¿Nos conocemos?. Caridad Bernal
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу ¿Nos conocemos? - Caridad Bernal страница 2
Para mi ahijada Caridad Añó,
y para todas aquellas jóvenes promesas de la literatura.
Capítulo I
I’ll never smile again (Frank Sinatra)
El 18 de junio de 1940, el Evening Standard publicó una caricatura de David Low. En ella se mostraba a un soldado británico de rostro sombrío, parado sobre una roca, en medio de un mar tormentoso. Este hombre agitaba su puño ante un escuadrón de bombarderos enemigos que se acercaba a través de un cielo negro, la leyenda decía: Muy bien. Solo.
Así me sentía yo en aquel barco hospital con destino a las costas cercanas de Dunkerque, sola a pesar de estar rodeada de chicas que no sabían a lo que se iban a enfrentar en cuestión de horas. Éramos un grupo de jóvenes enfermeras de la Cruz Roja, todas voluntarias para servir en aquella misión. Recibimos un entrenamiento militar intensivo, ya que de ello dependía nuestra supervivencia, y nos adoctrinaron durante semanas bajo una recia disciplina marcial. Habíamos aprendido a subir a un barco mediante una soga, saltar a un bote salvavidas, e incluso nos obligaron a atravesar alambradas y barricadas para evitar el fuego enemigo. No éramos más de cincuenta patriotas inglesas que, con un elevado desconocimiento de las complicaciones de aquella aparatosa operación, nos embarcamos de madrugada en aquel buque para ser las protagonistas de una verdadera hazaña.
Justo un año después de aquel repliegue de tropas en el que me encontraba inmersa, el gobierno declararía disponible para el servicio militar a las jóvenes solteras entre veinte y treinta años. La crudeza de la guerra se impuso a las nobles costumbres inglesas, y la muerte de miles de nuestros hombres hizo que fuese necesaria la inclusión de mujeres de todas las clases sociales en el conflicto bélico. Sí, eso sucedería un año después de nuestra llegada a Dunkerque, pero por el momento nosotras éramos todavía una excepción en aquel escenario.
Íbamos a recoger a esos soldados heridos que nos esperaban en el norte de Francia. Nos habían hablado tanto sobre ellos los últimos días, que hasta había soñado con este momento. En mis fantasías me veía actuar como si estuviera en el interior de un cinematógrafo, esa artista de la cinta en blanco y negro que se suponía que era yo, tenía unas asombrosas habilidades como enfermera y conseguía ayudar a todos de manera ejemplar. Estaba claro que era una utopía, pues nada más llegar a mi destino descubría tener una entereza digna de admiración, y la crisis se resolvía en pocos minutos gracias a mi presencia. Por supuesto, solo fue un bonito sueño y no se cumplió de ningún modo.
Ese día fue mi primer paso hacia la madurez, hacia la situación que estaba viviendo. Una verdadera bofetada de realidad que me dolió en el alma durante semanas. Oculta por unos padres sobreprotectores, en el seno de una familia adinerada que hicieron todo lo que les fue posible para que mirase hacia otro lado, la guerra y sus consecuencias tardaron mucho en hacerse oír en mi casa.
Todo empezó a cambiar a mi alrededor cuando mi hermano mayor decidió alistarse, después de haber llenado el salón de gritos y protestas por primera vez en nuestras vidas. Por aquel entonces era muy pequeña e inocente, aún más que cuando me fui a Dunkerque, así que no entendía nada y creía que todo el enfado de mis padres se debía a la ruptura repentina de su compromiso.
—A mí tampoco me gustaba esa chica —me sinceré con Frank cuando volvió a casa al cabo de dos días, después de haber cogido el coche de papá sin su permiso.
Mi hermano, de tez morena y ojos claros, tan guapo que volvía locas a todas sus amigas, me recibió con afecto cuando me senté junto a él en la cama de su dormitorio. Esa que apenas utilizaba por estar en la universidad. Dibujó entonces una mueca amarga en sus labios y murmuró con tristeza:
—Tienes razón. No encuentro a nadie que pueda competir contigo, hermanita.
Aquella frase me hizo sonreír, apoyada en su regazo mientras él me acariciaba el cabello, creyéndome que era verdad que no hubiese joven alguna que pudiera comparárseme, pues solo yo le hacía reír a carcajadas con mis historias.
Ahora que me viene ese recuerdo, y me veo tendida en aquella cama bajo el calor de sus caricias, solo lamento no haber sido más espabilada. No haber prestado más atención a sus palabras. Ojalá le hubiese aconsejado mejor o, al menos, saber el motivo real de aquella fuerte discusión con mis padres.
Las