Seducida por un escocés. Julia London

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él podría cabalgar por el bosque y alcanzarla antes de que llegara a Stirling. Sin embargo, ¿qué iba a hacer con el muchacho? No podía enviarlo de vuelta a Aberuthen, porque la posada era demasiado miserable. Tampoco podía enviarlo a la casa de los horrores de Rumpkin. Ni tampoco podía enviarlo a Luncarty, puesto que estaba demasiado lejos como para que pudiera hacer el camino a pie.

      Solo había otra opción, una que, hasta aquel momento, le había parecido impensable: Cheverock, su casa natal. Estaba, como mucho, a media jornada de camino.

      Él había estado pensando en visitar la casa en la que había crecido, pero no quería aparecer en Cheverock de aquella forma, después de tantos años. Ivan no iba a entender el hecho de que apareciera un muchacho de repente y dijera que lo enviaba Nichol. La última vez que había visto a su hermano menor, Ivan ni siquiera había alcanzado la mayoría de edad. ¿Qué iba a pensar? ¿Y por qué había dejado de tratarse con él? ¿Había olvidado a su hermano?

      Esperaba que solo fuera eso: que lo había olvidado.

      Sin embargo, tenía el mal presentimiento de que había mucho más. Los mensajeros que había mandado a la casa habían sido despedidos, sin más.

      Bien, en aquel momento, aquello no tenía importancia. Aquel repentino suceso le obligaba a tomar la decisión de volver a casa. Gavin no debía de tener más de catorce o quince años. El chico lo estaba observando con una expresión de ansiedad, como si supiera que no había buenas noticias para él. Sin embargo, Nichol estaba entre la espada y la pared.

      –Tengo que ir a buscarla, ¿lo entiendes?

      –¿Adónde ha ido? –preguntó Gavin.

      –No lo sé a ciencia cierta, pero me lo imagino. Me lleva mucha ventaja, así que tengo que darme prisa.

      Gavin asintió.

      –Voy a recoger nuestras cosas.

      Nichol le puso una mano en un hombro y lo detuvo.

      –Gavin, hijo, no puedo alcanzarla si vamos los dos en el mismo caballo.

      Los enormes ojos castaños de Gavin se llenaron de incertidumbre.

      –Voy a enviarte a un sitio donde puedes esperarme.

      Gavin se quedó boquiabierto.

      –¿Adónde? –preguntó, con la voz temblorosa.

      –A casa del barón MacBain –dijo Nichol. De repente, Gavin se puso pálido–. Es la casa en la que me crie –le explicó él–. Vas a ir a ver a mi hermano. Se llama Ivan, y él se ocupará de que cuiden de ti hasta que yo vaya a buscarte, ¿de acuerdo?

      –¿Y no debería ir yo también a Stirling? –preguntó el chico, en tono de súplica.

      –Está demasiado lejos como para ir a pie. ¿Sabes disparar, hijo?

      Gavin negó con la cabeza. Estaba empezando a respirar con jadeos, y Nichol tuvo ganas de pegarle un tiro a algo en aquel momento. No quería quedarse sin la pistola, pero no iba a estar tranquilo sabiendo que el niño no tenía nada con lo que defenderse. Así pues, se sacó la pistola de la cintura y se la entregó.

      –Presta atención, hijo. No tenemos mucho tiempo.

      Enseñó a Gavin a cargarla y a amartillarla, e hizo que disparara tres veces hasta que comprobó que no iba a pegarse un tiro en el pie.

      –No la vas a necesitar, pero quiero que la lleves. Ahora, ponte en camino. Sigue la carretera todo el tiempo, hasta que llegues a las ruinas de un castillo. Allí, el camino se bifurca. Sigue en dirección este. Allí ya estarás a tres kilómetros de Comrie, y solo te faltarán otros tres para llegar a Cheverock.

      –¿Y si me pierdo? –preguntó Gavin, con la voz temblorosa.

      –No puedes perderte. Mírame, Gavin –le dijo Nichol, y se puso de rodillas ante él–. Si sigues la carretera, no puedes perderte. Camina hasta que llegues a las ruinas del castillo. Allí, sigue en dirección este. Cuando llegues a Cheverock, dile a Ivan que te envío yo. Iré a buscarte a finales de semana, ¿de acuerdo?

      Gavin estaba intentando no echarse a llorar. Asintió y miró la pistola que tenía en la mano.

      –Gavin, eres un muchacho listo y valiente, y no me necesitas.

      –¿Y si no me creen? –preguntó el chico.

      Cabía esa posibilidad, así que Nichol se puso en pie y sacó un sello de uno de sus bolsillos. Era un anillo que había pertenecido a su abuelo, un hombre a quien él recordaba con afecto. Le dio el sello a Gavin y le dijo:

      –Entrégaselo a mi hermano. Dile que no le pediría ayuda si no fuera de vital importancia. Él sí te creerá.

      Gavin miró el anillo y se lo metió lentamente al bolsillo.

      –Buen chico –le dijo Nichol. Le dio una palmadita en un hombro y le entregó las bolsas–. Aquí hay comida y cerveza. Mete también la pistola, ¿de acuerdo? Si ves a alguien por la carretera, escóndete en el bosque hasta que hayan pasado. No tienes nada que temer, Gavin.

      Esperaba que fuera cierto. Nichol no sabía qué iban a decirle al chico cuando llegara a Cheverock, debido a su distanciamiento con su padre y su hermano, pero creía que Ivan era un hombre decente. No iba a echar a un niño de su casa.

      Gavin lo miró, y a Nichol se le formó un nudo en el estómago. No quería enviar solo a Gavin a recorrer los caminos de Escocia, como tampoco quería tener que perseguir a la señorita Darby para alcanzarla antes de que ella lo echara todo a perder para él.

      –Tengo que irme. No puedo correr el riesgo de que la señorita se pierda, ¿sabes? Ve todo lo rápido que puedas. Si te das prisa, llegarás a Cheverock antes de que atardezca.

      Le dio la espalda al muchacho, que tenía los ojos tan grandes como la luna, recogió sus cosas, las metió en su bolso y montó a caballo. Volvió a mirar a Gavin, que estaba recogiendo su cama. Se despidió de él y salió al galope por la carretera.

      La señorita Darby, aquella inconsciente, iba a arrepentirse de haberle robado el caballo y haber escapado. Se iba a asegurar de ello.

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