La distancia del presente. Daniel Bernabé
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Es absolutamente cierto que el carácter de apego al territorio de las cajas las hizo especialmente factibles para financiar las pequeñas y grandes corruptelas y operaciones especulativas –que suelen ser lo mismo, salvo que reciben un nombre diferente dependiendo de si el juez de turno se decide a intervenir–; es también cierto que en sus consejos de administración se dirimieron peleas políticas, como las famosas puñaladas entre los seguidores de Gallardón y Aguirre; que además mostraron el nivel de integración de la izquierda, sindical y política, que, rendida ante lo que parecía el fin de la historia, en vez de irse a su casa, se dejó arrastrar a operaciones poco claras donde se les trataba como a gente razonable. Pero no es menos cierto que de eso no tenía culpa la idea que animaba la existencia de las cajas de ahorros y que, posteriormente, la cosa incluso fue a peor cuando se transformaron ya en bancos regidos por «profesionalísimos» señores que hacían sonar la campana en la Bolsa. Pero, fundamentalmente, lo que nunca se cuenta es que el problema de las cajas vino cuando se empezaron a comportar como bancos sin serlo, a pesar incluso de la regulación que se lo impedía, cuando simplemente hicieron lo que se suponía que había que hacer: meterse de lleno en la espiral de especulación inmobiliaria y crédito rápido. A día de hoy contamos con ocho bancos surgidos de la progresiva fusión de aquellas entidades: CaixaBank, Bankia, Kutxabank, Unicaja Banco, Ibercaja Banco, Abanca, Liberbank y CajaSur Banco. Un cambio fundamental en el panorama económico español que ocupará más espacio en estas páginas y del que aún no se ha escrito la última palabra en nuestra actualidad.
De hecho, por mucha fusión y mucha imagen corporativa que surgiera de aquel fin acelerado de las cajas, el problema fundamental seguía estando presente: aquellos bloques de viviendas vacíos, aquellos terruños recalificados que pasaron de ser las joyas de la corona a bisutería infantil, iban a seguir allí. En el año 2009, el Gobierno aprobó uno de esos cambios legislativos que apenas llaman la atención a nadie, pero que una década después marcaría el dramático ascenso de los alquileres. Las SOCIMIS, Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión en el Mercado Inmobiliario, fueron pensadas como una forma de hacer atractivo el mercado del alquiler a los inversores, principalmente extranjeros, y de esta manera poder poner en el mercado lo que se empezaron a conocer como «activos tóxicos», un eufemismo para dotar de una connotación negativa de un día para otro a lo que hasta entonces había sido «la pujanza y dinamismo de la economía española». Si en 2013, tras una nueva reforma ya con el Gobierno Rajoy que rebajó su fiscalidad a cero, existían 3 SOCIMIS, en el año 2019 ya eran 77, siendo España el primer país de la UE en número de estos ingenios societarios y el segundo país del mundo por detrás de Estados Unidos. Producto de ello, hoy, los alquileres se han disparado.
Tras los recortes presupuestarios y el inicio de la reestructuración del sistema financiero vino eso que se suele llamar reforma laboral, lo que ha significado siempre, en todas y cada una de las décadas de democracia, un ataque a los derechos de la clase trabajadora. La reforma laboral del Gobierno Zapatero sucedió en septiembre de 2010 y siguió la senda de las anteriores: abaratamiento del despido, nuevos contratos para aumentar la temporalidad y más dinero público para subvencionar indirectamente los despidos improcedentes. Situar al empresario no ya como centro de la actividad económica, sino como única figura existente, el cual parece que, en vez de mantener una relación con la fuerza de trabajo para obtener un beneficio, hace una especie de labor de caridad por la que debemos postrarnos a sus pies y colmar todos sus deseos.
La espiral que dice animar las reformas laborales es que la contratación es muy dificultosa y cara, y que además el despido es también muy caro, lo que provoca que las empresas no se animen a crear nuevos empleos. La realidad, que contradice esa espiral, es que los pequeños empresarios que se vieron afectados por la crisis, bien por encontrarse en sectores de especial incidencia, bien por el encarecimiento de los créditos, bien por una bajada general de las ventas, se vieron abocados al cierre de sus negocios con la reforma de la misma forma que se hubieran visto sin ella, mientras que las grandes empresas la aprovecharon para reajustar sus plantillas de una forma más eficiente, utilizando ese argot de los departamentos de personal que encubre la precarización.
Como respuesta, los sindicatos convocaron una huelga general para el 29 de septiembre de 2010, la primera y última del Gobierno Zapatero, desde la anterior habían pasado ocho años. Las cifras y valoraciones fueron las de siempre, pero el ambiente fue, como poco, extraño. Ningún presidente del Gobierno hubiera planteado una confrontación con los trabajadores en el final de su segundo mandato, menos uno que había asistido puntualmente a la fiesta de la UGT en Rodiezmo donde entre mineros algunas ministras se animaban a cantar La Internacional puño en alto. Aquella huelga, más que una huelga, fue el sonido de un despertador que espabiló súbitamente a mucha gente que había dado por enterrado, en menos de una década, todo lo que significa el conflicto capital-trabajo. En Madrid, donde tuvo lugar la mayor manifestación, mientras que la ciudad se despedía del verano de forma pausada, muchos asistentes aún coreaban subiendo Alcalá eso de «Gobierno escucha…», sin entender aún que aquel Gobierno, aquel presidente que consideraban de los suyos, ya era de los otros, bien por decisión propia, bien por la fuerza de las circunstancias. Lo cierto es que quizá aquel día murió del todo el «blairismo» a la española, esa tercera vía que nos llegó, paradójicamente, motivada porque quien le dio nombre fue uno de los partícipes en la Guerra de Irak.
El año 2010 acaba con una crisis de Gobierno en octubre donde Alfredo Pérez Rubalcaba se destaca como vicepresidente y hombre fuerte que tendría todas las papeletas para encarar la futura cita electoral que se antojaba catastrófica para los socialistas. A principios de diciembre una huelga de controladores aéreos, típica en fechas de gran uso de los transportes, acaba con la declaración del estado de alarma permitiendo la militarización de las torres de control de los aeropuertos. El tema, que en el momento se despachó con la connivencia de casi todos, implicó declarar el estado de alarma para militarizar un sector laboral en pleno conflicto. Puede que los controladores no fueran, precisamente, el sector laboral con peores condiciones, puede que hubieran abusado de su posición en otras ocasiones, pero aquello sentó un peligroso precedente del que casi nadie se quiso ocupar. Una década de una conflictividad laboral baja terminaba para dar paso a otra donde los desencuentros iban a librarse a cara de perro.
2011 comenzó con más recortes, aquellos que afectaron a las ayudas para la compra de vivienda, el llamado cheque-bebé –una de las iniciativas estrella del primer zapaterismo–, la congelación de las pensiones y la subida de los precios de la electricidad, los peajes y el transporte ferroviario. Es como si el Gobierno de Zapatero quisiera borrar todo su legado legislativo. En marzo, en el Campus de Somosaguas de la Universidad Complutense, un grupo de estudiantes realiza un acto de protesta en la capilla que existe dentro del complejo; algunas chicas se despojan de sus camisetas y profieren cánticos anticlericales. Algunos de los que pasamos estudiando varios años en aquel campus nunca supimos de la existencia de aquella capilla, sí del ambiente, mezcla de radicalidad pueril y alto nivel político, que la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología albergaba dentro de sus muros. Esta protesta no tendría mayor relevancia de no ser porque en 2016, tras una campaña mediática de la derecha, una de sus participantes, Rita Maestre, ya concejala del Ayuntamiento de Madrid, fue juzgada y absuelta por estos hechos. La acción, de nula importancia, sí nos sirve para hacernos una pregunta: ¿cómo pasa una joven, en tan solo seis años, de ser una estudiante a cargo público en el ayuntamiento más importante del país? La respuesta a un hecho tan inusual en nuestra historia reciente la encontraremos con una nueva protagonista en todo este relato: aquello que se llamó nueva política o política del cambio, o lo que fue la consecuencia, resultado y reacción al clima de gran conflicto social y enorme desprestigio institucional que en los años posteriores