¿Nos conocemos?. Caridad Bernal
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En el hospital no se hablaba de otra cosa, pero lo que más les preocupaba a los holandeses no eran sus heridas, sino la situación de desamparo en la que se encontraban. La reina Guillermina se había exiliado y, a pesar de que los encendidos mensajes por radio de apoyo a su pueblo fueran toda una provocación, llamando «el archienemigo de la humanidad» al mismísimo Hitler, no había fuerza política para luchar contra la invasión alemana. No había más opción que la de someterse. Estaban decepcionados ante el futuro que les esperaba, y solo quedaba velar por sus hermanos judíos.
—Ahora que sabe que la huelga no ha servido para nada, dígame: ¿lo repetiría si mañana mismo se organizase otra revuelta? —El hombre me miró como si mi pregunta hubiera enardecido su alma y, orgulloso de su respuesta, me contestó ufano.
—¡Sin dudarlo, señorita!
Su sonrisa me hizo entender por qué algunos de ellos se unieron a la resistencia, para ayudar a familias enteras, escondiéndolas en sus propias casas, poniéndose así ellos mismos y a sus propios hijos en peligro.
Aquellas fueron jornadas extenuantes de trabajo. A veces más de cuarenta y ocho horas sin descanso, en las que apenas parábamos para comer algo. Los heridos llegaban por oleadas, y las heridas eran cada vez más sangrientas. Hablé con todos ellos, primero para tranquilizarles, porque estaba claro lo que pretendían los nazis con sus golpes: imponer su autoridad. Que los holandeses supieran quién mandaba allí a partir de ese momento. Después, pasados los primeros llantos, escuché para empaparme de sus historias, todas con un denominador común: conocían a esa gente que ahora enviaban sin remedio fuera de la frontera a un destino incierto. Eran su vecina, la tendera de la esquina, su compañero del trabajo, incluso el chico al que habían besado por primera vez. Eran personas, no judíos, como se obstinaban en señalar en sus ropas, negocios y viviendas.
—¿Sabe cuántos judíos hay en esta ciudad, señorita? ¿Qué van a hacer con todos ellos? ¡¿Matarlos?! —me preguntaba el hermano mayor de Joep, con los ojos rojos de haber llorado como un niño.
Aunque sus heridas eran mucho más leves, parecía seriamente golpeado por todo lo sucedido. Su gesto de preocupación, los abrazos a su hermano y cómo se acercaba a la ventana para negar con la cabeza, todo aquello me impresionó mucho y se me quedó grabado en la retina. Después de tantos años, aún sigo viéndolo y me sigo sintiendo impotente, porque aún no sé qué más podría haber dicho para animar a ese hombre.
Mientras hablaba con todos ellos, Vera me miraba con cara de odio. Sabía que no debía retrasarme en mi tarea, pero sentía que nuestra conversación también les ayudaba a cicatrizar unas heridas que tardarían mucho más en olvidar que las que estábamos curando en ese momento. Aquella angustia les estaba desgarrando por dentro, y yo no podía soportar tanto dolor a mi alrededor. Debía ayudarles. Sosteniéndolos, dándoles un hombro sobre el que llorar por no haber conseguido nada en aquel nefasto escenario. No habían conocido cosa más injusta, jamás se habrían imaginado que llegarían a semejantes circunstancias.
Si he de señalar un momento en el que volví a recuperar la fe en mi profesión, sin duda fue durante esos días. De alguna manera, tras conocer en primera persona sus testimonios, saber que aquellas personas que hablaban conmigo y me miraban a los ojos habían puesto en juego su propia vida para defender a sus congéneres, me dio fuerzas para seguir adelante en mi misión. Porque sí, allí me di cuenta de que estaba donde debía estar, y que ese era mi destino. A pesar del cansancio, del dolor en los brazos, en la espalda o en los pies, todo era soportable porque ahora mi trabajo tenía sentido.
Las instalaciones a las que nos habían destinado eran muy frías en aquella época, no había calefacción en las plantas de arriba y apenas teníamos equipos o material. El control y seguimiento a los pacientes se hacía de la forma más rutinaria, a base de interminables anotaciones que describían la evolución de su estado. Al principio podía parecer sencillo, sin embargo, cuando llevabas más de un día y medio trabajando sin descanso, confundir la medicación de un paciente con la de otro no era tan descabellado.
Nos dedicábamos a todo: asear a los enfermos, dar de comer a los heridos más graves, asegurarnos de que hacían sus deposiciones o encontrar a sus familiares si no tenían manera de dar con ellos. Ayudábamos también a estos últimos, cuando se les informaba de que habían fallecido. Apenas teníamos un habitáculo para poder reposar cuando estábamos de guardia, o comíamos algo en condiciones. Nosotras éramos las que administrábamos tanto el alimento como las medicinas, por eso siempre terminábamos cenando sobras, y a veces ni siquiera eso.
Recuerdo las primeras dosis de una costosísima penicilina que suministrábamos con cierto escepticismo solo a determinados pacientes. Se presentaba en una pequeña botellita de cristal marrón con un polvo blanco en su interior. Había que disolver ese polvo en una solución salina, y administrarlo vía intramuscular al paciente, esperando a que su efecto fuera aún mejor que el de las sulfamidas. Aquella no sería la única vez que pondría en práctica los avances de la ciencia con mis propias manos, aunque supongo que por aquel entonces era demasiado joven como para valorar todo ese progreso que se estaba experimentando en plena guerra.
Pasaron veloces los días por esos pasillos de ventanas estrechas, de calles empedradas, intentando hablar un idioma que nunca se me daría bien. Eran jornadas interminables en las que no tenía tiempo ni de mirar al cielo como hacía en Dover. Si lo hubiera hecho, habría comprobado cómo las banderas de la Alemania nazi iban vistiendo los balcones de la ciudad. Poco a poco, los efectos de la dominación se asentaron en la rutina de los holandeses, por muy desagradable que esta fuera para ellos. A veces me tropezaba con alguna chica de mi edad, con la estrella amarilla cosida en la manga de su abrigo, cruzando la calle con rapidez hacia las fábricas donde aún les permitían trabajar y me preguntaba qué sería de ella en unos meses, unas semanas o unos días. Me habían conmocionado tanto aquellos acontecimientos que trabajaba sin descanso, como tratando de purgar alguna pena de la que no podía liberarme. Me sentía culpable, mi bisabuela era judía, yo me llamaba Leah por ella, pero tuvo que abandonar su religión al casarse con mi bisabuelo, y así fue como su bisnieta nació sin conocer nada de su cultura. Quizás por ello me levantaba cada mañana con la única idea en la cabeza de ayudar a toda esa gente, olvidándome hasta de mí misma, solo por agradecer el hecho de no ser judía gracias a ese sacrificio.
Fue gracias a la detallista Vera que, a pesar de la desazón que crecía en mí, no pude ignorar algo tan baladí como el día de mi cumpleaños. Mi compañera tenía esa capacidad innata de sorprender. Era un torbellino de emociones concentrada en una sonrisa traviesa, con aquellos ojos de color esmeralda y ahora una melena muy rubia que había teñido gracias a sus amistades en el mercado del estraperlo. Era la amabilidad personificada cuando sabía que iba a conseguir algo a cambio, y muy disciplinada en el trabajo cuando le merecía la pena serlo. ¿Interesada? No, más bien yo la definiría como una superviviente. Por lo poco que habíamos hablado de nuestro pasado llegué a saber que se quedó huérfana muy joven y aquello había marcado su personalidad sin remedio. Era tan desconfiada que comía agarrando su plato, sin embargo, cuando demostrabas ser su amiga, era capaz de defenderte aunque fueras culpable.
Deduje tiempo después que aquellos planes de los que me había hablado antes, esos que había compartido con su prometido, quizá solo fuesen los sueños rotos de un joven soldado. Casi podía verlo pidiéndole matrimonio al segundo día de conocerla. Vera era ese tipo de chica especial con la que todo hombre desea cruzarse una vez en la vida. De belleza exótica, extremadamente sensual y muy astuta. Los hipnotizaba como una serpiente venenosa para conseguir de ellos lo que quería. Se contoneaba delante de su presa, para engatusarlos como si fuera la droga más dura que hubiesen probado nunca. Yo veía sus reacciones cuando trataban de hablar con ella por los pasillos del hospital, hombres casados que se ponían en evidencia solo por cortejarla. La mayoría de las veces ella los ignoraba, y sus gestos de hastío me provocaban la risa, aunque