Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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su profesión y favorecidos por la esplendidez del día, salimos corriendo del jardín al parque y de éste al bosque sin que nadie nos viese.

      »Al vernos fuera de casa nos detuvimos medrosos, mirándonos el uno al otro, como perplejos ante nuestro atrevimiento.

      »Aún me parece estar viendo a Magdalena con su traje de seda blanca, con su cinturón de color azul celeste.

      »El camino no me era del todo desconocido, porque alguna vez había paseado por él con la familia del doctor. Ella lo conocía menos porque nunca se fijaba en el terreno que pisaba, entretenida en la caza de mariposas, pájaros y flores silvestres. A pesar de todo nos internamos en el bosque resueltos a atravesarlo, y yo, orgulloso de la responsabilidad que aquel acto implicaba para mí, ofrecí el brazo a Magdalena, que se apoyó en él temblorosa y quizá algo arrepentida de su propia osadía. Pero los dos éramos demasiado presuntuosos para volver atrás, y guiándonos por las indicaciones de los postes, seguimos nuestro camino hacia Glatigny.

      »Me acuerdo de que se nos antojó muy largo el camino; que tomamos a un corzo por un lobo, y a unos pacíficos campesinos por feroces bandoleros. Pero, como ni el lobo nos atacó ni los bandidos se preocuparon para nada de nosotros, recobramos toda nuestra presencia de ánimo y andando a buen paso, al cabo de una hora llegamos a Glatigny.

      »Allí preguntamos dónde vivía el famoso jardinero y nos guiaron hasta su casa, que estaba situada a un extremo del pueblo. Penetramos en ella y nos encontramos en medio de preciosos parterres y macizos de flores, de entre los cuales salió un anciano de aspecto bondadoso, que al vernos se sonrió y nos preguntó qué queríamos.

      »—Venimos a comprar flores—contesté yo.

      »Y sacando con majestad del bolsillo dos monedas de a cinco francos, suma de nuestras dos fortunas reunidas, añadí:

      »—Podemos gastar todo esto.

      »Magdalena se había quedado detrás de mí, presa de la mayor turbación.

      »—¿Todo ese dinero es para invertirlo en flores?—preguntó el jardinero.

      »—Sí—contestó Magdalena, adelantándose entonces,—y queremos que sean las más hermosas que haya, para festejar con ellas a mi padre, el doctor Avrigny en el día de su santo, que es mañana.

      »—¡Ah! Si son para el señor doctor—repuso el buen viejo—por fuerza han de ser las más hermosas. Ahora mismo voy a abrir los invernáculos donde están las más raras y allí hay de sobra donde elegir, si no bastan las de los parterres.

      »—¡Ay, qué gusto!—exclamé palmoteando de alegría.—¿Y podemos llevarnos las que queramos?

      »—¿Todas, todas?—preguntó Magdalena.

      »—Todas… mientras haya fuerzas para cargar con ellas, hijos míos.

      »—¡Oh! ¡Es que tenemos más fuerza de la que usted cree!

      »—Sí; pero el camino es largo de aquí a Ville d'Avray.

      »Nosotros ya no escuchábamos al jardinero. Habíamos comenzado a hacer nuestra cosecha de flores y sólo nos preocupábamos de cobrar un buen botín en aquel saqueo que debió dejar arruinadas a mariposas y abejas.

      »A cada instante volvíamos la cabeza para preguntar al jardinero:

      »—¿Puedo cortar ésta?

      »—Sí.

      »—¿Y ésta?

      »—También.

      »—¿Y esta otra?

      »—También; y lo mismo las demás.

      »Estábamos trastornados de alegría. En poco rato reunimos no dos ramos, sino dos gavillas de flores.

      »—¿Y quién va a cargar con todo eso?—me dijo el jardinero.

      »—Nosotros. Vea usted—replicamos levantando en alto cada uno su ramo.

      »—Pero eso de atravesar solos el bosque… ¡Es extraño que el señor de Avrigny haya concedido tal libertad a sus hijos!…

      »—¿Y por qué no?—repuse con mucho orgullo.—Ya saben en casa que yo conozco el camino.

      »—De todos modos no estaría de más el volver acompañados.

      »—¡Oh! Muchas gracias, pero es inútil. No hay necesidad de que nadie se moleste por nosotros que sabremos regresar lo mismo que hemos sabido venir.

      »—Bien, bien, amiguitos: no hay más que hablar. ¡Feliz viaje! Sólo quiero que el doctor sepa que le envía esas flores el jardinero de Glatigny, cuya hija vive porque él le salvó la vida.

      »Con los brazos cargados de flores y el corazón rebosante de alegría salimos de casa del jardinero y emprendimos el camino hacia la quinta de Ville d'Avray.

      »Ya lo ve usted, Antoñita: el doctor Avrigny, que en cierta ocasión supo salvar a la hija de aquel hombre, no ha logrado salvar ahora a su propia hija.

      »Una idea tan sólo nos preocupaba llevando cierta intranquilidad a nuestro ánimo: la de que hubiese vuelto el doctor y al preguntar por nosotros se hubiera descubierto la escapatoria… Nos habíamos entretenido unas dos horas en casa del jardinero; por lo tanto hacía más de tres que faltábamos de la nuestra.

      »Para colmo de desdichas se me ocurrió la mala idea de echar por un atajo que nos debía ahorrar buena parte del camino. Magdalena no tenía ya miedo y además confiaba en mí de un modo absoluto; así, que no hizo la menor observación y me siguió sin temor por una senda que yo creía conocer, la cual me condujo a otra, y ésta a una encrucijada, para ir por fin a perdernos en un dédalo de caminos muy pintorescos, pero no menos desiertos. Anduvimos una hora al azar, y al fin no tuve más remedio que confesar que me había extraviado, que no sabía dónde estábamos ni qué dirección había que seguir.

      »Magdalena rompió a llorar.

      »¡Figúrese usted cómo estaría yo, Antoñita! La tarde declinaba; debía ser ya la hora de comer y los dos empezábamos a sentirnos fatigados bajo el peso de los ramos que agotaban nuestras fuerzas.

      »Yo pensaba en Pablo y Virginia, en aquellos dos muchachos extraviados también como nosotros, pero que siquiera contaban con Domingo y su perro. Cierto es que los bosques de la isla de Francia son más solitarios que los de Ville d'Avray; pero para nosotros, dada nuestra situación de ánimo, en aquel instante, no había entre aquéllos y éstos la menor diferencia.

      »Con todo, convencidos de que las lamentaciones no nos sacarían del apuro, sacamos fuerzas de flaqueza y caminamos una hora más. Pero todo fue inútil; nuestro intrépido esfuerzo se estrelló contra la fatalidad que nos había metido en aquel laberinto cada vez más intrincado. Magdalena acabó por caer rendida al pie de un árbol y yo comencé a sentir que mis fuerzas también me abandonaban.

      »Hacía un cuarto de hora que estábamos así desesperados, abatidos, sin saber qué partido tomar, cuando oímos un rumor a nuestra espalda y volviendo la cabeza vimos a una pordiosera que venía hacia nosotros con un niño de la mano.

      »No pudimos contener

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