Miradas prospectivas desde el bicentenario. Jorge Eliécer Martínez Posada
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La distinción entre modernidad y modernización nos ayudará a tomar una actitud diferente a la de Boaventura con respecto a la idea de universidad, heredada del idealismo alemán en la tradición del origen de la universidad occidental. Como enfatiza Lechner (1989, p. 181): cierta idea de ilustración ha llevado a confundir las tareas de la modernidad con los logros de la modernización: “en el concepto de ‘modernización’ la modernidad ha quedado reducida al despliegue de la racionalidad formal”. Precisamente es lo que los padres de la teoría crítica de la sociedad, Adorno y Horkheimer, definieron como Dialéctica de la ilustración, la misma que inspira hoy a los críticos de la reforma universitaria europea: en Bolonia nació la universidad, en Bolonia está muriendo. Podría pensarse que la universidad latinoamericana, desde la que Boaventura pretende desarrollar Una epistemología del Sur (Boaventura, 2009), para promover una política emancipatoria, todavía por fortuna no ha perfeccionado la reducción de modernidad a modernización, lo que significa su oportunidad de una reforma en el horizonte de la modernidad como proyecto inconcluso. ¡Significativa tarea emancipatoria en la época de los bicentenarios!
Este horizonte en el que la memoria retiene el discurso sobre la subjetividad, la autonomía, la dignidad humana, los derechos humanos, la sensibilidad moral, el juego y la belleza, la criticabilidad, las utopías democráticas, la ilustración y la mayoría de edad, y tantas otras ideas que en el decurso de la evolución de la especie pasan por la razón crítica, orientadoras de la ciencia moderna, aunque a veces decapitadas y precisadas al modo de la praecisio mundi, fue desde el que propuso Kant un paradigma de la ciencia moderna como racional para el conocimiento por parte de seres razonables para los que más allá o más acá de la ciencia tiene sentido pensar en la libertad humana, los límites en el infinito matemático de la experiencia y del conocimiento posible, la finitud y temporalidad de la condición humana, el sentido moral de la insociable sociabilidad propia de la convivencia entre mujeres y hombres, que cohabitan en la vecindad del ser. La idea de universidad moderna, al pretender recoger en la respuesta a lo que es Ilustración la tradición universitaria de Occidente, incluyendo el humanismo y el renacimiento, es el proyecto y la utopía de la universitas, como campus para todos los saberes: los de las ciencias, los de la moral y los de la estética; los mismos que como experiencia en el mundo de la vida constituyen nuestro habitar el mundo y nos ayudan a comportarnos de forma coherente en nuestro mundo objetivo (ciencias duras), en nuestro mundo social (ciencias blandas) y en nuestro mundo subjetivo (humanidades y artes).
Que esta idea de universidad en Occidente esté en crisis, como lo señalamos Boaventura, más bien podría significar que de su naturaleza es precisamente ser sensible a las crisis tanto de las personas como de la sociedad en su conjunto. En qué términos y en qué momentos de la historia reciente se haya señalado dicha crisis, es secundario con respecto a la pregunta por las posibilidades de desarrollo de la idea de universidad como proyecto que pudiéramos asumir hoy por universitarios en nuestra situación.
En 1986, al cumplir seiscientos años la Universidad de Heidelberg en Alemania, Jürgen Habermas habló, en el lugar donde había comenzado su docencia bajo la mirada de Hans Georg Gadamer y Karl Lowith, sobre “La idea de universidad: procesos de aprendizaje”. Allí revisa tres propuestas recientes de reforma de la universidad alemana en la perspectiva de los textos clásicos de Humboldt, Schleiermacher, Schelling y Fichte, entre otros, sobre “La idea de la universidad alemana”, compilados por Ernst Anrich en 1959{4}.
Habermas se refiere inicialmente a Karl Jaspers, quien desde 1923 y luego inmediatamente al final de la guerra en 1946, ya reclamaba una reforma de la universidad de acuerdo con su idea, formulada de nuevo en 1961: “O se consigue el mantenimiento de la universidad alemana mediante el renacimiento de la idea comprometiéndola con la realización de una nueva forma organizativa, o ella encontrará su final en el funcionalismo de las gigantescas instituciones de aprendizaje y formación de fuerzas especializadas para la ciencia y la técnica. Por ello es necesario a partir de la pretensión de la idea, bosquejar la posibilidad de una renovación de la universidad” (Jaspers y Rossmann, 1961 citado por Habermas, 1987, p. 73). Jaspers parte del principio del idealismo alemán: “Sólo quien lleva consigo la idea de universidad puede pensar y obrar consecuentemente con la universidad”. Naturalmente, el idealismo de Jaspers choca con la realidad, enfatizada precisamente en una columna conmemorativa de los seiscientos años de Heidelberg: “Reconocerse en la idea de universidad de Humboldt es la mentira vital de nuestras universidades. No tienen ninguna idea”.
Tratando de concretar las funciones de la universidad contemporánea, en la tradición de la universidad como formadora de personas y de nación, los reformadores siempre han buscado responder a los nuevos tiempos, claro, de acuerdo con su concepción de sociedad. De todas formas, independientemente de la ideología inspiradora, la universidad contemporánea parece conservar lo que para Parsons en su libro pionero sobre la universidad en Norteamérica son sus cuatro funciones canónicas: la función nuclear (a) de la investigación y de la promoción de nuevas generaciones científicas, va de la mano con (b) la preparación profesional académica (y la producción de conocimiento valorable técnicamente), por una parte, y, por otra, con (c) tareas de la formación general y (d) de las contribuciones para la autocomprensión cultural y la ilustración intelectual de la sociedad (Parsons y Platt, citado por Habermas, 1987, p. 93). Estas funciones se articulan para Parsons (1971, p. 97) en el sentido que la educación “sintetiza los temas de la revolución industrial y de la revolución democrática: igualdad de oportunidades e igualdad de ciudadanía”. Se trata de esos dos momentos complementarios de la modernidad: el desarrollo material de la sociedad con base en la ciencia, la técnica y la tecnología; y, por otro lado, el auténtico progreso cultural de la nación. Solo en esta complementariedad se va logrando la constitución de una sociedad civil con base en procesos incluyentes, en los cuales se obtienen la formación de la opinión pública y de la voluntad común de una ciudadanía capaz de concertar y de reconstruir el sentido de las instituciones y del Estado de Derecho, sin que haya que concebir, de una parte, como procesos diferentes la formación en valores para la solidaridad y la democracia, y de otra, una educación de calidad para la ciencia, la tecnología y la innovación.
Al constatar Habermas (1987, p. 91), incluso antes de la para muchos “contrarreforma” de Bolonia, la impotencia de las reformas de la universidad en los extremos estructural-funcionalista o de ideología socialista, se pregunta: “¿Acaso no deberíamos reconocer que esa institución también puede existir muy bien sin aquella idea, que la misma universidad tuvo de sí misma y de la que estamos enamorados?”.
Ante la impotencia de las ciencias en su desarrollo diferenciado y desde su neutralidad valorativa para poder ser polo unificador de la universidad contemporánea, y ante la imposibilidad de intentarlo desde una crítica materialista, superada desde siempre por la eficiencia del mercado, una teoría crítica de la sociedad solo conserva el recurso de renovar radicalmente el sentido mismo del quehacer universitario: su búsqueda de verdades en el horizonte del mundo de la vida, teniendo en cuenta la complejidad de lo real.
Este es el pensamiento central de la idea de universidad que ya