Seducida por un escocés. Julia London
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Seducida por un escocés - Julia London страница 13
En aquel instante, se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Le daba miedo, pero no importaba; no iba a tener más oportunidades, y tenía que aprovechar aquella.
Se puso de pie, se sacudió el vestido y se arrebujó en la capa. El señor Bain no puso ninguna objeción.
–Hay un sitio para lavarse allí, donde el riachuelo forma un pequeño remanso –le dijo, indicándole el lugar.
Después, él volvió a tomar su libro.
Pensaba que ella estaba indefensa. Los Garbett, también. Y Adam Cadell. Pero no, no estaba indefensa, no era una inútil. El señor Bain ni siquiera pensaba que ella pudiera huir por el bosque, porque creía que tenía demasiado miedo como para marcharse sola. Pues sí, lo tenía, pero eso no iba a detenerla. La furia podía empujar a una mujer a hacer muchas cosas.
Echó a caminar, dejó atrás los caballos y se giró para mirar sus ataduras. Después, bajó al remanso a lavarse lo mejor que pudo.
Cuando volvió junto a la hoguera, se dio cuenta de que él había estirado el camastro y había echado más leña al fuego. Estaba leyendo de nuevo, absorto en sus principios sobre moralidad. Ella se sentó sobre la manta.
–Estoy cansada –dijo.
–Buenas noches, señorita Darby.
Ella se tendió de espaldas al señor Bain, y notó que él se levantaba y se alejaba. Volvió unos minutos más tardes y atizó el fuego. Por desgracia, la hoguera no daba calor suficiente, y ella ni siquiera sentía los dedos de las manos ni de los pies. El frío se le había metido en los huesos. Se estremeció y se envolvió más estrechamente con la capa.
Un momento más tarde, el señor Bain se tendió a su lado, tan cerca, que a ella se le aceleró el corazón. No confiaba en él, puesto que no confiaba en ningún hombre, y sintió miedo.
Y aquel miedo se intensificó cuando él le dijo:
–Está temblando, señorita. Venga aquí.
–No –dijo ella. Sin embargo, él le agarró la mano y tiró hacia sí. Maura gritó al pensar que iba a besarla, o que iba a manosearla, pero, cuando ella rodó, él también lo hizo, de modo que ella quedó pegada a su espalda y él hizo que le rodeara la cintura con un brazo–. ¿Qué está haciendo?
–Ayudándola a entrar en calor. No quiero que se congele.
Ella trató de zafarse, pero él no se lo permitió.
–No voy a acosarla, señorita Darby, le doy mi palabra. Solo quiero que entre en calor. Duérmase.
–¡Si cree que puedo dormirme así, es que está loco!
–Lo que usted diga.
Obviamente, él podía dormir perfectamente de aquel modo, porque su respiración comenzó a ser cada vez más lenta, hasta que pareció que se quedaba dormido.
Aunque le costó un esfuerzo, ella también empezó a relajarse. Sintió la fuerza de su cuerpo y percibió su olor a cuero y cardamomo. Y su calor. Por el amor de Dios, aquel cuerpo daba más calor que un brasero. Además, tenía que reconocer que se sentía un poco más segura a su lado, en medio de aquel bosque. Así pues, se acurrucó contra él para obtener más calor. El señor Bain gruñó, entrelazó sus dedos con los de ella y la mantuvo cerca.
Así debía de ser un matrimonio cuando existía afecto entre dos personas. Podría dormir al lado de un hombre y disfrutar de su calor todas las noches. Podría sentirse segura y caliente. ¿Y deseada? Eso le gustaría y, tal vez, lo consiguiese algún día.
Cerró los ojos. Tenía la tentación de quedarse dormida, pero no se atrevió. Había muchas cosas en las que pensar, muchas cosas que planear, y no podía hacerlo mientras él estuviera despierto y la distrajera con su actitud calmada y segura.
Capítulo 6
Aquella noche, Nichol había tenido que esforzarse mucho para controlar su deseo y sus actos y no acariciar a la señorita Darby. Se había convertido de nuevo en un muchacho, y el olor que emanaba de aquella mujer lo estaba volviendo loco. Era como si llevara toda la eternidad negándose a sí mismo los placeres de la carne.
No podía dormir, no podía dejar de sentir su presencia a su espalda. Era suave y cálida, y su respiración le hacía cosquillas en la nuca. No podía dejar de imaginársela sin ropa, bajo las mantas, bajo aquel cielo, mirándola a los ojos mientras sus cuerpos estaban unidos.
Sin embargo, sí se durmió. Porque cuando amaneció, se despertó de un sueño intranquilo y se dio cuenta de que se le había quedado la espalda helada. Se dio la vuelta y comprobó que ella no estaba allí. Se levantó de un salto y miró a su alrededor.
La señorita Darby se había marchado. Y se había llevado la manta.
Soltó un gruñido tan fuerte que el mozo se despertó y dio un respingo.
–¿La has visto? –le preguntó Nichol, mientras Gavin trataba de librarse de sus mantas.
–¿A quién? –preguntó, con cara de desconcierto.
Tal vez se hubiera ido al arroyo. Nichol se dio la vuelta y, al ver que había desaparecido uno de los caballos, se angustió. Detestaba las sorpresas, y se reprochó haberse quedado dormido. Se puso furioso consigo mismo por haber pensado que una muchacha no iba a tener la inteligencia ni el valor suficientes como para dar al traste con sus planes. Y se enfureció aún más al pensar que podía morir, o que podía haber muerto ya.
Y, tal vez, también se sintiera un poco impresionado, porque nunca había conocido a una mujer que estuviera dispuesta a huir por el bosque en medio de la noche, sin protección ni provisiones. ¿Sabía montar a caballo? ¿Cómo había conseguido subir a una montura que estaba al menos dos palmos por encima de ella? ¿Hasta dónde pensaba que iba a poder llegar antes de perderse, o sufrir una caída, o ser asaltada por unos ladrones?
–¡Aaaieeee! –gritó, con rabia, y le dio una patada a un tronco.
–¿Qué le ha pasado a la señorita? –preguntó Gavin, con timidez.
–Se ha marchado.
–¿Ella sola?
–Sí, ella sola.
Gavin abrió unos ojos como platos.
Nichol fue a grandes zancadas hacia el arroyo, pensando. Miró a su alrededor en busca de señales que pudieran indicarle qué dirección había tomado la señorita Darby. La atadura del caballo estaba tirada en el suelo, pero la silla estaba donde él la había dejado. Nichol cabeceó de asombro ante su audacia.
Sin embargo, sabía adónde había ido. El día anterior había hablado mucho de ello, y él estaba seguro de que quería decirle a la señorita Garbett lo que pensaba. Estaba seguro de que se había puesto en camino a Stirling.
Tenía