La distancia del presente. Daniel Bernabé

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La distancia del presente - Daniel Bernabé Anverso

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del poderoso para el que se siente pequeño.

      Pero sigamos adelante, es 22 de marzo del año 2003 y ocurre algo en la madrileña Puerta del Sol que hacía tiempo que no se veía en el país. Unas estelas blancas recorren el cielo de la plaza marcando una parábola. Al tocar tierra, los botes metálicos que hacen de cabeza del cometa provocan un sonido como a lata vacía golpeada por unos críos en un descampado. El gas lacrimógeno tiene un gusto avinagrado y no es fácil deshacerse de él: una vez que se da una primera bocanada, el cuerpo reacciona con tos nerviosa, los ojos lloran apenas dejando ver y la sensación es de total aturdimiento. Hay familias cuerpo a tierra refugiadas tras las jardineras, hombres advirtiendo desesperados a la policía de la presencia de niños, ancianos corriendo a duras penas… Las cargas ese día son brutales. Más de ochenta personas necesitan de asistencia médica y un chico es herido gravemente en un ojo. Es una de las últimas manifestaciones que tienen lugar, porque la Guerra de Irak ya ha empezado y tardará poco en acabar. En un bar por Delicias, horas después, un tipo de unos cincuenta años con pinta de votar al PP mira las imágenes de los disturbios en una televisión, aún de fósforo, situada en una esquina del techo: «A este gilipollas se le ha ido la cabeza y al final nos va a meter en un lío». Todo el mundo, exceptuando Buruaga, el presentador del Telediario de RTVE, sabía que aquello que estaba pasando en Irak no pintaba bien. La memoria llega allí donde las hemerotecas no alcanzan.

      A pesar de todo, las encuestas no eran desfavorables para el PP en las elecciones previstas para marzo de 2004. Los trabajadores de los astilleros públicos se manifiestan en Madrid el 5 de marzo, nueve días antes. Es por la mañana y parten de la Puerta de Alcalá hasta la sede de la SEPI –Sociedad Estatal de Participaciones Industriales–, lo que les hace atravesar una de las zonas eminentemente burguesas de la capital. Una mujer de unos cincuenta años mira con desprecio desde un semáforo y, a pesar de que nadie se ha dirigido a ella, la emprende a gritos contra los trabajadores de IZAR que la miran extrañados. Parece lucha de clases reducida a un sketch.

      Cerca del recorrido de esta marcha está la plaza de Colón, un lugar que oculta en su subsuelo un centro cultural y en su superficie unas composiciones escultóricas que realizan la extraña simbiosis entre el brutalismo y la nostalgia imperial. Se denominan Jardines del Descubrimiento, pero nadie los llama así. Quince años después, en un acto enormemente simbólico, la derecha liberal se funde con la ultraderecha, aprovechando la excusa del intento independentista catalán, en el mismo paraje. La gigantesca enseña nacional ondea sobre un gentío que parece sacado de uno de los actos de apoyo que el tardofranquismo realizaba en la plaza de Oriente.

      La bandera, de 294 metros cuadrados, sobre un mástil de cincuenta metros, es gigantomaquia nacionalista, pero también el mayor legado simbólico que Aznar dejó al país y que muy pocas veces es comentado. Aznar, y aquellos poderes a los que representaba en la esfera política, comprendieron que no valía de nada ganar unas elecciones si el país seguía creciendo sobre un sustrato progresista, si no en lo económico, sí en lo simbólico y emocional. Aznar comenzó siendo el presidente que reeditó las memorias de Azaña, que mantuvo con los nacionalistas de la derecha catalana el Pacto del Majestic y que denominó a ETA, en medio de sus negociaciones, movimiento de liberación nacional vasco. Si comenzó siendo todo eso, pudo ser por inclinación personal, pero también porque no le quedaba otra: el poder político sigue la guía que le marca el económico, pero tiene las barreras que le impone la sociedad a la que gobierna y legisla. Y, en este caso, la España de finales de los noventa, imbuida en los primeros aromas del crédito barato y la clase media aspiracional, seguía siendo un país de una clara mayoría progresista. Y eso había que cambiarlo.

      A principios de la década de los noventa, Juan José Laborda, presidente socialista del Senado, pronuncia una conferencia en el Club Siglo XXI sobre el patriotismo constitucional, un concepto acuñado por el politólogo alemán Dolf Sternberg en 1979 y puesto en relevancia por Habermas una década más tarde. El objetivo de la conferencia de Laborda es tratar un tema que resultaba aún tabú para una España que se preparaba para celebrar los juegos olímpicos, pero sobre la que aún pesaba la alargada sombra del franquismo. La palabra patria solo aparecía en las puertas de los cuarteles, en muchos casos oxidada, y quizá en alguna columna de algún nostálgico de la dictadura. Para el resto, desde el ciudadano común hasta los diputados más conservadores, el patriotismo era algo que se soslayaba y que quedaba reducido a una selección que siempre caía en cuartos en los mundiales de fútbol. Laborda pretendió trasladar la idea de que se podían unir los conceptos de patria a los de derechos humanos, civismo y participación bajo el paraguas constitucional.

      Años después, José Luis Rodríguez Zapatero, siendo aún jefe de la oposición, recupera el término en la campaña electoral vasca del año 2001. El lugar y la cita no son casuales, ya que el lehendakari Ibarretxe presentará su plan de reforma del Estatuto vasco en septiembre de ese mismo año, algo que, con una economía supuestamente estable y una reciente mayoría absoluta en la segunda legislatura del aznarismo, se convirtió en el único punto de discordia, más teatral que real, ya que todos los implicados sabían de su escaso recorrido político y judicial. Zapatero, recién elegido secretario general del Partido Socialista Obrero Español –PSOE–, anticipó un posible recrudecimiento escénico del conflicto nacional y apostó por recuperar el concepto de patriotismo constitucional, pero no solo. En el otro lado del ring, el Partido Popular encargó para su XIV Congreso una ponencia del mismo tema a María San Gil y Josep Piqué, vasca y catalán, que no pasó inadvertida para la opinión pública.

      Que un socialista hablara de patriotismo en 2001 podía sonar pintoresco, que lo hiciera alguien del PP resultaba, aún, alarmante. Los algo más de veinte años desde la aprobación de la Constitución no habían borrado no ya el pasado franquista de los populares, sino sobre todo el rechazo social que todavía provocaba la patria, el campo simbólico-emocional del Estado. Soledad Gallego-Díaz explicaba en un artículo de noviembre de 2001 que:

      Los dirigentes socialistas no se equivocaban. El Partido Popular que había llegado al poder gubernamental en 1996 lo hizo de la mano de la moderación, al menos estética. Sin embargo, FAES –Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales–, su laboratorio de pensamiento, ya había publicado a principios de 2001 el libro La nación española: historia y presente, donde se apuntaban ideas como acabar con la asepsia constitucionalista o despojar al Estado de su ropaje mítico. Es decir, reactivar no solo el nacionalismo español como baluarte contra los periféricos, sino sobre todo contra la idea cívica y republicana de patriotismo que Zapatero había intentado introducir.

      Algunos entresacados del libro nos pueden dar una cierta idea de qué tipo de discurso se manejaba, como este de Iñaki Ezquerra:

      El largo camino del aznarismo puede culminar en nuestros días con una derecha dividida en tres partidos, negativo de la unidad conservadora lograda por Aznar, pero con las ideas del nacionalismo español reaccionario más presentes que nunca en el hemiciclo, los medios de comunicación

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