Seducida por un escocés. Julia London
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Sin embargo, el problema con el señor Garbett y el señor Cadell no se parecía en nada a los dos anteriores. Lo habían llamado desde la mansión de los Garbett, que estaba cerca de Stirling, para solucionar una pelea entre jóvenes prometidos, algo que, en su opinión, deberían haber resuelto los adultos que había en la sala. Por desgracia, algunas veces la gente se dejaba llevar por las emociones en vez de razonar. El señor Garbett y el señor Cadell no necesitaban su ayuda. Lo que necesitaban era apartarse de sus alteradas esposas y pensar.
Así pues, Nichol había aprovechado sus debilidades y había negociado el pago de unos honorarios muy altos a cambio de resolver aquel juego de niños en nombre de los dos inversores en la forja del hierro. Para él, la tarea era una diversión y una forma de mantener la mente ejercitada antes de abordar el siguiente encargo, en el que figuraban un rico comerciante galés y un barco desaparecido.
En primer lugar, se reunió con Sorcha Garbett, que le pareció una muchacha tan inmadura como poco atractiva. Le pidió que le explicara por qué había roto su compromiso, a ser posible, sin lágrimas.
La señorita Garbett estuvo media hora despotricando sobre lo mal que la había tratado siempre una tal señorita Maura Darby que, aparentemente, había sido expulsada de la casa de los Garbett y que, según Sorcha, llevaba años acosándola. Durante aquella diatriba de media hora, mencionó a su prometido de pasada, y lo describió como un hombre poco avispado que no entendía las estratagemas de las mujeres. Sin embargo, la señorita Darby era todo lo contrario.
–La pupila de su padre parece una encantadora de serpientes –comentó él, aunque lo hizo para su propia diversión.
–No es tan encantadora –respondió la señorita Garbett, con un gesto de desdén–. No es tan lista como piensa, ni es tan guapa.
–Ah, ya entiendo. Bien, señorita Garbett, si me permite que se lo pregunte, ¿quiere usted al señor Cadell?
Ella se puso el pañuelo encima de su considerable nariz y se encogió delicadamente de hombros.
Él se agarró las manos a la espalda y fingió que examinaba una figurita de porcelana.
–Entonces, ¿le atrae la idea de convertirse en señora de una gran casa?
Ella alzó los ojos y lo miró.
–He visto la casa que tienen los Cadell en Inglaterra, y puedo decir, sin dudarlo, que es más grande que el Palacio de Kensington.
Ella bajó el pañuelo y abrió unos ojos como platos.
–¿Más grande que un palacio?
–Sí.
Sorcha se mordió el labio y miró de nuevo su regazo.
–Pero él quiere a Maura.
–No –dijo Nichol. Se agachó junto a la muchacha, tomó una de sus manos y dijo, con la expresión grave, cuidadosamente–: Él no quiere a la señorita Darby.
–¿Y cómo puede estar tan seguro? –preguntó ella, entre lágrimas.
–Porque soy un hombre, y sé lo que piensa un hombre en los momentos de puro deseo. Ese muchacho no estaba pensando en el resto de su vida, créame. Cuando piensa en usted, piensa en la compatibilidad y en los muchos años de felicidad que tiene por delante en su vida conyugal con usted.
Quizá estuviera exagerando un poco, pensó.
La señorita Garbett hizo una mueca de desdén.
–Está bien, supongo que podría darle otra oportunidad. Pero a Maura, ¡no! ¡Nunca más! Ni siquiera se moleste en pedírmelo.
–No, no se lo pediría.
–Bah, tendrá que hacerlo –dijo Sorcha–. Porque mi padre la quiere mucho, más que a mí.
–Eso no es posible –respondió Nichol, para calmarla–. Tiene que creerme, señorita Garbett. Su padre quiere más la forja que a la señorita Darby. Y la quiere más a usted que a la forja.
Ella se irguió en el asiento y, con un suspiro de cansancio, miró por la ventana.
–¿La casa de los Cadell en Inglaterra es de verdad tan grande como un palacio?
Problema resuelto. Nichol se puso de pie.
–Más grande. Tiene dieciocho chimeneas en total.
–Dieciocho –murmuró ella.
Nichol se marchó a un pequeño despacho a hablar con el señor Adam Cadell. Aunque tenía veinte años, seguía siendo desgarbado, como si no hubiera dejado atrás el crecimiento de la adolescencia. Adam lo miró con cautela.
–Bueno –dijo Nichol, y se acercó a un mueble para servirse un oporto. Sirvió una copa también para el muchacho.
–Se ha metido en un buen lío, ¿eh?
El joven tomó la copa de oporto y la apuró de un trago.
–Sí –dijo, con la voz ronca.
–Entonces, ¿quiere usted a la señorita Darby?
El chico se ruborizó.
–Por supuesto que no.
«Claro que sí», pensó Nichol. Le dio un sorbito a su copa de oporto y preguntó:
–A propósito, ¿la dote de la señorita Garbett es muy grande?
–¿Por qué? –preguntó el joven. Al ver que Nichol no respondía, se tiró con nerviosismo del bajo del chaleco–. Bastante grande, sí –dijo al final.
–¿Tan grande como para poder construirse una casa en la ciudad?
–¿En Londres?
–Sí, en Londres, si quiere. O en Edimburgo. O en Dublín –dijo Nichol, encogiéndose de hombros.
El señor Cadell frunció la frente con un gesto de desconcierto.
–¿Qué tiene que ver eso con esta boda?
–A mí me parece obvio.
El muchacho lo miró con confusión. Para él no había nada obvio, salvo su lujuria.
–Si comprara una casa en una de esas ciudades… Sin duda, conocería a muchas debutantes bellas que estarían dispuestas a hacerse amigas de su esposa, ¿no?
Adam Cadell siguió mirando fijamente a Nichol.
–Cientos de ellas –añadió Nichol para darle más énfasis a sus argumentos.
El joven se sentó en el sofá y se agarró las manos.
–No lo entiendo.
Nichol