¿Nos conocemos?. Caridad Bernal
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George, su compañero, había caído en un profundo sueño, e incluso el doctor Kitting se había alejado de nosotros para ayudar a otros enfermos. Nadie parecía percatarse de nuestra conversación, como comprobé después de mirar a un lado y a otro.
—¿Tanto miedo tiene de que la descubran? —preguntó con atrevimiento, acercándose un poco más hacia mí.
No respondí, pero enrojecí al instante. Solo intentaba seguir trabajando, limpiando su herida con cuidado, aunque me resultase extremadamente duro concentrarme para hacerlo bien. El sargento Baker no quiso que le aplicase anestesia alguna. Decía que no quería drogas que pudieran aturdirle los sentidos, así que tuve que seguir desinfectando la zona con meticulosidad mientras rezaba para que no le provocase demasiado dolor. Sin embargo, aquel no era mi mejor día y, al intentar coger los restos de metralla con las pinzas mis manos temblaron de puro agobio, y los trozos se incrustaron aún más en su piel mientras él era testigo de todo aquel desastre. En ese momento no pude aguantar más aquella situación y el chasquido metálico de las pinzas al golpear con fuerza contra la bandeja de acero fue el sonido que despertó mi rabia. Yo podía hacer aquello, era fácil, pero no en esas condiciones. De modo que, levantando mis ojos con indignación hacia él, le confesé, siendo lo más sincera posible:
—En realidad, señor, tengo dieciocho años y ni siquiera he terminado enfermería. De hecho, iba a especializarme para ser comadrona cuando decidí alistarme. No recuerdo en qué momento acepté subir a este barco, pero lo cierto es que aquí estoy. Hace diez minutos me han echado de una sala porque he confundido a un hombre muerto con un herido, y aún no entiendo cómo me ha podido ocurrir, si era algo más que evidente. En los libros no te preparan para esto, se lo puedo asegurar. Es la primera vez que coso a alguien que está vivo, y solo espero que se me dé bien, porque el doctor Kitting conoce a mi padre y estoy segura de que hablará con él sobre mi trabajo aquí —respondí de corrido, consciente de que me escuchaba con suma atención a pesar del ruido que había a nuestro alrededor.
Él rodeó con sus pupilas el óvalo de mi cara, acariciándolo con su mirada lenta y analítica. Solo cuando se hubo hecho una idea mental de cuál era mi situación allí, me contestó con una sensibilidad inesperada:
—Estoy seguro de que su padre se sentirá muy orgulloso de usted.
Después de aquella frase, selló sus labios. Y, arrimando valiente su hombro a mis manos, se preparó mentalmente para aguantar las puntadas de una enfermera primeriza.
Inspiré agradecida cuando por fin apartó su mirada de mí, y solo entonces logré eliminar todo resto de metal en su piel. Fue mucho más sencillo de lo que habría imaginado, solo necesitaba concentrarme en lo que estaba haciendo. Así fue como, sin perder más tiempo, empecé a coser la herida abierta que quedaba cerca de su hombro, notando cómo los músculos de su brazo se contraían soportando el dolor que seguro le estaba causando. Durante toda la operación no emitió ni un solo quejido, aunque yo era muy consciente de que no le estaba haciendo cosquillas.
El sargento James Baker se quedó a mi lado con gesto tranquilo, y hasta me atrevería a decir que incluso feliz, a pesar de estar con la enfermera más torpe que fue a Dunkerque.
Capítulo II
Last dance (Donna Summer)
Cuando Vera descubrió aquellas hojas de papel escritas con la recta caligrafía de su madre, olvidadas en el interior de un libro de cocina, se sintió mareada por tanta información. Su mente se hacía más preguntas que nunca. No sabía cómo se habían conocido sus padres, pero tras saberlo, su curiosidad no hacía más que aumentar. Para empezar, ¿quién era esa tal Vera Adams? ¿Por qué nunca le habían hablado de ella si la habían llamado igual que a esa chica?
Nada le hacía imaginar qué podría haberle sucedido a su madre para que se decidiera a escribir por fin sus memorias o, al menos, rememorar esa escena que tantas veces le había rogado conocer. Ahí estaba la respuesta, en sus manos, en apenas unos cuantos folios doblados con la esperanza de que nadie los leyera. Su madre, en algún momento, había abierto esa puerta hacia el pasado, reviviendo en primera persona aquellos episodios históricos que seguro marcaron tanto su carácter, y después había decidido no deshacerse de ellos. O quizás no había podido hacerlo, se dijo Vera a sí misma pensando en su padre, ese oficial de misteriosos ojos grises que ya aparecía en el primer capítulo de esa singular biografía.
Aquella joven enfermera llamada Leah Johnson, que mentía de forma descarada sobre su edad, era ahora madre y abuela. Esa adolescente sin experiencia que había metido la pata hasta el fondo en Dunkerque, se convertiría con los años en una enfermera ejemplar. Había recibido tantos premios y condecoraciones a lo largo de su carrera, que nadie podría decir ahora que habría sido capaz de equivocarse mandando al quirófano a un hombre muerto. Pero así había sucedido, porque los comienzos nunca son fáciles para nadie. «Hasta las madres cometen errores», pensó Vera con los ojos humedecidos por la emoción.
Apartó la tristeza de su rostro con el trapo de cocina que siempre tenía a mano y salió a la calle por la puerta del jardín con una loca idea en la cabeza: comprarle a su madre una máquina de escribir. Obligarla así a que siguiese con aquella historia. Por eso había cogido las llaves del coche de John, su marido, que estaba tumbado en el sofá viendo un partido cuando la vio despedirse con la mano.
—¿Adónde va mamá? —preguntó la pequeña Bonnie, la hija de ambos, que jugaba con su hermana en la alfombra del salón.
—Ni idea —contestó John devolviendo toda su atención al televisor, mientras sus niñas se asomaban a la ventana y la veían arrancar el coche sin dar más explicaciones.
Vera condujo hacia el centro de la ciudad sin dejar de pensar en aquella historia que acababa de leer. Leah Johnson, que así se llamaba su madre antes de casarse, le debía aquellos recuerdos que tanto se había esforzado en ocultarle, manteniendo un secretismo que ni ella misma llegó a entender nunca. Estaba segura de que no habría sido nada fácil revivir esos días. Era apenas una adolescente cuando la guerra estalló, pero hablar acerca de lo ocurrido sería una manera de cerrar esa herida que jamás había cicatrizado por completo, la mejor forma de decirle adiós para siempre a ese triste y doloroso pasado.
Las barreras del paso a nivel se bajaron justo delante de Vera para bloquearle el paso, ahora le tocaría esperar más de cinco minutos para poder retomar su camino. La inquietud le hizo coger de nuevo los papeles escritos por su madre que había dejado en el asiento del copiloto, justo al lado de su bolso. Necesitaba hacer algo mientras pasaba ese maldito tren. Volvió a leer algunas frases que se le habían quedado grabadas en la mente, y la imagen de su padre se hizo más viva, tanto que comenzó a sollozar: «¡Dios, lo echaba tanto de menos!». Por eso le había sido tan fácil empatizar con aquella chica que se había sentido perdida ante la muerte de su hermano, algo similar le había ocurrido a ella tras la ausencia de su padre: «el sargento James Baker», se repitió en un susurro.
Aunque solo fuera a través de los recuerdos que se habían quedado anclados en su mente, a su madre debía de resultarle extraño volver a tener frente a ella a aquel apuesto soldado inglés, con el pecho descubierto, haciéndola enmudecer. Ella ni siquiera contaba con veinte años en aquel encuentro, no era más que una chiquilla inocente que nada sabía de la vida. Pero ¿y él? No habría llegado todavía a la treintena, se dijo Vera después de unos rápidos cálculos. También era muy joven, aunque la guerra ya le hubiese ensombrecido el rostro. Seguro que aquella foto en blanco y negro que aún circulaba por el salón de la casa de su madre, con un James Baker engominado como Clark Gable, era de aquella misma