Seducida por un escocés. Julia London
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Teniendo en cuenta esa experiencia, tenía que haberse dado cuenta de que ser bondadosa y amable no iba a servirle tampoco allí. Rumpkin había demostrado que era un bestia que no se preocupaba ni un ápice por ella ni por la pobre muchacha que iba a la casa desde Aberuthen a hacerle la comida.
Sin embargo, eso habría podido soportarlo. Incluso se le había pasado por la cabeza limpiar un poco la casa, ya que le daba asco sentarse en cualquier silla. Pero Rumpkin había comenzado a manosearla cuando estaba borracho y, al final, ella había tenido que encerrarse en su habitación. Se estremeció al recordar cómo le había agarrado un pecho y cómo le había posado la boca pegajosa en el cuello. Lo había empujado con todas sus fuerzas y había salido corriendo hacia su cuarto, había echado el pestillo y había puesto un escritorio delante para asegurarse aún más.
Al día siguiente tuvo que apartar el escritorio para poder tomar la poca comida que le había llevado la muchacha, y que le había dejado junto a la puerta. Había tomado el pan, pero había dejado el cuenco de estofado en la bandeja.
Y, ahora, se moría de hambre.
Miró alrededor por la habitación. Había unos cuantos libros con los que se estaba entreteniendo por el momento, pero que pronto iba a terminar de leer. También se le estaba terminando la leña, necesitaba lavar la ropa y no se había molestado en peinarse ni arreglarse desde hacía días.
No iba a poder sobrevivir muchos más días en aquellas condiciones, pero tampoco podía escapar en pleno invierno sin tener un lugar al que ir, y todavía quedaban muchos meses para la primavera.
Necesitaba un buen plan.
Tenía muy pocas monedas, llevaba unos zapatos que solo servían para bailar o pasearse por un jardín y solo tenía un par de vestidos decentes.
Mientras estaba pensando, oyó algo que le habría parecido una rata, de no ser porque el ruido provenía de la ventana. Se levantó lentamente de la silla y se quedó mirando por la ventana. No era posible. No se atrevería, el tal señor Bain. Corrió hacia la ventana y la abrió ligeramente, lo justo para poder ver.
Y lo que vio fue la cabeza pelirroja de un hombre que trepaba por las enredaderas que cubrían la fachada de la torre.
Vaya. El señor Garbett debía de haberle pagado mucho para que la llevara a otro infierno. Cerró la ventana con el pestillo y se sentó de nuevo a esperar el momento en que él llamara a la ventana para entrar. Esperaba que se cayera y aterrizara con el trasero.
Lo que ocurrió fue que él rompió el cristal de un puñetazo, abrió el pestillo y entró acrobáticamente en la habitación. Se detuvo, se sacudió la ropa y se echó el pelo hacia atrás con la mano. Después, la miró como si estuviera muy molesto por haber tenido que entrar así.
Ninguno dijo nada. Maura no sabía qué era lo que le asombraba más, si su atrevida entrada o lo guapo que era. Tenía los ojos de color verde claro y el pelo del color del otoño. Medía más de un metro ochenta centímetros y tenía los hombros muy anchos. Quizá fuera el hombre más guapo que había visto en su vida.
Sin embargo, tenía una mirada severa, de enfado.
–Feasgar math –dijo.
Acababa de desearle buenas tarde en gaélico. Maura se quedó mirándolo. Entonces, ¿era originario de las Highlands?
–Ahora entiendo por qué Adam Cadell perdió la cabeza –dijo, y se inclinó con galantería.
¡Por el amor de Dios! Todos los hombres eran unos degenerados. Ella no quería que le recordaran a aquel cobarde de Adam Cadell, y suspiró con impaciencia. Pidió, en silencio, que aquel desconocido desapareciera de su habitación.
Pero él no se fue.
–Permítame que me presente de nuevo –dijo, con frialdad–. Me llamo Nichol Bain.
A ella no le importaba. ¿Acaso el señor Garbett pensaba que iba a volver a confiar en alguien, y menos, en aquella situación?
–Entiendo que debe de sentir una gran desconfianza.
¿Desconfianza? Pues sí, desconfianza y furia. No deseaba hablar de lo que sentía, y murmuró, en voz baja:
–Sortez maintenant, imbécile.
Hubo una larga pausa, hasta que él respondió:
–Pas avant que vous n’écoutiez ce que j’ai à dire.
Maura se quedó sorprendida.
Él se había agachado a un metro de ella y la estaba observando atentamente, como un halcón. Maura se irguió y lo fulminó con la mirada. Bien, así que sabía hablar francés. Además, se creía muy listo, eso estaba bien claro.
–Mir ist es gleich was Sie zu sagen haben.
Lo miró con petulancia. Acababa de decirle que no le importaba en absoluto lo que tuviera que decir y, en silencio, le agradeció a su padre que se hubiera empeñado en que los idiomas formaran parte de su educación.
El señor Bain sonrió lentamente.
–Vaya, señorita, ahí me ha pillado. No hablo tan bien alemán. Pero… Wollen Sie von hier fortgehen?
A ella se le escapó un jadeo. Aquel hombre era un oponente formidable. Lo observó y respondió a su pregunta.
–Sí, quiero marcharme de aquí. Pero no con usted.
El señor Bain se puso de pie, se agarró las manos por detrás de la espalda y dijo con calma:
–En este momento, creo que soy su única opción.
–No, no es cierto. Yo podría saltar por la ventana que usted ha abierto tan amablemente.
Él se encogió de hombros.
–Creo que, si quisiera saltar por la ventana, ya lo habría hecho el día que pensó que era necesario encerrarse en esta habitación.
Así que era un hombre perceptivo. Maura se levantó. Él era mucho más alto que ella, y tuvo que inclinar la cabeza para mirarla. Se fijó en su pecho y, después, alzó la vista hasta sus ojos.
Ella volvió a clavarle una mirada llena de hostilidad.
–Entonces, ¿qué es lo que quiere?
–Sacarla de esta casa, en primer lugar.
–¿Y después? ¿Adónde me va a llevar? ¿Con el señor Garbett? ¿O tendré el placer de visitar a otro de sus primos?
Él le miró los labios, y a ella se le pasó por la cabeza darle una patada en la espinilla.
–A Luncarty –dijo.
–Luncarty. ¿Qué demonios es Luncarty?
–Es un pueblecito y una finca. También es una oportunidad.
Ella se