Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Pero el corazón del joven, rebosante ya de hiel, tenía que desbordarse y su dolor, contenido hasta entonces, hizo explosión de pronto.
El doctor y Antoñita se miraron y dejaron libre curso a aquella expansión que no podía menos de proporcionar alivio a Amaury viniendo a calmar en parte su terrible excitación nerviosa.
Cuando el joven pudo hablar, ya algo más tranquilo, después que por sus pálidas mejillas corrieron a raudales las lágrimas, dijo:
—Perdónenme ustedes si aumento su dolor con la expansión del mío. ¡Si supieran lo que sufro!…
El anciano se sonrió con tristeza.
—¡Pobre Amaury!—dijo en voz baja Antoñita.
—Ya estoy sereno—agregó Leoville.—Decía que no me conviene el sol ardiente de Italia, sino las nieblas invernales del Norte; quiero contemplar una naturaleza triste y desolada como está mi alma; nada más a propósito que Holanda con sus pantanos, el Rhin con sus ruinas, Alemania con su cielo nuboso. Por eso esta misma noche, con el permiso de usted, querido tutor, partiré para Amsterdam y La Haya, de donde regresaré por Colonia e Heidelberg.
Antonia escuchaba con inquieto afán las palabras de Amaury, pronunciadas con singular amargura. El doctor, que al ver terminado el acceso nervioso del joven había vuelto a sentarse para quedar abstraído en sus tristes pensamientos, cuando aquél cesó de hablar se pasó la mano por la frente como queriendo apartar de sí la nube que el dolor interponía entre las ideas que ocupaban su mente y el mundo exterior, y repuso:
—Resumiendo: tú, Amaury, te vas a Alemania llevándote contigo a Magdalena; tú, Antoñita, te quedas en esta casa, en la que ella ha vivido; yo, me vuelvo a Ville d'Avray, en donde reposa su cuerpo. Pero como tengo que quedarme aún algunas horas en París para escribir a mi amigo el conde de Mengis y dictar algunas disposiciones, si no hay nada más que hablar, hijos míos, separémonos ahora y a las cinco volveremos a reunimos para comer juntos como lo hacíamos antes, en otro tiempo mejor. Después, cada cual se marchará por su lado.
—Hasta la tarde, pues, querido tutor. Adiós, Antoñita—dijo Amaury.
—Hasta la tarde—repitió Antonia.
—Hasta luego, hijos míos.
Amaury salió, el doctor se retiró a su despacho, y Antoñita, no teniendo ya que esforzarse para aparecer serena, se dejó caer en una butaca sollozando.
Capítulo 36
Amaury fue puntual. A las cinco en punto, después de haber empleado el día en hacer refrendar su pasaporte, en recoger algunos fondos de manos de su banquero, en disponer su carroza de viaje para las seis y media de aquella tarde y en llevar a cabo otras varias diligencias, llegó a casa del doctor.
El momento fue terrible cuando al sentarse a la mesa fijaron los tres sus ojos en aquel sitio vacío que otro tiempo ocupaba Magdalena.
Amaury estuvo a punto de dejar que estallara de nuevo su dolor, pero haciendo un esfuerzo para dominarse se levantó y cruzando rápidamente el salón dirigiose al jardín.
Poco después dijo el doctor a su sobrina:
—Antoñita, ve a buscar a tu hermano.
Antonia bajó al jardín. Allí encontró a Amaury sentado en el mismo banco en que había dado a Magdalena el último beso que fue la causa de su muerte y mordiendo desesperado el pañuelo como queriendo impedir que se escapasen de su pecho los sollozos que le ahogaban.
—Amaury—dijo la joven tendiéndole la mano que él, emocionado, estrechó en silencio—nos da usted mucha pena a mi tío y a mí.
Leoville, sin contestar, se levantó y dejándose conducir como un niño por Antonia la siguió, volviendo con ella al comedor.
Sentáronse de nuevo a la mesa, pero Amaury se negó a probar bocado. El doctor quiso hacerle tomar una taza de caldo, pero fue inútil su empeño; el joven contestó que le era de todo punto imposible tornar ningún alimento y volvió a caer en su abstracción.
Tras de las escasas palabras pronunciadas reinó un largo silencio durante el cual el doctor con la cabeza hundida entre las manos, no veía nada de cuanto pasaba en torno suyo. Mas los dos jóvenes, quizá porque en sus corazones se encerraba un tesoro de ternura, pensaban al mismo tiempo que en la muerta en los dos caros afectos que muy pronto tendrían que abandonar. Miráronse y debieron leer recíprocamente en sus almas y a un mismo tiempo el sentimiento de pena por la muerta y de dolor por la ausencia que sobre ellos se cernía, pues Amaury dijo, rompiendo el silencio:
—De los tres yo quedaré más abandonado que ninguno. Ustedes podrán verse una vez cada mes, pero yo… ¡triste de mí!… ¿Quién me traerá noticias suyas? ¿Quién les dará a ustedes las mías?
El doctor, como si despertase de un sueño, alzó la cabeza al oír esta queja del joven y repuso:
—No pienses en escribirme, Amaury, pues te prevengo que no habré de admitir ninguna carta.
—¡Ya lo están viendo ustedes!—exclamó Leoville.
—Nadie te priva de escribir a Antoñita, ni nadie le prohíbe contestarte. Puedes, pues, dirigirte a ella.
—¿Lo permite usted?—preguntó Amaury, mientras que Antoñita fijaba en su tío con ansiedad la mirada.
—¿Y por qué razón he de prohibir que dos hermanos se comuniquen su dolor y rieguen una misma tumba con sus lágrimas?
—¿Y usted consiente, Antoñita?—preguntó Amaury.
—Si eso puede proporcionarle algún consuelo… —murmuró la joven bajando los ojos, mientras sus mejillas se teñían de un vivo rubor.
—¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias, Antoñita! Merced a usted mi partida será, si no menos triste, por lo menos más tranquila.
La comida acabó sin que entre aquellas tres personas que tan oprimidos sentían sus corazones se pronunciase una palabra más. La emoción que embargaba sus almas hacía enmudecer sus labios.
Cuando a las seis y media José entró a anunciar que en el patio aguardaba la silla de posta de Amaury, que acababa de llegar, y la del doctor, que ya estaba esperando hacía rato, el señor de Avrigny se sonrió; Amaury lanzó un suspiro y Antonia palideció densamente.
Se levantó el anciano, pero ambos jóvenes se abalanzaron hacia él, y al volver a caer en su sillón, agobiado por el pesar y hondamente conmovido, se encontró con que los dos estaban a su lado arrodillados.
—Abráceme usted, querido tutor—exclamó Amaury.
—Deme usted su bendición, tío mío—suplicó Antonia.
El doctor, con los ojos arrasados en lágrimas, los estrechó en sus brazos y exclamó elevando los ojos al cielo:
—¡Oh, mis dos últimos amores en la tierra!… ¡Dios mío! ¡Haz que sean felices y gocen