin finalidad, sin horizonte, sin esperanzas? ¿No era preferible concluir de una vez? El lo juzgaba indudable.

      Pero, ¿y si la vida no vuelve a comenzar en la eternidad para el suicida, si el xiiiº canto de Dante no es un sueño, si los que obraron con violencia contra sí mismos (violenti contra loro stessi) como dice el poeta, son en realidad precipitados al antro infernal en donde él los ha visto? ¿Y si Dios no quiere que desertemos de las filas del numeroso ejército de los que en la tierra sufren y aleja de su augusta presencia a los réprobos de la vida, y renegados de la humanidad? ¿y si consumando su propósito debía privarse de ver a Magdalena en la otra vida? Si todo esto era verdad, el señor de Avrigny tenía razón y había que obedecerle. Aun cuando la probabilidad de que todo eso pudiera suceder fuese muy remota, era preferible sufrir mil años de vida y dejar que la desesperación hiciera el oficio de puñal, fiar en la amargura de las lágrimas más que en la ponzoña del opio, morir al cabo de un año y no matarse en un instante.

      Bien mirado, el resultado era el mismo, porque la pena de Amaury no podía perdonar; la herida era mortal y la muerte inevitable. Por lo tanto, únicamente los medios y el tiempo podían constituir materia de discusión en aquel caso.

      Amaury solía decidirse muy pronto y nunca dilataba la resolución de los asuntos que dependían de su voluntad directamente. Así, al cabo de una hora estaba tan dispuesto a vivir como decidido a morir había estado poco antes.

      Únicamente necesitaba para ello un poco más de energía.

      Entonces volvió a sentarse, y se puso a considerar su nueva posición con ánimo sereno. Comprendió que por su parte debía acudir en ayuda de su propio pesar huyendo del mundo para abandonarse a su dolor. Para ello no tenía, en verdad, que hacer grandes esfuerzos. Aquella noche había visto él la sociedad dominado por la idea de que iba a separarse de ella para siempre; pero no haciéndolo así, las frías amistades y los placeres y consuelos convencionales y falsos que la sociedad podía ofrecerle no eran otra cosa que otros tantos suplicios.

      Lo importante, lo que urgía, era verse libre de esas amargas compensaciones que la sociedad ofrece a las penas vulgares. De ese modo podía absorberse en sus ideas, ver tan sólo lo pasado, evocar constantemente el recuerdo de sus desvanecidas esperanzas y sus marchitas ilusiones, irritando sin cesar su herida para no dejar que se cicatrizara y apresurar así la mortal curación apetecida.

      Y aun prometíase encontrar amargos goces en estas evocaciones de la dicha perdida, y, contaba con disfrutar cierta dolorosa voluptuosidad al soñar su imaginación con aquella retrospectiva existencia.

      Le bastó sacar de su pecho el ramo, ya marchito, que había lucido Magdalena en su cintura la fatal noche del baile para que las lágrimas brotasen de sus ojos a raudales, y aquel llanto, derramado después de la febril irritación que excitaba sus nervios hacía cuarenta y ocho horas, fue para él tan benéfico como es para la tierra la lluvia después de un caluroso día de verano.

      A él debió el encontrarse al despuntar la aurora tan quebrantado y tan rendido que repitió con la misma convicción que el doctor lo había hecho la víspera estas palabras:

      —«¿A qué matarse cuando la muerte viene por sí sola?»

      Capítulo 35

      Índice

      Serían las ocho de la mañana cuando José subió a avisar a Amaury que el doctor le aguardaba en el salón. Bajó el joven en seguida, y al verle entrar el padre de Magdalena se adelantó hacia él con los brazos abiertos, exclamando:

      —¡Gracias, hijo mío! Ya confiaba yo en ti y sabía que no me equivocaba al contar con tu valor.

      Amaury respondió a esta lisonja con un triste movimiento de cabeza, y sonriéndose con amargura se disponía a replicar cuando entró Antonia, llamada también por su tío.

      Reinó en la estancia un silencio que todos parecían temerosos de romper. El doctor hizo por fin una seña a los dos jóvenes para que se sentasen y, colocándose entre ambos les dijo con triste y bondadoso acento:

      —Hijos míos, cuando se posee hermosura, juventud y atractivos, se vive en plena primavera, en perspectiva de un tiempo mejor; la existencia es opulenta y muy grata. Sólo la contemplación de los dos seres a quienes más quiero y en quienes se cifran todos mis amores de este mundo, hace penetrar un rayo de gozo en mi triste corazón lacerado por la pena… Ya sé que soy amado, sé que se me corresponde, pero hay que perdonarme: no puedo quedarme aquí; necesito vivir solo.

      —¿Qué dice, usted? ¿que nos deja? ¡Oh, tío! ¿Cómo puede ser eso? Explíquese—exclamó Antoñita.

      —Déjame hablar, hija mía—dijo el señor de Avrigny.—Digo que aquí está la vida representada por Amaury y por ti, y a mí me reclama la muerte. Los dos amores que me quedan en este mundo no pueden compensar el que tengo allá, en el otro. Justo es que nos separemos porque nuestras miradas deben dirigirse hacia puntos muy distintos; las de Amaury y las tuyas hacia lo futuro, que aún contiene promesas y esperanzas; las mías hacia lo pasado, donde está concentrada mi existencia. Nuestros caminos son muy diferentes, y mi determinación inquebrantable y sorda a toda súplica es la de vivir desde hoy completamente solo, aislado en absoluto de la sociedad humana. Parecerá que lo que estoy diciendo es egoísta, y pido perdón por ello; pero no hay otro remedio; no es cosa de entristecer con mi desesperación la juventud floreciente de los dos hijos que me restan. Lo mejor que podemos hacer es separarnos y seguir cada cual nuestro camino que respectivamente habrá de conducirnos a la vida y a la tumba.

      El doctor hizo

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