¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

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creer, James. ¿Estabas flirteando con esa chica? ¿Esta es la manera que tienes tú de hacer las cosas? ¡Pues vaya con el profesor!

      —Te equivocas, George.

      —Mírame y dime que no pensabas acabar la noche con ella. Se te veía muy feliz a su lado…

      —¡Retira ahora mismo eso que has dicho! ¿Me has oído, George?

      —Lo haré si me cuentas de qué iba todo eso, incluso te pediré perdón por haber dudado de ti.

      —Tú no lo entiendes.

      —Sí que lo entiendo, yo también he sido joven. Era una chica muy guapa, ¡cualquiera lo entendería!

      —No tiene nada que ver con eso, George.

      —¿Entonces? Necesito la verdad, James. Estoy harto de estas tonterías, no puedo estar dudando de ti siempre. Respóndeme, todavía no he oído nada.

      —No tiene nada que ver con el trabajo, George. Esa chica es enfermera, me atendió cuando subimos a aquel barco en Dunkerque. Estuve hablando con ella mientras estabas sedado, después de que te disparasen.

      —¿Y?

      —Pues que hoy he vuelto a verla, pero parecía más mayor, con ese vestido, no sé, ¡Dios, sé que es una locura lo que te voy a contar! Pero es la verdad, amigo. Esa chica se parece mucho a una de mis alumnas, ya sé que no es ella, pero cuando hablamos me parece increíble volver a tenerla enfrente. Tiene sus mismos ojos, es como si…, no sé cómo explicarlo…

      —Escúchame, James. No empieces a imaginar nada extraño. Esa chica es solo una enfermera de la Cruz Roja. No sabe nada, no conoce a nadie. Puede que ni siquiera sea judía.

      —Lo sé, lo sé. No tiene nada que ver con mi Ruth, pero…

      —Pero nada, olvídala.

      —Es terriblemente inocente, por eso quizás me la recuerde tanto.

      —Así que solo tratabas de ser amable con ella acompañándola hasta su casa, ¿no es eso lo que me quieres decir? ¿James?

      —Tienes razón. Te prometo que no me volverá a suceder, lo siento.

      —De acuerdo, chico. No diré nada de lo que he visto, pero apártate de ella. ¿Entiendes? Olvídate de todas las muchachas que te recuerden a tu pasado, ese que ya deberías haber borrado de tu mente.

      —No hace falta que me lo recuerdes. Me distéis otra identidad por algo, no soy tan estúpido.

      —No se trata de ser estúpido, James, sino de enamorarse.

      —Pero ¡¿qué dices?!

      —Lo que he visto. No sé lo que habría entre esa alumna y tú, tampoco me importa. Pero quiero que te alejes de esa enfermera.

      —Ese viejo doctor debió de pasarse con la morfina que te administró en Dunkerque, George. En serio, todavía estás delirando…

      —Eso espero, muchacho.

      Capítulo IV

      Begin the beguine (Cole Porter)

      Al día siguiente seguía molesta por lo sucedido, el resquemor por haber sido una mera distracción para el sargento James Baker en aquella fiesta me hizo levantarme de muy mal humor.

      Después de comprobar que Vera no había regresado a su habitación, me di un baño para quitarme con jabón los restos de maquillaje que ya ni recordaba haberme puesto la noche anterior. Al salir de la bañera oí cómo se cerraba la puerta de la pensión con cuidado, y supuse que mi compañera acababa de entrar. Nadie más que ella se permitiría el lujo de romper la regla de oro de la señora Haussman y regresar a su habitación al amanecer.

      Me miré con odio en el espejo del cuarto de baño. Iba vestida con el mismo uniforme y la capa azul marino de siempre, para trabajar un día más en aquel angosto hospital subterráneo, mientras mi amiga regresaba después de una noche inolvidable con algún hombre… o eso me figuraba yo.

      El flequillo lacio y castaño me caía por los ojos, dándome un aire algo triste e infantil. Suspiré ante aquella estampa: «¿A quién pretendo engañar?». Seguía siendo una niña escuálida. Bajé la vista e inspiré más que nunca para tratar de que mis pechos se notaran a través de la ropa sin ningún éxito:

      —No hay nada que hacer —llegué a decir con frustración.

      Pestañeé con la intención de engañar a aquellas lágrimas que amenazaban con deslizarse por mi rostro. No quería pensar más en él, debía olvidarlo y volver al trabajo como si nada. Pero cuando uno de esos mechones rebeldes se interpuso entre mis párpados, no pude disimularlo más y me eché de nuevo a sollozar vencida por el desánimo. Tener la certeza de que James Baker no sentía nada por mí me había roto el corazón.

      Yo nunca tendría esa belleza natural que poseía Vera: mi nariz era larga y afilada, mis labios demasiado finos, por no hablar de mis pechos pequeños. Además, estaba segura de que mi conversación le habría resultado de lo más aburrida, porque en la mayoría de ocasiones no había conseguido hablar, y por eso seguramente no hizo otra cosa que reírse de mí en toda la velada.

      Cuando salí del baño secándome las lágrimas, me encontré con una Vera desdibujada, absorta en sus propios pensamientos. Estaba sentada en una silla que había en su dormitorio, que ahora permanecía abierto de par en par. Estaba arrinconada en una esquina como si fuera una muñeca de trapo olvidada. No podría precisar si el gesto en su cara era de dolor o pena, pero estaba muy lejos de allí, como hipnotizada.

      —Vera…

      Los tímidos rayos de sol se colaban por una vidriera de su ventana, e incidían en su espesa melena oscura, dotándola de unos ligeros reflejos cobrizos. No se dio cuenta de que estaba allí, junto a la puerta. Incluso en ese momento me pareció muy bonita. Con las rodillas hacia dentro y las piernas estiradas mirando al suelo.

      —Vera, ¿te encuentras bien? —pregunté preocupada. Mi compañera entonces levantó su rostro hacia mí y respondió con suficiencia.

      —¡Mejor que nunca! —Y comenzó a reír como si aquel fuera el mejor chiste que le hubieran contado en su vida.

      No solo era el cansancio lo que le daba esa pastosidad a su voz; la mirada taciturna y el tamborileo de sus dedos sobre los labios la delataban. Seguía bajo los efectos del alcohol o alguna droga. Chasqueé la lengua arrepentida por haberme interesado por ella, yo no merecía semejante ataque de irritabilidad en ese momento. Vera era una chica muy simpática cuando quería, pero también podía ser cruel y despiadada, y ese día había decidido serlo conmigo. Iba a darme la vuelta y a dejarla descansar el resto del día si fuera necesario, cuando recogió del suelo algo en lo que no había reparado hasta entonces. Con saña me lo arrojó a la cara, como si lamentara haberlo llevado consigo, obligándome a detenerme de inmediato.

      Era mi abrigo, el que había olvidado en el baile:

      —¡Tu amigo me dijo que te lo entregase junto a sus disculpas! ¡Espera no haber dicho nada inapropiado! —gritó con desdén, y mientras se explicaba, unas arrugas se dibujaron en mi frente. No podía

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