Lady Aurora. Claudia Velasco
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–Oye, tú… Aurora, un momento. ¿Dónde crees que vas? Por ahí no podrás salir a la carretera, tienes que volver al club y salir por el parking principal.
–¿Por dónde, señor? –se detuvo y lo miró a los ojos sollozando. Lloraba a mares y Richard Montrose, que en el fondo de su gélido corazón era un caballero, se conmovió y le sonrió conciliador.
–No te preocupes, yo te llevo en coche a Stonehenge, pero antes déjame hacer una llamadita. ¿Ok? Espera aquí.
Ella asintió con cara de desconcierto y se sentó en un banco de madera que le indicó junto al green. Parecía cansada y perdida y no podía dejarla abandonada a su suerte, así que lo primero era llamar a su hermana para ver qué nivel de responsabilidad tenía ella en todo ese asunto.
–Margaret.
–¿Margaret? ¿Estás cabreado, hermanito?
–No lo sé, ya veremos. ¿Me has mandado a una de tus amigas «Janeites» para gastarme una broma? Porque ha sido muy buena hasta que se ha desmadrado un poco.
–¡¿Qué?! No entiendo nada.
–¿No has mandado a una friki vestida de Jane Austen para fastidiarme el golf?
–No, ¿de qué estás hablando? ¿Qué pasa?
–¿Me lo juras?
–Te lo juro, ¿qué ha pasado?
–Estoy en el club y… –observó de soslayo a Jane Austen y se apartó un poco– ha aparecido una chica preciosa, muy guapa, vestida como una de tus amigas frikis, llamándome milord y recitando una retahíla de títulos para identificarse. Incluso me ha preguntado si soy pariente de un tal James Graham…
–¿El duque de Montrose?
–¿Sabes quién es?
–¿Tú no? Joder, Richard, vives en la inopia. James Graham fue el cuarto duque de Montrose, contemporáneo de Jane Austen.
–Vale, eso ahora mismo me importa un pimiento, lo que me preocupa es que esta chica, que llora como una magdalena, quiere ir a Stonehenge a pie. Al parecer se ha perdido, o eso dice. Si no me la has enviado tú, igual se ha escapado de un siquiátrico.
–Ya estamos, siempre en lo peor. ¿No será alguna de tus amantes despechadas?
–La hubiese reconocido, ¿no crees?
–¿Estás seguro?, porque tú, macho…
–Bueno, ¿puedes ayudarme? A lo mejor solo es una «Janeite» demasiado metida en su papel y solo necesita que la lleven a casa.
–Estoy en el baile.
–Ya sé que estás en el baile, pero…
–Mándame una foto.
–¿Qué?
–Ahora.
Le colgó y él respiró hondo, miró al suelo, localizó la cámara del móvil, la pulsó y se giró para fotografiar a la señorita Aurora, que parecía cada vez más angustiada, aunque lloraba sin emitir sonido alguno. Le dio mucha lástima, pero no se amilanó en hacer las fotos, luego abrió el WhatsApp y se las mandó todas a Meg, que tardó unos cuantos minutos en responder con una llamada.
–¿Qué? ¿Ahora me crees?
–Voy para allá.
–¿Vienes? Genial, voy a llevarla al club para tomar algo, te esperamos allí.
–¡No! Que se quede ahí quieta, ni siquiera le hables, no la asustes. Tardo diez minutos en llegar.
–Meg…
Su hermana colgó y él miró al cielo sabiendo que el golf, por el momento, se había acabado. Se acercó a Aurora y le habló con precaución, porque a medida que pasaban los minutos parecía más desorientada y confusa, y no quería empeorar las cosas. Buscó sus ojos y le sonrió.
–Tenemos que quedarnos aquí unos minutos, mi hermana viene de camino y te llevará adonde quieras, ¿de acuerdo?
–¿Su hermana? Muchísimas gracias, milord.
–Me llamo Richard. ¿Quieres un poco de agua? –fue al carrito de golf y sacó la botella de agua sin abrir, volvió y se la extendió, pero ella la miró como quien ve por primera vez el mar–. Te vendrá bien beber un poco.
–¿Beber? ¿Cómo?
–¿Cómo que…? –bufó, la abrió y se la pasó sin la tapa, ella la siguió observando con estupor, pero finalmente se la puso en los labios y bebió un poquito–. Bebe más, la deshidratación es peligrosa.
–¿La qué?
–Nada, déjalo. Voy a recoger mis cosas.
Se apartó para no seguir razonando con una loca, porque evidentemente esa chica muy en su sano juicio no podía estar, y se dedicó a guardar los palos y las pelotas muy en orden, ganando tiempo hasta que Meg pudiera aparecer por allí para hacerse cargo del problema antes de que él acabara perdiendo los nervios.
Lo hizo todo con parsimonia, mirando la hora y finalmente se apoyó en un árbol en silencio, observando de reojo a esa pobre cría, porque debía de ser muy joven, que lucía un vestido de esos que coleccionaba su hermana, muy bonito, y un peinado típico de las películas de Jane Austen. Tenía el pelo oscuro, la piel inmaculada y sorprendentemente luminosa, y unos ojos negros enormes y brillantes, muy inocentes, y…
–Oh, milady, gracias a Dios…
Oyó que exclamaba con alivio poniéndose de pie y Richard se dio cuenta de que había divisado la figura de Meg, que caminaba hacia ellos vestida de época. De «Janeites», como todas sus amistades que ese día se reunían en Bath para celebrar el dichoso Baile de Regencia de Jane Austen.
Se alegró de ver que al fin llegaban los refuerzos y la siguió de cerca cuando empezó a caminar muy decidida hacia su hermana y hacia Ben, su mejor amigo, que también venía vestido como en el siglo XVIII. Él era otro fanático experto en la señorita Austen, pero además era siquiatra, y eso era precisamente lo que necesitaban allí, pensó, llegando hasta ellos justo a tiempo de ver como Aurora cogía las dos manos de su hermana y la miraba a los ojos emocionada.
–Milady, muchísimas gracias por venir. Mi nombre es Aurora FitzRoy, soy hija de Arthur y Clara FitzRoy, barones de Seagrave. Mi madre es una Abercrombie de Elderslie, y estoy, estoy… –se echó a llorar y Meg miró a Richard con lágrimas en los ojos–. Es evidente que estoy perdida, no sé dónde estoy, no recuerdo nada, y solo gracias a su distinguido hermano, que ha tenido a bien auxiliarme, he evitado un mal mayor porque podría…
–Tranquila, lady Aurora –susurró Ben tomando las riendas del asunto–. Me llamo Benjamín Ferguson y esta es mi buena amiga, la señorita Montrose, Margaret Montrose. ¿Nos podría decir de dónde viene usted exactamente?
–Estoy