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–Hemos localizado a través de La Sorbona a un profesor que conoce perfectamente a Velkan Petrescu, que fue un personaje realmente célebre en el París de principios del siglo XIX. Lleva años estudiándolo, ha escrito un par de libros sobre él y hemos intercambiado varios emails, este fin de semana lo llamaremos por Skype para que se entreviste con Aurora –terció Ben con una sonrisa.
–¿Directamente con ella?
–Es la única de nosotros que habla francés.
–¿También habla francés?
–Sí, señor –contestó ella sin mirarlo y Zack se levantó para ir a buscar el postre.
–Claro que habla francés, como cualquier dama de su época –susurró, recogiendo algunos platos, y Aurora también se levantó para ayudarlo.
–¿Ah sí? ¿Todas hablaban francés? ¿Tomaban helado de postre y un pastelillo antes de irse a la cama?
–Ya te vale…
Meg se puso de pie y lo miró a los ojos con las manos en las caderas, él movió la cabeza con cara de inocente y Aurora salió del comedor un poco contrariada.
No entendía por qué se empeñaba en interrogarla tan directamente y con un clarísimo fondo de burla, no estaba segura, porque no entendía muy bien a la gente del siglo XXI. Pero de lo que sí estaba convencida era de que, en ese tiempo, como en cualquier otro, tanta pregunta y tanta duda eran, desde todo punto de vista, una grosería.
[2] Aye. Expresión de origen gaélico escocés, muy utilizada en Escocia, que significa «sí».
Capítulo 5
–¿No le habréis dicho a ese profesor francés que ella cree haber hecho un viaje en el tiempo? –los miró encendiéndose un pitillo y Meg se le acercó, se lo quitó y lo apagó contra la pared antes de tirarlo a la basura–. Oye…
–En mi casa no se fuma.
–Técnicamente no estoy en tu casa, sino en la calle, y en la calle aún puedo fumar.
–No le hemos dicho nada, pero, que quede claro, no es solo que ella crea que ha hecho un viaje en el tiempo, nosotros estamos convencidos de que sí lo ha hecho.
Ben habló con su calma habitual y Richard lo observó fijamente, incrédulo, antes de desviar la vista hacia su hermana y hacia Zack, que tampoco era que fuera el más sensato de los mortales. Se acercó a la escalera de la entrada y se sentó en uno de los escalones.
Hacía una media hora que Aurora, que había permanecido inmersa en un silencio pertinaz durante los postres y el café, los había abandonado, despidiéndose con su ceremonia habitual para subir al cuarto de invitados, que ella llamaba sus «aposentos», para dormir, momento que él había aprovechado para abordar a su hermana y a sus amigos directamente. Cosa que había tenido que hacer en la calle, en la entrada de la casa, porque ninguno quería importunar a lady FitzRoy, que no tenía por qué enterarse, según su hermana, de sus «neuras».
–Estáis completamente locos, lo que dice solo son fantasías. Es una chica muy lista, con muy buena memoria, capaz de embaucarnos a todos con sus historias, pero no ha hecho ningún viaje en el tiempo. Necesita asistencia médica y sigo creyendo que alguien la tiene que andar buscando.
–Hemos hecho todas las comprobaciones posibles y nadie la busca, no se ha escapado de ningún siquiátrico.
–Bueno, puede que haya estado encerrada en su casa, es evidente que su familia tiene pasta.
–Richard, mírame –Meg buscó sus ojos muy seria–. Lo hemos comprobado hasta con la Interpol, nadie busca a una chica de sus características, ni aquí ni en la Conchinchina. No se ha escapado, ni ha estado secuestrada, ni nadie la busca, no somos tan irresponsables como para seguir teniéndola aquí porque se nos antoja o porque nos cautivan sus historias. Ella es quien dice ser y está completamente sola en este mundo.
–Es objetivamente imposible viajar en el tiempo.
–Eso lo dirás tú, pero existen miles de estudios, grupos, asociaciones, comunidades científicas, que han dedicado su vida entera a estudiar la posibilidad del viaje en el tiempo. Incluso Einstein…
–Por favor…
–Yo creo en la palabra de Aurora y nadie me convencerá de lo contrario. Soy adulta, médico, he disfrutado de una gran formación académica, creo que idiota no me consideras, así que, por favor, déjalo ya, ¿quieres? Los tres creemos que Aurora es quien dice ser y nos vemos en la obligación de ayudarla. Ayuda tú un poco y al menos déjanos en paz.
–Existen variables empíricas que pueden haberse cruzado en el camino de Aurora –opinó Ben.
–¿Cuáles?
–Stephen Hawking habló de órbitas alrededor de agujeros negros que, según las ecuaciones de la teoría de la relatividad, son «atajos» que recorren el espacio-tiempo…
–¿Y no lo desmontó todo en el 2009?
–Sí, y luego volvió a hablar de que la física podría conseguirlo, escribió que el tiempo fluye a diferentes velocidades en distintos sitios y que, si se consigue controlar los diversos ríos temporales, se podría viajar en el tiempo.
–Ok, Einstein y Hawking lo creyeron posible. Sin embargo, y con todos los avances tecnológicos que tenemos, aún no se ha conseguido, que sepamos, mandar a ningún ser humano a ninguna parte. ¿Cómo cojones el mago Petrescu, en el siglo XIX, lo consiguió?
–Eso es lo que queremos averiguar.
–Ay, madre mía.
Se pasó la mano por la cara y pensó en Aurora. Esa pobre chiquilla que en realidad parecía salida de Orgullo y prejuicio.
Era preciosa, nunca había visto una cara tan simétrica, proporcionada y perfecta, una piel tan luminosa, unos ojos tan profundos e inocentes, y cuando esa tarde había entrado sin avisar en el salón de su hermana, había perdido un poco la perspectiva al verla sentada en una silla bordando en silencio. La espalda recta, el cuello esbelto, los hombros estrechos, y ese pelo largo, oscuro y ondulado, sujeto en una única trenza que le daba un aire casi angélico, más bien cinematográfico, que lo había fascinado durante unos segundos eternos, hasta que al fin pudo hablar y comportarse como una persona normal.
Obviamente, era un ser humano especial, magnético. Si estuviera más centrada podría ganarse la vida como modelo o como actriz, o incluso como otra cosa más interesante, porque encima se expresaba de maravilla y parecía culta y muy inteligente, y comprendía la fascinación que provocaba en la gente, sobre todo en buenazos ingenuos y noveleros como Meg, Ben y Zack. Lo entendía perfectamente, y no quería arruinarles el entretenimiento, pero alguien allí debía empezar a poner un poco de orden o acabarían todos escaldados.
–¿Qué pretendéis investigando a Petrescu?
–No lo sabemos. En realidad, estamos casi seguros de que lo mataron en 1819, después de que fuera detenido por hacer desaparecer a una joven aristócrata