La distancia del presente. Daniel Bernabé
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Que en las últimas elecciones de 2019 la práctica totalidad de los grandes partidos que concurrieron a las urnas llevaran la palabra España en sus eslóganes de campaña es el corolario exitoso de aquel proceso. Esta no era la idea original impulsada por Zapatero, la recuperación de la idea de país en líneas cívicas, sino la constatación de que el españolismo reaccionario ha calado hasta lo más profundo del imaginario colectivo. Los tirantes de Fraga, ridiculizados en los ochenta por los imitadores, son parte hoy del atuendo ideológico de la mayoría de los políticos.
Pasqual Maragall, citado en un artículo de García Abad sobre el patriotismo constitucional en la revista El Siglo, decía que:
Cuando los nacionalistas ganan las elecciones, sacan a la calle las banderas del país; cuando las gana el partido socialista, no hacemos uso de las banderas nacionales, usamos la del partido. Nunca se nos ha ocurrido apropiarnos de algo que consideramos que es de todos. Nos da un enorme pudor. Los nacionalistas no tienen ese pudor, sea cual sea su nacionalismo[3].
En último término, no resultó una cuestión de pudor, sí de estrategia política a largo plazo, una restauración triunfante impulsada por José María Aznar. Una restauración que tuvo un motor poderoso: el de la venganza. Para Aznar y su séquito la derrota electoral de 2004 y todo lo que vino después de ella fueron una intolerable anomalía a corregir.
Es el domingo 18 de abril de 2004. El recién nombrado Ejecutivo socialista afronta su primera medida de peso, el nuevo presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, su primera comparecencia como mandatario:
Esta mañana, una vez que el ministro de Defensa ha jurado su cargo, le he dado la orden de que disponga lo necesario a fin de que las tropas españolas destinadas en Irak regresen a casa en el menor tiempo y con la mayor seguridad posibles… Esta decisión responde, antes que nada, a mi voluntad de hacer honor a la palabra dada hace más de un año a los españoles. El Gobierno, animado por las más hondas convicciones democráticas, no quiere, no puede y no va a actuar en contra ni de espaldas a la voluntad de los españoles. Esta es su principal obligación y es también su principal compromiso[4].
La sensación de emoción es indescriptible. Por primera vez muchos ciudadanos sienten que su voto ha valido para algo, que en quien han depositado su confianza no les ha traicionado a las primeras de cambio. Hay familias que se abrazan en el salón delante de la tele. Amigos que se llaman por teléfono. Esa noche, unos cientos de personas se congregan en Sol para celebrar que sus fuerzas armadas no seguirán participando en la masacre de Irak. No más sangre por petróleo, habían coreado un año antes. La ciudad, el país, despiertan del dolor.
Apenas un mes antes varias mochilas bomba estallan en los trenes de la red de cercanías del sur de Madrid. Ciento noventa y tres víctimas mortales es el trágico balance de un jueves negro que pasará a la historia de la infamia terrorista. El yihadismo golpea España, más concretamente a una clase trabajadora que usa diariamente la tupida red de transporte público que comunica la periferia con el centro de la capital.
Desde esa jornada hasta el domingo electoral, 14 de marzo, se suceden diferentes manifestaciones. En las institucionales del viernes, que congregan en diferentes ciudades a millones de personas, se escuchan los primeros cánticos, aún tibios por el luto, de «antes de votar, queremos la verdad». El sábado, la rabia congrega a miles de personas frente a las sedes del Partido Popular. El domingo, en la jornada electoral, se desbordan los índices de participación.
La clave no fueron los móviles, ni las diferentes teorías acerca de los convocantes de las protestas. Tampoco que la ciudadanía culpara al Gobierno de los atentados por haber formado parte de la coalición agresora en la Guerra de Irak. La clave fue que el Gobierno mintió deliberadamente a los ciudadanos, presionando a los directores de los principales periódicos del país para culpar a ETA del atentado. Si bien se sospechaba de la autoría yihadista, ya se tenía claro que el autor no había sido el grupo terrorista vasco. Profecía autocumplida: el miedo del Gobierno Aznar por no aparecer como culpable le convirtió en partícipe de una gestión informativa amoral y torticera. Antonio García Ferreras, en la dirección de la Cadena SER, se convierte en la principal oposición a la versión del Gobierno: noches de transistores que llegaron a tener incluso aroma a 23F. La madrugada del sábado 13, lo que queda de una sorprendente concentración frente a la sede del PP en la calle Génova, acaba en Atocha, con la policía, otras veces decididamente hostil, observando con cautela a distancia. Algunos chicos rompen el silencio con un «Madrid será la tumba del fascismo» sobre la fuente, sin agua, que corona la glorieta de Carlos V. El minuto de silencio posterior frente a la estación cortaba la respiración.
La primera legislatura de Zapatero se caracteriza por exitosas medidas, todas fuera del ámbito económico, ya con el consenso neoliberal asentado profundamente entre los dos grandes partidos del 78. La Ley Antitabaco retira de los establecimientos públicos algo tan supuestamente arraigado en la cultura del país como fumar. Las medidas de seguridad vial, con la entrada del carnet por puntos, rebajan drásticamente la cifra de accidentes mortales en carretera. La Ley del Matrimonio Igualitario sitúa al país como vanguardia en la defensa de los derechos civiles.
La negociación con ETA y su alto el fuego permanente, rota por el atentado en el aparcamiento de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, el 30 de diciembre de 2006, es el primer intento infructuoso por poner fin a la violencia terrorista surgida contra la dictadura en los años cincuenta del siglo XX. Una organización y un modus operandi que se había ido quedando sin espacio, ni histórico ni técnico, en un nuevo contexto donde era cada vez más difícil mantener estructuras operativas estables y lograr el apoyo de una sociedad menos inclinada a la violencia y horrorizada por la nueva amenaza yihadista.
Los grandes debes de la primera legislatura de Zapatero se sitúan en su fracasada Ley del Alcohol, el continuismo en la desmantelación industrial que alcanza su punto álgido con el cierre de Delphi en Cádiz y, sobre todo, la gestión inconclusa del Estatut catalán. La nueva ley autonómica se aprobó en un referendo en Cataluña, pasó el trámite del Parlament e incluso de la Comisión Constitucional del Congreso, a pesar de que su presidente, el histórico socialista Alfonso Guerra, declaró que «nos hemos cepillado el Estatut como lo hace un carpintero»[5].
Fueron años en los que en Cataluña gobernaba el tripartito, la entente entre el PSC –Partit dels Socialistes de Catalunya–, ERC –Esquerra Republicana de Catalunya– e ICV-EUiA –Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa–, una coalición que acabó con décadas de dominio de CiU –Convergència i Unió– haciendo presidentes de la Generalitat a Pasqual Maragall, de finales de 2003 a 2006, y a José Montilla, de ese año a 2010. A pesar de la crisis del tres por ciento, que rompió la idea de un oasis catalán sin corrupción, la derecha nacionalista de CiU acabó cumpliendo su cometido de aportar estabilidad al Parlamento central y Artur Mas pactó con Zapatero su apoyo al nuevo texto estatutario. Aún eran tiempos en los que el independentismo en Cataluña era residual, momentos en los que el heredero del pujolismo era aún un posible aliado de los populares.
Manuel Vázquez Montalbán, antes de partir en su último viaje para dar una serie de conferencias en universidades australianas y neozelandesas y fallecer en el aeropuerto de Bangkok el 18 de octubre de 2003 mientras esperaba en la escala para volver a Barcelona, había dejado una serie de artículos escritos en los que comentaba la situación electoral de las elecciones catalanas de noviembre de ese mismo año:
Aunque aparentemente Josep Piqué pretende ser el primer presidente de la Generalitat catalana del PP, desde Aznar hasta el propio aspirante, pasando