¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

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cosas que las demás no podríamos ni imaginar, como ese maquillaje que compartíamos, o los vestidos y cajas de bombones que le regalaban.

      Quizá fue con un despliegue de sus mejores virtudes como logró convencer a tres músicos para que entrasen al hospital donde trabajábamos. Los jóvenes y sus instrumentos irrumpieron tocando Brazil, mientras ella alzaba una especie de galleta con azúcar con una única y gastada vela que simbolizaba mis recién estrenados diecinueve años. Ese fue el mejor regalo que he tenido, y lo recordaré toda mi vida. Todos los allí presentes, pacientes y cuerpo médico incluido, empezaron a mirar extrañados hacia el lugar de donde provenía la música. Vera encabezaba el desfile, saludando con su sonrisa almibarada y esforzándose para que la llama no se consumiera antes de llegar hasta mí. Nadie se atrevió a decirles nada y, conociendo a mi amiga, fue lo mejor para no estropear aquel día. Me hizo sentirme como la protagonista de esas películas que ya no veíamos. Nunca sabía cómo se las ingeniaba, pero conseguía que la odiase y la quisiese al mismo tiempo.

      —Pide un deseo, Leah —susurró después de haber estampado un beso en mi cara, marcando en mi mejilla el sempiterno color rojo de sus labios.

      Sabía que era imposible. Que cruzarse dos veces en esta vida con una persona era mucha casualidad, y que tres ya sería pura fantasía. Pero lo único que pedí ese día fue volver a ver al sargento James Baker. Quería pedirle disculpas por haber huido de aquella forma repentina, sin darle ninguna explicación aparente.

      —Ya está —dije después de haber soplado la vela, no queriendo darle mucha importancia al hecho de pedir un deseo tan fuera de mi alcance.

      —¿Y qué has pedido? —preguntó con interés mi compañera, aunque estaba segura de que yo no le diría nada.

      —Vera, tenemos trabajo —le recordé mirando a nuestro alrededor, roja de vergüenza por ser el centro de atención de todos los allí presentes.

      Los músicos se despidieron de su público con aplausos, mientras el resto de compañeras reanudaban la tarea. Vera los despidió sin alejarse de mí, lanzándoles cariñosa un beso al aire. Beso que uno de ellos cogió al vuelo con un simpático gesto.

      —¡Oh, vamos! Después de lo que me ha costado que viniesen hasta aquí esos músicos… —masculló poniendo los ojos tristes y la boquita de piñón.

      —No creo que te haya costado mucho convencerlos —respondí con seguridad, lo que mi amiga no pudo soportar. Yo era inmune a sus sobornos, la conocía demasiado bien.

      Vera se cruzó de brazos y guardó silencio. Estuvo observándome trabajar un largo rato hasta que volvió a pegarse a mí con la sonrisa de la victoria dibujada en su rostro.

      —Ya sé qué te pasa.

      —¿Y qué me pasa? Si puede saberse… —traté de disimular mi desconcierto mientras enrollaba unas vendas que habían lavado y ya estaban secas.

      —Sé lo que has pedido. —Y acercándose a mi oído, murmuró en un tono muy misterioso—: ¿Y si yo te dijera que lo he visto?

      Aquella pregunta me bloqueó por completo. Sabía que Vera era muy lista, que podría leer en mi cara lo que sentía por James, aunque tratase de negárselo cien veces, por eso me giré de inmediato hacia ella demostrándole que no se equivocaba:

      —¿Lo has visto? ¿Aquí? ¿En Ámsterdam?

      —Sí, amiga mía, tu queridísimo sargento, el apuesto James Baker está en la ciudad —dijo mirándome a los ojos muy fijamente, dejándome bien claro que no mentía al decir aquello.

      Y aunque oír esa noticia me desbordó de alegría, ni siquiera pude sonreír. No quería hacerme ilusiones, la ciudad entera estaba ocupada por el ejército alemán, de manera que si el sargento Baker estaba aquí, sería corriendo un peligro extremo.

      —No puede ser, ¡mientes! ¿Cómo es posible que lo hayas visto aquí? —exigí intentando no alzar mucho la voz.

      Vera salía de vez en cuando con sus amistades. A veces solo era una copa, otras, no volvía a casa hasta la mañana siguiente. Aunque nunca me lo dijera, imaginaba que para divertirse la llevarían a esos sitios clandestinos, secretos para la mayoría, donde todavía se podía beber alcohol a un precio razonable y escuchar música no alemana. Yo hacía tiempo que había dejado de molestarme por eso, y ella a cambio había dejado de insistir para que saliésemos juntas. No nos juzgábamos, nos creíamos felices por tener el control de nuestras vidas.

      —Sabes que yo no te engañaría con algo así, sé lo mucho que te importa. Y te alegrará saber que sigue tan guapo como siempre, aunque ahora no lleva su uniforme, claro.

      —¿Dónde lo has visto? ¡Llévame hasta allí, por favor, Vera! —rogué, provocando una carcajada fácil en sus labios rojos. Se burlaba así una vez más de mí.

      Ahora que tenía mi interés, no soltaría prenda sobre su paradero. Así era como hacía para sentirse especial, poderosa: manejando información que el resto no conocía. Después de todo, en eso se basaría el éxito de esta guerra.

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