¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу ¿Nos conocemos? - Caridad Bernal страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
¿Nos conocemos? - Caridad Bernal HQÑ

Скачать книгу

temporal a los Estados Unidos.

      Aquel destino habría sido la golosina perfecta para engatusar a mi yo del pasado, pero en esos momentos estaba decidida a dar el cambio, crecer de una vez por todas y hacer de mi voluntad un escudo ante cualquier posible distracción. Me daba igual que se enfadasen conmigo, que me dejasen de hablar o me desheredasen. Tenía que tomar las riendas de mi vida como hizo Frank y, si me querían, terminarían comprendiéndolo.

      «Adelante, Leah», creí escuchar una voz en mi interior.

      Algo que siempre anhelé durante los años que permanecimos juntos y que ahora nunca podría ver cumplido era ver a mi hermano orgulloso por algo que yo hubiese hecho. En casa todos lo idolatrábamos por las estupendas notas que sacaba, siempre destacando en todos los deportes, y más tarde también en la Marina. Pues bien, ahora me tocaba a mí. Debería aplicarme de veras en mi trabajo como enfermera si quería que, aunque fuese allá en el cielo, me sonriera como solía hacerlo cuando conseguía algo después de haberlo intentado con él cientos de veces. No quería que nadie más muriera. Que ningún hermano, marido o padre, dejase para siempre a sus seres queridos por culpa de la guerra. Aquel ímpetu entusiasta hizo que al inscribirme me confundieran con una enfermera ya diplomada. Error que, quizás por cortesía o más bien por profunda idiotez, no quise corregir. Detalle sin importancia que hizo que me adjudicaran un puesto de triaje para el que, por supuesto, no estaba cualificada. Pero de eso ya me daría cuenta más tarde, en aquel momento solo podía asentir con la cabeza a todo cuanto me preguntaban esas mujeres que me ayudaron a firmar los papeles de mi solicitud, sin saber en realidad dónde estaba metiéndome.

      Después de salir de aquella oficina, empecé a dudar de mis más que básicos conocimientos sobre Medicina. Ir a esas clases me servía como pretexto, gracias a ellas yo podía salir de casa y hacer cuanto quería. De modo que ninguno de mis familiares sabía hasta qué punto estaba aplicándome en aquellas materias. Si se hubiesen encontrado con alguno de mis profesores, habrían sabido que era conocida en la escuela, pero no precisamente por mi brillantez en las respuestas, sino más bien por la ausencia de ellas. Por eso, cuando subí a ese barco aquel día, mis piernas no temblaban porque no supiera nadar (como les pasaba a algunas de mis compañeras), más bien porque empezaba a lamentar haberme presentado voluntaria a semejante tarea.

      Ya en el buque de la Cruz Roja volvieron a repetirnos cómo segmentar la entrada de pacientes en función de la magnitud de sus lesiones, y en esa ocasión sí que fui toda oídos. Llegué a pensar que aquel puesto, en realidad, era una bendición para mí, porque no tendría a nadie bajo mi supervisión en un principio. No podía soportar el hecho de que alguien muriese bajo mi cuidado debido a una estúpida mentira.

      —¡Eh, chica! Deberías esconder tus anotaciones, no inspiras mucha confianza, ¿sabes? —dijo la enfermera que estaba sentada junto a mí y que había comenzado a leer mis apuntes por encima del hombro. Su advertencia me asustó tanto que hizo que ocultase de manera mecánica bajo mi propio asiento ese cuaderno de la escuela de enfermería, el mismo que había llevado bajo el uniforme hasta ese instante. Estaba tan nerviosa que ni siquiera lo leía, pero tenerlo en mis manos me daba seguridad—. Perdona, no me he presentado —añadió con una amplia sonrisa que seguro habría pintado de rojo de haber tenido a mano algo de maquillaje—. Me llamo Vera, Vera Adams. Creo que nos han puesto juntas.

      —Leah Johnson —dije ofreciéndole mi mano para estrechar la suya.

      Vera pestañeó un par de veces ante aquel gesto tan formal, y respondió con un abrazo como si fuéramos amigas de toda la vida. Después de todo, íbamos a pasar juntas por una prueba de fuego y era algo urgente hacerse íntimas. Conociéndola sé que, si hubiese tenido tabaco a mano en ese momento, me habría ofrecido un pitillo solo para romper el hielo.

      Mi querida Vera era de esas chicas que inspiraba seguridad y confianza. Alguien carismático, especial. Muy especial. Tanto que parecía brillar con luz propia, encandilando a los que estuvieran a su alrededor. De cara angulosa, pómulos prominentes y unos seductores ojos verdes secuestrados bajo el tapiz de unas oscuras pestañas. Todo en ella, incluso esa nariz chata que tanto odiaba, provocaba que las miradas de los hombres siempre terminaran volviendo a su curvilínea figura. Si hubiese dependido de ella, la falda de nuestro uniforme habría sido un palmo más corta, y el uso de un cinturón ancho para marcar la cintura, obligatorio.

      —Está bien, Leah —se dirigió a mí con la misma naturalidad con la que trataría después a sus pacientes, haciendo que llegasen a dudar si la conocían ya de antes o no—. Si vas a ser mi compañera en este maravilloso crucero por el Canal, lo primero que tengo que arreglar aquí es esa cofia.

      No llegué a entender muy bien el sarcasmo de Vera, que en seguida se prestó muy hacendosa a arreglarme el tocado. Mi melena castaña se perdió entre sus dedos para conseguir algo de la nada. Pero se desesperó al tercer intento:

      —¡Diablos! ¿Por qué no te has rizado el pelo como hemos hecho todas? Tienes el pelo más fino que he visto en mi vida. ¡Así es imposible! —Aquella maldición me pareció un poco absurda. Se suponía que debíamos prepararnos para un infierno, no acicalarnos para un baile.

      —¿No estás nerviosa? —pregunté saliendo de mi mutismo cuando me puso de nuevo frente a ella para ver el resultado de sus gráciles manos.

      Yo no tenía una gran sonrisa seductora como la suya, ni dejaba a nadie sin aliento con solo mirarlo, pero ella había conseguido que mi aspecto mejorase un poco gracias a su peinado.

      —Intento no pensar en lo que va a suceder. Si lo hiciera, querida, estaría tan histérica como tú. Es solo un duro día de trabajo, nada más.

      Y, con un guiño de complicidad, dio por zanjada aquella conversación. Vera no perdía mucho tiempo hablando de lo que no quería, y su manera de frivolizar las cosas hacía que se enfrentara a ellas con la mente lúcida.

      Muy pronto todas seríamos testigos de cómo más de trescientos mil soldados franceses, británicos, belgas y canadienses conseguían escapar sin remedio de la invasión alemana. Huyendo bajo un bombardeo constante, una pesadilla que solo acababa de comenzar.

      Empezamos a oír el zumbido de las bombas al caer y todas dirigimos las cabezas hacia los portillos para ver si desde allí se divisaba algo. Sobrevolaba sobre nosotros el fantasma de la muerte mientras cruzábamos las aguas. En cuanto nos acercamos un poco más, pudimos escucharlos con claridad: era la Luftwaffe, los aviones alemanes. Ocho barcos hospital con el emblema de la Cruz Roja, como en el que me encontraba, se desplegaban por la zona para llevar a cabo su propósito. Uno de ellos fue hundido nada más llegar por la artillería nazi. Jamás había oído un estruendo parecido, pero el temblor en nuestro propio barco hizo que todos supiésemos de qué se trataba: éramos su objetivo y estábamos a tiro, sería solo cuestión de suerte que no nos dieran. Al poco escuchamos un agudo silbido bajo el agua, el que provocaba la trayectoria de otro torpedo. Pasó muy cerca, desestabilizándonos, pero no nos dio. Podíamos seguir respirando por el momento. Y así fue como me di cuenta de que aquella guerra no entendía de reglas ni acuerdos, no se respetaba nada, ni siquiera a los heridos ni a los enfermos.

      —¡A sus puestos! —gritó un marinero que venía de cubierta, alertándonos a todas.

      Su voz de mando nos levantó de nuestros asientos de manera automática. Ante la confusión repentina, Vera me cogió de la mano y la apretó con fuerza, guiándome hacia el lugar que nos habían asignado. Quizá ella estuviera tan nerviosa como yo en ese momento, pero sabía disimularlo muy bien.

      Solo estuve media hora junto a ella, aunque quizá fueron los peores treinta minutos de mi vida. Mi memoria ha preferido olvidar los detalles más macabros, pero no se me han olvidado las caras. Los rostros de esos jóvenes que habían llevado a sus compañeros heridos,

Скачать книгу