¿Nos conocemos?. Caridad Bernal
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Me sintiera o no una enfermera en ese momento, confiara más o menos en mis conocimientos, el sentimiento que me inspiraban aquellos muchachos de misericordia y espíritu de servicio fue el que me hizo sobreponerme con tanta rapidez. Quería ayudarles sanando sus heridas y levantándoles el ánimo, diciéndoles que nadie los iba a ver en casa como unos perdedores porque hubieran huido, pues habían logrado salir con vida de allí. Era una derrota, sí, pero no el fin de la guerra. Con su vuelta aún había esperanza, y eso era lo más importante.
—Como verá —comenzó a decir el doctor Kitting a aquel oficial, apartándome de mis pensamientos—, he vuelto en buena compañía. Esta jovencita se llama Leah Johnson, es una excelente enfermera que tengo la suerte de conocer muy bien y viene a curarle esa fea herida de inmediato. Le prometo, sargento Baker, que cuando termine ni siquiera verá la cicatriz.
Las bromas del amigo de mi padre me pusieron en un aprieto. Habría deseado que su presentación fuese otra muy diferente, pero después de toda aquella sarta de mentiras, solo pude sonreír por pura timidez.
Aquel hombre, sentado en la camilla con la camisa abierta y el pecho descubierto, me miró a los ojos sin disimulo, provocando de inmediato un ligero rubor que hizo arder mis mejillas.
—Señorita Johnson —conseguí escuchar a pesar del caos que nos rodeaba. El sargento incluso tuvo el detalle de inclinar la cabeza ligeramente hacia mí, demostrando una exquisita educación incluso en una situación como aquella—. Es un placer conocerla —continuó después de que el doctor nos dejase a solas.
—Encantada —respondí cabizbaja.
No estaba preparada para tanta atención, y menos la de un desconocido como aquel, cuya sola presencia imponía por la fijeza de su mirada, consiguiendo que yo tampoco pudiera apartarme de él. Aquella calma insólita que emanaba todo su cuerpo me atraía de forma inexplicable.
Para empezar, me alivió comprobar que podía hablar con corrección, sin alaridos de dolor. Eso me ayudó a sentirme más segura. Sin embargo, los inescrutables ojos grises de aquel hombre me decían de forma clara que no confiaban en mí a pesar de los halagos del doctor. Escudriñaba en mi interior hasta provocar mi palidez, atravesando cualquier fina pátina de pensamiento con su actitud inquisitiva. Me inquietaba que no apartase ni un segundo la vista de mí, sin interesarse más en nuestro entorno por muy confuso que este fuera: «Pero ¿quién se suponía que era para observarme así? ¿Acaso creía conocerme?». Sentí un hormigueo en la boca del estómago mientras me acercaba a él, y deseé que mis manos no fueran pura gelatina al contacto sobre su piel caliente.
Decidida a empezar de una vez, no tuve más remedio que apartar la mirada algo cohibida, pero, a pesar de que yo fingía no verlo, le seguía por el rabillo del ojo mientras terminaba de quitarse la camisa manchada de sangre. Me resultó imposible no fijarme en su torso o en el vello castaño que descendía desde su pecho hasta su abdomen, formando una hilera estrecha que se perdía en el interior de sus pantalones. Una exhalación inocente se escapó de mi boca al comprender que él había seguido el recorrido de mis ojos por su propio cuerpo. Levanté la vista escandalizada por aquel desliz, encontrándome con una sonrisa ladeada y divertida. Mi rostro viró a un bermellón oscuro, y durante unos segundos dudé en salir corriendo de aquel barco para esconderme bajo las aguas más profundas del Canal. Era lógico pensar que me sucedería algo así, ya que ningún hombre (aparte de mi hermano) se había desnudado delante de mí.
Uno, dos, hasta puede que tres segundos permaneciese en la completa inopia. Perdida en aquellas pupilas oscuras y afiladas como cuchillos que se estaban adentrando en mi interior, que no perdían detalle del espectáculo que estaba dando, hasta que le oí decir:
—La herida está en el hombro —me chivó en un susurro casi imperceptible, como si ambos estuviéramos en un examen.
—Gracias —llegué a decir completamente avergonzada. Y tuve que sacar algo de aire de mis pulmones para poder sobreponerme—. Puede que… —me tembló la voz al principio— puede que esto le escueza un poco.
Quise avisar al aplicar el antiséptico, concentrándome en aquella herida como si no hubiese sucedido nada.
El sargento Baker borró de inmediato su sonrisa y mantuvo una expresión dura en su rostro mientras yo trabajaba. Seguía dudando de lo que estaba haciendo. Seguro que le parecía demasiado joven y era más que evidente que así era, pero que llegase a dudar de mi presencia allí me incomodaba. ¿Sería capaz de descubrir mi farsa?
Me erguí de hombros para ganar altura e inspiré hondo para infundirme valor, no quería que nadie me viese como una niña impresionable, y menos ese tipo que me alteraba tanto sin saber muy bien por qué. Empecé a lavar la herida intentando parecer lo más profesional posible mientras sentía su respiración pausada sobre mí. Había girado el rostro hacia su hombro herido, donde yo estaba trabajando, y me observaba con curiosidad, sin queja alguna a pesar de la sangre derramada. Mucha de ella, sin embargo, pude comprobar que no era suya. Tal vez fuera la de su compañero, un tipo algo mayor que él, al que el doctor Kitting le estaba haciendo un torniquete de emergencia a pocos metros de nosotros.
—¡Vamos, George! No te quejes así. Tan solo te han disparado, ¿qué esperabas, con la suerte que tienes? —exclamó el sargento bromeando sobre esa herida, pues su amigo no hacía más que gruñir de dolor.
George no contestó palabra alguna, rugía como un león hasta que el doctor le inyectó morfina. Al escuchar poco después un suspiro de alivio salir de sus labios, ambos nos miramos a los ojos, agradecidos por no tener que escuchar más sus lamentos. En ese instante, al comprobar que los dos habíamos reaccionado igual, sonreímos haciendo saltar esa chispa de complicidad que hizo que una extraña ola de calor me invadiese por completo.
—¿Cuántos años tiene, enfermera? —me preguntó de repente, y su voz paralizó mis sentidos, recordándome que estábamos a muy pocos centímetros de distancia el uno del otro. Su tono no fue distante, sino mucho más agradable y familiar de lo que habría imaginado en mis pensamientos. La verdad era que, a diferencia del resto, él no parecía preocupado por sus heridas o por salir con vida de allí, como si tuviese la certeza de que todo estaba bajo control. Admiré su pasmosa tranquilidad, como si solo yo fuera importante. Algo que, por otro lado, me ponía aún más nerviosa de lo que ya estaba.
—Veintitrés —mentí, evitando sus ojos de manera forzada, provocando que sus labios apretados por el dolor consiguieran inclinarse hacia arriba esbozando una sombra de ligera sonrisa—. Veintiuno —rectifiqué de inmediato, arrepintiéndome en seguida por seguir mintiéndole en algo tan absurdo como mi edad.
Había algo que me perturbaba por completo en aquel oficial que seguía observándome sin recato alguno, haciendo que fuera imposible concentrarse en suturar su herida. Me inquietaban sus labios. Tenían un corte muy cerca de la comisura izquierda y estaban secos y enrojecidos. Tenía que hidratarse, como el resto de los soldados que nos rodeaban, pues llevaría horas sin beber nada de agua. Vi además las palmas de sus manos sobre la tela del pantalón, con pequeñas heridas leves que ya habían cicatrizado sin infectarse. Su pecho bajaba y subía, dando muestras de una respiración relajada, al contrario que la mía, que se aceleraba por momentos. Hasta ese oscuro mechón de pelo que rozaba su ceja me trastornaba. Esa intensidad en su mirada provocaba algo en mi interior, como si me llamase sin mover los labios. Apenas habíamos cruzado dos frases, pero había algo familiar en su trato, algo que me resultaba imposible precisar.
—¿Está segura de que esa es su edad, señorita Johnson? —preguntó de nuevo el sargento mirándome con descaro y haciendo un gesto divertido al levantar su ceja de manera exagerada.
Aquella