Seducida por un escocés. Julia London
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Nichol desenrolló un colchoncillo y puso su manta sobre él. Hizo una reverencia y señaló presuntuosamente el lecho que acababa de preparar–. Puede disponer de esta cama.
La señorita Darby elevó la barbilla y se envolvió con fuerza en su capa.
–Esto no es ninguna cama –dijo.
–Estoy seguro de que podrá soportarlo.
–Claro que podré, señor Bain. He soportado cosas peores.
Entonces, hizo un movimiento dramático con la capa y se dejó caer sobre el camastro. Se colocó de costado y le dio la espalda.
Nichol la miró. Realmente, era muy bella. Tenía el pelo negro y los ojos muy azules. Además, tenía un cuerpo exuberante que, en cualquier otra situación, le habría hecho la boca agua. Si la señorita Darby quisiera sonreír de nuevo, sería una mujer espectacular. A él le gustaría ver aquella sonrisa, pero dudaba que fuera a conseguirlo, teniendo en cuenta que la situación no iba a mejorar de repente, y menos, tanto como para hacerla feliz.
Nichol miró a Gavin. El pobre muchacho tenía los ojos abiertos como platos. Miró a Nichol como si él pudiera explicarle lo que era el desprecio de una mujer. Sin embargo, eso excedía con mucho su considerable talento, así que cabeceó con impotencia y le dijo a Gavin que fuera a buscar leña para hacer una hoguera.
Capítulo 5
Maura se despertó sobresaltada, con una sensación de pánico, e intentó orientarse. Después de unos instantes, escupiendo las hojas que se le habían quedado pegadas a los labios, recordó que estaba durmiendo en un bosque. Le dolían los huesos del frío y tenía un brazo adormecido.
¿Cuánto tiempo llevaban allí?
Olía a humo. Se dio la vuelta y vio una pequeña hoguera. Después, vio al señor Bain, que estaba sentado a su lado, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Tenía una pierna flexionada y la otra estirada ante él. Estaba leyendo.
Maura pestañeó. Aquel hombre estaba leyendo a la luz del fuego, como si fuera una cálida noche de verano.
Él, sin mirarla, le tendió un pañuelo blanco de lino.
–Tiene medio bosque pegado a la cara –le dijo.
Maura lo tomó y se agarró a su brazo para poder levantarse. Observó con atención al señor Bain. Le asombraba que pudiera estar tan relajado en aquel bosque, con tanto frío. Se limpió la suciedad de la boca y dijo:
–Cuánto me alegro de que el viaje no sea una incomodidad para usted, señor Bain, y de que esté usted tan a gusto.
–Le aseguro que eso no es cierto. Tan solo estoy intentando pasar el tiempo lo mejor posible –respondió él, y pasó una página.
De repente, a Maura le gruñó el estómago.
–Entonces, ¿tiene hambre?
–Sí, estoy hambrienta –dijo ella, y le arrojó el pañuelo a la pierna. Le molestaba que él tuviera aspecto de estar tan cómodo, cuando ella estaba helada.
Miró su pequeño campamento. El mozo estaba dormido al otro lado de la hoguera, con el cuerpo girado hacia el calor de las llamas. Los caballos estaban cerca del riachuelo, con mantas extendidas sobre el lomo.
–¿Cómo ha conseguido que los caballos no se marchen?
–Están atados –respondió el señor Bain, y dejó a un lado el libro. Empezó a rebuscar algo en su montura, y Maura aprovechó para ver cómo se titulaba el libro que estaba leyendo: Investigación sobre los principios morales.
–Qué interesante. Quizá en su libro esté la respuesta sobre el principio de la moral en esta situación concreta, ¿eh, señor Bain?
Él sonrió con ironía y le entregó un paquetito envuelto en estopilla.
–Tenga. Es un poco de cecina y galletas duras –le dijo.
Maura soltó un jadeo de alegría, porque no esperaba tener nada de comida. Tomó el paquetito y se lo puso en el regazo. Se apartó el flequillo de la frente y abrió la tela. Como llevaba varios días sin comer apenas, aquello era un festín. Volvió a gruñirle el estómago.
Tomó un pedazo de pan, le dio un mordisco y empezó a hacer ruiditos de placer.
Mientras mordía un pedazo de cecina, él le dio un suave codazo y le ofreció un odre. A Maura no le importó lo que hubiera dentro. Lo tomó y bebió.
El señor Bain se rio en voz baja.
Cerveza. Una cerveza bien fuerte. Sin embargo, ella consiguió contener la tos y suspiró al notar el calor del alcohol en las venas. Cuando hubo bebido todo lo que podía, le devolvió el odre y siguió comiendo.
El señor Bain la observó con asombro y diversión a partes iguales.
–¿Le parezco tan divertida? –preguntó, mientras se chupaba los dedos–. Usted también estaría hambriento si hubiera pasado varios días en compañía del señor Rumpkin. No me atrevía a comer nada en aquella casa.
–No la culpo. Nunca había visto un hogar más sucio.
–Sí, señor Bain. No exagero si digo que era espantoso –respondió ella, y siguió con la mirada una chispa del fuego que ascendió hacia el cielo–. Es mucho mejor esto –dijo, alegremente. Acababa de decidirlo, porque se sentía más optimista con un poco de comida en el estómago–. Sí, es cierto que hace mucho frío, pero es mejor.
Se metió el resto de la comida en la boca, señaló la estopilla vacía y añadió:
–Gracias.
–De nada, señorita Darby. Nunca había visto a nadie disfrutar tanto con un poco de cecina reseca, unas galletas y un pan duros.
De acuerdo, había comido como una lima, pero no le importaba. Observó a su salvador. ¿O era su carcelero? Un poco de las dos cosas, supuso. De cualquier modo, era bastante guapo. Su pelo tenía matices de castaño, rojizo y dorado. Y sus ojos eran de un verde claro y brillante.
Sí, era un hombre guapo.
Sin embargo, también tenía algo de distante. Quizá fuera porque lo sabía todo sobre ella, y ella no sabía nada sobre él, salvo su nombre y que le gustaba leer libros de filosofía.
–¿Quién es usted? –le preguntó, con curiosidad.
Él enarcó una ceja.
–Ya se lo he dicho.
–Sí, me ha dicho cómo se llama, pero ¿quién es usted de verdad, señor Bain?
Él sonrió de una forma enigmática.