Seducida por un escocés. Julia London
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–¿Un forajido?
–Un asaltador de caminos.
–Eso no es mucho mejor.
–¿Y bien? ¿Cuál es su secreto?
–No tengo secretos.
–Pero es amigo del señor Calum Garbett y, sin embargo, yo nunca había oído mencionar su nombre.
–Porque al señor Garbett lo he conocido recientemente.
–¿Ah, sí?
–Sí –respondió él, mirándola directamente a los ojos.
–Entonces, ¿cómo…?
–Yo soy lo que podría llamarse un agente. Los caballeros pudientes a menudo se meten en líos, se ven envueltos en situaciones incómodas, y yo ayudo a resolver esos problemas.
Maura nunca había oído semejante cosa. ¿Qué caballeros pudientes? ¿Qué situaciones incómodas? ¿Había tantos hombres así como para que arreglar sus problemas pudiera convertirse en una profesión?
El señor Bain se apoyó nuevamente en el tronco del árbol, estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos. Al ver que ella no respondía y seguía mirándolo con extrañeza, dijo:
–No es tan raro como suena.
–Sí lo es.
Entonces, él sonrió, perezosamente, con benevolencia, y ella sintió… calidez.
–Es usted muy joven, señorita Darby. No hay manera de que sepa que en la vida de un hombre pueden surgir complicaciones, y que puede necesitar ayuda para resolverlas. Y da la casualidad de que soy un experto en eso.
¡Qué seguridad en sí mismo! Ella envidiaba aquella confianza, desde luego, porque nunca había estado segura de nada. Bueno, salvo de que no iba a casarse con un desconocido de Lumparty, o Lunmarty, o como se llamase aquel lugar al que iba a llevarla. De eso sí estaba segura.
–¿Qué quiere decir? –le preguntó. De repente, se le había pasado por la cabeza que él tenía malas intenciones. Se inclinó hacia delante y le susurró–: ¿Es usted un forajido, señor Bain?
Él pestañeó. Miró al mozo para asegurarse de que estaba dormido, se inclinó hacia delante y susurró, a su vez:
–No.
Ella se apartó.
–Entonces, ¿cómo es que es tan experto en resolver las complicaciones de otros hombres?
Él volvió a apoyar la espalda en el tronco del árbol.
–Lo soy. En este caso concreto, se da la circunstancia de que una vez ayudé al duque de Montrose, y él me recomendó a su conocido, el señor Garbett.
Maura había conocido al duque en casa del señor Garbett, cuando el aristócrata había acudido para ser informado de los supuestos crímenes que ella había cometido. Sabía quién era Montrose. Todo el mundo lo conocía. De repente, se acordó de algo:
–¡Es el hombre que mató a su mujer!
–No mató a su mujer, señorita Darby. Es cierto que esa dama ya no es su esposa, pero está viva y coleando. Cuando digo «complicaciones», no me refiero a crímenes ni delitos. Simplemente, me refiero a situaciones incómodas.
–¿Y qué soy yo, entonces? ¿Una de esas situaciones incómodas?
–Sí –dijo él, encogiéndose de hombros, como si fuera algo evidente–. Pero, si la consuela, es una complicación muy fácil de resolver.
–¡Pues no, no me consuela! ¡Me ofende que mi situación pueda resolverse con tanta facilidad! Y no se preocupe, señor Bain, porque yo seré la que resuelva mis problemas, gracias.
–¿De veras? –preguntó él, con escepticismo–. ¿Y cómo piensa hacerlo, señorita Darby?
–No se preocupe por mí –murmuró ella.
No tenía más que una idea vaga de cómo iba a proceder. Después de todo, nunca había podido elegir su propio camino. Hasta hacía solo un mes, estaba siempre en un segundo plano, esperando en silencio a que llegara su momento cuando Sorcha se hubiera casado. En una ocasión, le había pedido al señor Garbett que le buscara un puesto de trabajo en una buena casa, de ama de llaves o, incluso, de tutora de los niños. Sin embargo, la señora Garbett había considerado que aquella petición era otro ejemplo de cómo quería llamar la atención y desviarla de Sorcha. Por el contrario, lo que ella quería era ayudar, porque pensaba que la señora Garbett quería que se marchara.
En casa de los Garbett todo dependía de que Sorcha pudiera hacer un buen matrimonio, y ella había supuesto que, cuando lo consiguiera, tal vez a ella también le permitiesen casarse o, por lo menos, empezar a trabajar en una buena casa. Algún sitio en el que se sintiera querida y segura. No había vuelto a abordar la cuestión con el señor Garbett, había decidido esperar y ser paciente hasta que Sorcha se casara y cumpliera con el objetivo de su familia. Y, entonces, había aparecido el idiota de Adam Cadell.
Maura se sentía estúpida por haber esperado tanto a que llegara su turno y haber confiado en la gente que había prometido que la cuidaría. Ahora se encontraba en unas circunstancias muy difíciles.
Pero se le ocurriría algo.
Miró al muchacho que dormía junto a la hoguera.
–¿Es hijo suyo?
–No. Es un mozo a quien he contratado.
–¿Tiene hijos?
–No.
–¿E hijas?
Él negó con la cabeza.
–¿Y mujer?
El señor Bain se rio suavemente.
–No.
–¿No tiene a nadie, señor Bain? ¿No hay nadie que le eche de menos?
–No necesito a nadie que me eche de menos.
–Las personas que dicen que no necesitan a nadie que les eche de menos son las que más necesitan a alguien que les eche de menos. Yo tampoco tengo a nadie que me eche de menos, pero lo necesito.
Él la miró atentamente, y Maura se imaginó lo que debía de sentirse al ser objeto de estima para el señor Bain. De repente, sintió un escalofrío por la espalda.
–Para ser una señorita de buena educación, es usted muy original. Es muy valiente. Me recuerda a otra mujer que conozco, una highlander.
–Pues a lo mejor no es tan original que una mujer sea valiente, si ya conoce a dos.
No le gustó la sutil insinuación de que ser valiente era algo negativo. De estar en su