¿Nos conocemos?. Caridad Bernal
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Me puse a caminar sin rumbo fijo, esquivando a la gente sin mirarla: «¿Cómo supo James que ese era mi abrigo? ¿Me vio entrar junto a Vera? ¿Se fijó en mí desde el principio?». Sacudí la cabeza después de formularme aquellas preguntas. No debía pensar más en él si no quería terminar paranoica.
Al final de la calle, bordeando la esquina, me giré y busqué a Vera asomada a su ventana. Era como si hubiese sentido su mirada clavada en mi espalda durante todo el camino. En el tercer piso de aquel viejo edificio estaba ella. Asomada, mirando al horizonte semidesnuda, fumando un cigarrillo como si no hubiese nada mejor que hacer. No parecía tener frío, en realidad, no parecía de este mundo. Tan bonita incluso en ese momento.
De camino hacia el hospital subterráneo una duda me asaltó de repente: ¿Por qué había dejado que Vera me siguiera besando? ¿Por qué no la aparté de mis labios desde el principio? No podía engañarme a mí misma, sabía de sobra la respuesta: Quería aprender a besar. Quería hacerlo bien, como lo haría Vera, para cuando estuviese con James. Así de segura estaba de que volvería a verlo.
Sí, era ridículo y contradictorio. Por una parte, me avergonzaba mi comportamiento y no quería encontrarme con él después de haber huido de aquella manera tan estúpida, pero por otro lado estaba deseando que apareciera ante mis ojos. Y es que, por muy ingenua que fuera, presentía que no sería la última vez que nos cruzaríamos en esta guerra, que a partir de ese primer encuentro seguiríamos unidos a pesar de todo. Era un sentimiento tan fuerte que me hacía daño, como si mi cuerpo intuyera algún tipo de dolor inminente. Pero decidí no ahondar más en esos pensamientos tan oscuros, porque lo que yo sentía por él no lo era en absoluto. Estaba enamorada. Cada vez que repetía su nombre en mi mente, mi corazón se aceleraba. Nunca había sentido algo así por nadie, y en mi interior me decía que no tardaría mucho en verlo de nuevo. Me aferré a esa idea un tanto alocada, fue un motivo más para seguir allí.
Miré al cielo antes de entrar a trabajar. No se oían aviones sobrevolando el cielo, así que respiré aliviada. Tal vez aquel fuese un día tranquilo.
Capítulo V
How deep is your love (Bee Gees)
Vera entró en casa de su madre con su propia llave. No recordaba la última vez que la había visto dormida, pero ahora estaba roncando frente a la máquina de escribir que le había regalado. Debió de quedarse escribiendo hasta las tantas de la madrugada y por eso ni siquiera se había despertado con el ruido de la puerta. Se sentó con cuidado a su lado y se puso a ojear las últimas páginas que llevaba escritas. ¡Más de cincuenta! Cuando comenzó a leer encontró un par de faltas de ortografía y errores gramaticales, pero en seguida se olvidó por completo de su carácter docente y se enfrascó en la lectura. Sin duda había sido un acierto el uso de la primera persona, como si una jovencita la hubiese poseído para dar rienda suelta a su imaginación. Era asombroso el detalle con el que contaba cada uno de los encuentros con su padre: ¿cómo podía haber mantenido bajo llave todos esos sentimientos? ¿Cómo podía haber cambiado tanto con el paso del tiempo? A veces dudaba de que fuera su madre la enfermera que contaba esas cosas, pero no podía ser de otro modo. No podía estar mintiendo al confesar todo aquello.
De pronto, Leah notó la presencia de su hija y comenzó a despertarse. No sabía cuántas horas llevaría allí dormida, el tiempo suficiente como para que sus cervicales la castigaran al incorporarse.
—Buenos días. —Bostezó somnolienta, y entonces recordó qué había estado haciendo antes de caer en un sueño profundo.
No iba a ser tan fácil escribir esa historia que llevaba en la cabeza. Recordar aquellos días levantaba viejas heridas, los remordimientos volvían para hacerle sentir muy culpable por ciertas cosas que pasarían en breve. Algunas escenas se representaban tan vivas ante sus ojos que casi podían hacerle perder el juicio. Ese era el castigo que debía sufrir por despertar a los viejos fantasmas del pasado, esos que ya creía bien enterrados.
Vera aprovechó la ocasión para preguntarle a bocajarro a su madre:
—¿Por qué nunca me lo habías contado? ¿Por qué siempre que te preguntaba me ponías excusas? No lo entiendo, mamá. ¿Por qué has permanecido en silencio todo este tiempo?
Leah no respondía, el dolor podía con ella, pero su hija alargó el brazo hasta alcanzar su mano. Una mano que seguía siendo fina y muy blanca, pero ya con algunas pequeñas manchas sobre la piel debido a la edad.
—Se lo prometí a tu padre, me pidió que jamás volviéramos a esos días. —La mirada vidriosa de Leah hizo comprender a su hija—. Cariño, no te engañes, esta historia solo tiene una protagonista: la guerra. Con tan solo dieciocho años me despedí de mis padres para vivir una vida completamente distinta a la que ellos habían pensado para mí. Maduré rodeada de sangre y muerte. Si alguien me hubiese dicho a qué iba, me habría quedado en casa. Incluso trabajando en alguna fábrica de armamento, como hicieron algunas chicas de mi edad, habría estado mejor. Aún no se me han olvidado algunas de las sensaciones que experimenté en aquella época. Recuerdo, como si fuese ayer, el olor de los soldados heridos. Cuando llegaban a nosotras ya estaban casi muertos. Cada día, estuviera donde estuviese, era más que evidente el miedo con el que me despertaba. Sin embargo, aprendí a tragármelo todo al vestir mi uniforme de enfermera. Yo seguía viva mientras a nuestro alrededor se desangraban los hombres sin poder hacer nada más que cerrarles los ojos cuando dieran el último suspiro. Por eso respeté su decisión, y por él estuve en silencio, aunque tú no hacías más que pedirme que te contara esta historia. Tu padre se merecía olvidar los horrores que vivimos. Lo quería tanto que cerré la llave del pasado para crear juntos un nuevo futuro.
Vera permaneció en silencio, sin moverse. Pensaba en las solemnes palabras de su madre. El amor que se habían profesado sus padres era mucho más grande del que ahora le unía a su esposo. Ella ahora también callaba un secreto, su matrimonio no iba bien. Algo se había marchitado en su relación de pareja. Entre ellos no había chispa o pasión, pero temía decírselo a su madre. Su carácter luchador la animaría a seguir juntos. Pero ella ya estaba cansada de querer a alguien que no demostraba su amor, que no se esforzaba por mantener viva una unión que debía basarse en el respeto mutuo. Ya no había nada entre ellos, solo sus hijas.
Todo empezó cuando asumió como propia la decisión de dejar de trabajar para cuidar a Samantha y a Bonnie. Cuando apartó a un lado algo que formaba parte de ella, haciendo que se perdiese en la sombra de sí misma. Vera Baker era profesora de Lengua y Literatura en un instituto cuando conoció a John, entonces solo un becario en el ayuntamiento con ganas de cambiar el mundo. El tacto de aquellos papeles mecanografiados por su madre le había recordado los exámenes que corregía, devolviéndola a esas clases en las que se atrevían a discutir sobre los monólogos de Shakespeare o las poesías de Lord Byron. Nunca debió dejar aquello que tanto amaba, o al menos, no de manera definitiva.
Leah observaba con atención a su hija mientras esta meditaba sobre su vida, y de manera inconsciente intuía que algo no andaba bien. Sin embargo, sabía que Vera no le diría nada. Como si hubiese heredado esa actitud orgullosa de su tocaya, nunca le confesaría que era infeliz, aunque fuera más que evidente para una madre.
—¿Quieres un té, querida? Aún no he desayunado, ¿te apetece tomar algo? —decidió preguntarle al levantarse e ir a la cocina para distraer su mente.
Ambas se dieron cuenta de que deseaban pasar la mañana del domingo juntas, quizá con la excusa de corregir aquel texto, pero con la sensación