Lady Aurora. Claudia Velasco

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en un infierno y espero poder compensar algún día, de alguna forma, todo lo que hacen por mí.

      Hemos estado mirando libros de historia para buscar vestigios de mi familia, pero me deprime bastante seguir los pasos de mis parientes a través de unos fríos esquemas genealógicos, así que he desistido de involucrarme en eso y dejo que Meg y Ben los repasen por su cuenta.

      No necesito comprobar de dónde vengo, sé de dónde vengo. A ellos les fascina seguir mi periplo familiar, pero a mí me da reparo repasar nombres o alianzas, nacimientos o muertes. No necesito conocer esos detalles porque, si algún día consigo regresar a casa, si Dios así lo permite, prefiero seguir desconociendo el futuro de mis allegados.

      Lo único que me interesa ahora es buscar a las personas adecuadas que me puedan mandar de vuelta al siglo XIX. Eso y aprender, y estar ocupada, porque necesito distraerme, y en la tarea me va a ayudar Zack, el señor Harrison, que me ha pedido que lo ayude con alguna de sus labores.

      –Esa pulsera es preciosa, Aurora, ¿es algún recuerdo familiar?

      –¿Esta? No, es el regalo de un amigo.

      –¿Puedo verla? –ella dejó la labor encima de la mesa y extendió el brazo para que Zack, que era un joven muy amable, pudiera apreciarla de cerca–. ¿Son brillantes?

      –¿Los del bordado? No creo, me parece que es cristal de Murano, mi amigo Charles me la trajo de Italia.

      –Es un trabajo muy delicado, y muy bonito, seguro que es valiosísima.

      –Tiene un gran valor sentimental.

      De repente, acordarse de Charly le encogió el corazón, pero disimuló bien y volvió a trabajar sobre el bastidor que le había regalado Meg para que pudiera bordar junto a Zack Harrison, su amigo modisto. Un joven del siglo XXI que cosía y bordaba maravillosamente, y que la acompañaba las horas que Meg y Ben dedicaban a sus pacientes del hospital de Bath.

      Era un caballero interesante, muy bien informado de la moda de su tiempo, a quien le encantaba hacer preguntas y aprender, muy respetuoso, y no le costó nada acostumbrarse a él. Aunque, debía reconocerlo, al principio la había escandalizado sobremanera la idea de tener que quedarse con él a solas en la casa, sin una dama de compañía o una simple doncella que supervisara las visitas, había acabado por aceptarlo.

      Observó su cara agradable y sonriente, y regresó a su labor pensando en la semana que llevaba viviendo allí, en el año 2019. Siete días enteros de descubrimientos, de sorpresas, de angustias y de aprendizaje. Detenerse en ello daba vértigo y a veces optaba por poner la mente en blanco y rezar, o acabaría por perder la razón, y eso no debía pasar porque su propósito era encontrar una solución que la llevara de vuelta a su casa, al siglo XIX, lo antes posible, y para lograrlo debía mantenerse cuerda y despierta, atenta.

      Meg y Ben se pasaban las horas explicándole cosas e investigando, decididos a encontrar un remedio para su situación. Estaban muy entregados a su causa y no sabía cómo podría compensar todo lo que estaban haciendo por ella, ni siquiera tenía dinero para retribuir los gastos que estaba provocando, porque estaba segura de que vivir allí, aunque fuera en esa humilde casita del centro de Bath, era costoso para una mujer soltera e independiente como Meg. Y aquella era otra de sus preocupaciones, dejar de ser una carga para su amiga que, encima, trabajaba muchísimo.

      –Este hilo de Irlanda es una obra maestra –Zack cogió una de sus enaguas de la mesa, que ella había lavado y luego planchado con un artefacto «eléctrico» que expulsaba vapor y que casi se la quema, y la escrutó con una lupa. Aurora movió la cabeza y sonrió–. ¿En invierno usabais este mismo tipo de ropa interior o…?

      –En invierno usábamos enaguas de franela, salvo que fuera para un traje de gala, aunque yo no asistía a muchas cenas de gala.

      –¿Franela?

      –Sí. ¿Hay franela en este tiempo? Podríamos confeccionar unas, en mayo pasado la señora Higgins, la modista de mi tía Frances, nos enseñó a coser unas con refuerzo mejorado. Creo que puedo dibujar los patrones.

      –¡Santa madre de Dios! Por supuesto que quiero hacer enaguas de franela. Muchas gracias, Aurora.

      –De nada, será un placer.

      –¿Y las crinolinas?

      –¿Los miriñaques? –Zack asintió–. Solo las señoras mayores los utilizan y se mandan a hacer a medida, pero yo no me he puesto ninguno. Creo que en casa solo se lo he visto a las abuelas y a la tía Frances cuando asistía a algún baile en palacio.

      –¿Y el corpiño? Dice Meg que tu corpiño interior es extremadamente delicado, ¿cuándo me dejarás verlo?

      –Oh, no, señor, eso ya me parece excesivo.

      –Por supuesto, discúlpame.

      Ella lo miró de soslayo, él bajó la mirada y se concentraron en el bordado. Una pieza que Zack pensaba adherir a uno de los vestidos que estaba cosiendo para una clienta suya muy especial. Estiró el bastidor con cautela, porque no era el mejor bastidor que había tenido en su vida, y habló al cabo de unos minutos.

      –Zack, ¿crees que me podrías conseguir tela, hilos y cintas suficientes para hacer un vestido? Quisiera cortar y coser uno para Meg, para su baile de Regencia del año que viene.

      –Se volverá loca de felicidad.

      –Es lo menos que puedo hacer por ella, y con algo de suerte podré acabarlo antes de… marcharme.

      –Encantado. Dame una lista con lo que necesites y yo lo compro en Londres.

      –He pensado en vender alguno de los abalorios que tengo, no hay nada de mucho valor, pero tal vez los pendientes o…

      –¿Nada de mucho valor? Tienes mucho dinero en tus joyas, Aurora, que encima son vintage…

      –¿Vintage? ¿De qué vendimia?

      –No –se echó a reír–. Literalmente vintage es vendimia, pero en nuestra época el término vintage se aplica a objetos antiguos de diseño artístico y de gran calidad. No siempre de tanta calidad, pero al menos sí muy antiguos.

      –Vaya…

      –Y tampoco puedes venderlos por las buenas, unas joyas tan valiosas hay que tasarlas, certificar su origen y probar que son tuyas y no robadas.

      –Pero… ¿ni esta pulserita? Seguro que Charles comprenderá que haya tenido que venderla.

      –Vamos a ver, no te preocupes, no tienes que vender nada, no necesitas dinero. Todos estamos encantados de acogerte aquí, Meg la primera, así que olvídate de eso. Yo te traigo las telas y todo lo demás como un regalo, es mi negocio y las consigo a un precio estupendo. No me cuesta nada, no le des más vueltas.

      –Bueno, pero no me parece bien.

      –Me estás enseñando muchísimo y me ayudas a bordar, tómalo como una retribución a tu trabajo.

      –Buenas tardes.

      De repente una voz de hombre, ajena e inesperada, los interrumpió y Aurora se puso de pie de un salto para mirar a los ojos al señor Richard Montrose, que se había materializado en el saloncito sin anunciarse. Tampoco

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