¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

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carretera. Las barreras se habían elevado, el semáforo ya estaba en verde y algunos coches detrás de ella estaban impacientes por avanzar.

      Continuó la marcha, aunque no dejó de pensar en sus padres. Cada palabra escrita, por mucho dolor que causase, merecía la pena para descifrar el misterio de su silencio. Algo la había impulsado a hacerlo, quizás la edad o su pronta jubilación, fuera lo que fuese debía apelar a ello para que le enseñase más sobre esa muchacha que no podía reconocer en absoluto como su progenitora. ¿En qué momento esa niña asustada se había convertido en mujer durante el transcurso de una guerra? Debía saberlo de inmediato.

      —Mamá, es para ti —le dijo por si había alguna duda de para quién era ese regalo que tenía en sus manos.

      Después de comprar la máquina de escribir, fue directa a casa de su madre. Necesitaba hablar con ella, no podía esperar.

      —Pero si todavía quedan semanas para mi cumpleaños —respondió Leah levantando sus ojos hacia los de su hija.

      Estaba muy sorprendida por aquel detalle, y hasta Vera pudo notar un brillo especial en ellos que nada tenía que ver con su vista cansada. Se desprendió del papel de regalo con cuidado, abrió la caja y allí estaba: una modernísima máquina de escribir.

      —Es una Olivetti. El chico de la tienda me ha dicho que es el último modelo —anunció Vera como si aquella información fuese importante para su madre—. Lo he leído, mamá. He leído lo que escribiste y me gustaría que siguieras hablando sobre ti, sobre vosotros dos —le dijo mostrando aquellos papeles doblados que reconoció al instante.

      El rostro de Leah estaba desencajado, ni siquiera se acordaba de lo que había escrito en una tarde de nostalgia, y mucho menos se podía imaginar que su hija llegase a leerlo algún día.

      Viendo que su madre era incapaz de articular palabra, Vera continuó:

      —Sería bonito que tus nietas supieran algo más de ti. Ellas desconocen por completo qué fue de tu vida antes de ser abuela, creen que siempre has sido mayor, que no has hecho otra cosa que trabajar en ese hospital. Pero deberían conocer la verdad, ¿no crees? Tu pasado es historia, mamá. Por muy dura que fuese tu juventud, es lo que sucedió en realidad, y todos podemos aprender de esas experiencias.

      —¿Qué quieres aprender de esos días, Vera? No sabes lo que estás diciendo, hija mía —respondió Leah con dureza, apretando los dientes para evitar seguir hablando.

      —Mamá, sé muy bien de lo que estoy hablando. En esas pocas páginas me has recordado que la gente se equivoca, que nadie nace sabiendo, y que debemos reponernos ante el fracaso como tú hiciste en aquel barco. Jamás te había sentido tan cerca, tan humana. En serio, ¡no pareces tú!

      Leah tuvo que sentarse ante esa dura frase. Tenía razón su hija, ya no quedaba nada de esa niña en ella. Por un segundo fue como si hubiese vuelto allí, frente a aquel soldado inerte que confundió con un herido. Parecía enfadada consigo misma. Dejar esas hojas había sido toda una torpeza, pero una vez escritas, no había tenido el valor suficiente para romperlas. Era como si revivir aquellos días hubiese conseguido apaciguar ese sentimiento de soledad que había dejado la muerte de su esposo. Volver a ver a James en su mente después de tanto tiempo había restado parte de esa pena.

      —¿Sabes que el otro día Samantha me preguntó por su abuelo? —le preguntó su hija sacándola de aquellos tristes recuerdos—. Al parecer, están dando la Segunda Guerra Mundial en sus clases de Historia y quería saber si él había participado como los familiares de sus amigas. Cuando le dije que sí, y que tú también lo habías hecho, se quedó impresionada. Deberías contar esta historia por ellas, mamá. Demostrarles lo mucho que tienen que admirar a su abuela. Podría ser un bonito regalo para tus nietas, para todos nosotros en realidad.

      Leah Johnson se mantuvo firme a pesar de que las palabras de su hija la habían tocado muy dentro, sacando a la luz esa templanza aprendida siendo enfermera de guerra. A Vera le habría gustado que al menos en ese momento se quitase la máscara y se convirtiera en una madre de verdad. Siempre había echado en falta esa ternura que parecían haberle extirpado a base de cañonazos, y nunca mejor dicho. Aquella mujer que ella había conocido siempre había tenido muy claro lo que había que hacer en cada momento, nunca se había permitido dudar. Ni siquiera cuando su marido amaneció muerto después de una larga enfermedad dio tregua a su diligencia. Avisó a la funeraria, llamó a la familia, y apenas hubo tiempo para consolarla. Nunca pareció necesitarlo. Así había visto siempre a su madre, siempre dispuesta a afrontar el dolor como si fuera un muro de hierro insondable.

      Vera recordó entonces un día en concreto en el que Samantha apenas tendría cuatro años, ni siquiera había nacido Bonnie, y se cayó por un terraplén dándose de bruces contra una roca. A los dos segundos todo estaba manchado de sangre: las ropas de la niña, su cara, las manos de ambas. Si no llega a estar su abuela presente ese día, su hija se habría desangrado. En seguida tomó el control de la situación y se puso a taponar la herida con su chaqueta, acunándola y diciéndole que no era nada mientras cogía el coche para llevarla al hospital. A veces, por momentos como ese, su madre daba la impresión de ser alguien muy frío y cerebral. Pero quizás a través de esa historia pudiera descubrir más cosas sobre ella. Sus miedos, sus anhelos. Todo cuanto había decidido callar hasta ese momento.

      —Buenos días. —Escucharon al otro lado de la puerta de la cocina. El vecino de Leah era un hombre de unos sesenta años, viudo como ella, que parecía siempre dispuesto a animarle el día.

      —Buenos días —se adelantó Vera a responder mientras le abría la puerta, porque conociendo los toscos modales de su madre, sabía que ella jamás lo haría.

      —¡Oh, vaya! Tiene usted visita. Vuelvo otro día entonces —comentó el hombre algo decepcionado, regresando sobre sus pasos con rapidez después de dejar un bonito ramo de pequeñas margaritas en las manos de Vera.

      —¡No, por favor! —se apresuró a decir su hija para tratar de salvar la situación—. Yo ya me iba, señor Dumbrell. Las flores son preciosas, yo misma las pondré en agua. Precisamente ahora me estaba diciendo mi madre que hacía una mañana preciosa, que le encantaría dar un paseo por el vecindario y tomar un poco el sol. —La mirada mortífera de Leah no dio lugar a dudas, algo que no pasó desapercibido para su vecino.

      —Mejor en otro momento, gracias, de verdad. ¡Que tengan buena tarde!

      —Lo mismo digo, señor Dumbrell —murmuró Vera decepcionada mientras veía cómo su madre bajaba los párpados sentenciándola a muerte por ser tan amable con ese tipo. Ella, sin embargo, no sabía por qué odiaba tanto a su vecino—. Mamá, ¡eres una maleducada! —le espetó su hija nada más cerrar la puerta de casa.

      —¿Yo soy una maleducada? ¡¿Y él?! A su edad debería darle vergüenza estar flirteando como un veinteañero —farfulló ofendida, como si agasajar con flores a una vecina fuera un delito.

      —Por lo menos deberías saludarle, está teniendo mucha paciencia contigo. Siempre viene por aquí con algún detalle, te invita a ver películas en la filmoteca, o a tomar el té en su casa y tú eres incapaz de agradecérselo. Piensa que él también está solo y no puede evitar fijarse en ti. Después de todo, mamá, sigues estando muy bien. Reconócelo.

      —Deja de decir tonterías, ¿quieres? ¡Y ayúdame a poner la mesa!

      De pronto sus ojos volvieron a toparse con la máquina de escribir y todos sus músculos se tensaron de nuevo. Había olvidado por completo que estaba allí.

      —¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué te

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