La distancia del presente. Daniel Bernabé

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La distancia del presente - Daniel Bernabé Anverso

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apoyo de los populares encabezados ahora en Cataluña por un personaje de entidad, que ha tenido tiempo de ser comunista y ministro de Exteriores a las órdenes de Aznar y de Bush, y al que resulta muy difícil de asumir como simple cabeza de la oposición liberal-conservadora en un Parlamento periférico[6].

      Si en las elecciones de 2003 se llegó a intuir un pacto entre las derechas nacionalistas española y catalana, que había tenido su correspondencia en el Parlamento central o en ayuntamientos como el de Tarragona, en el invierno de 2005 Piqué mantuvo negociaciones con el ministro socialista Jordi Sevilla para que los populares no entorpecieran el futuro Estatut.

      El periodista Enric Juliana lo cuenta así en un artículo de título tan descriptivo como «El pacto que lo hubiera cambiado todo»:

      La aznaridad no se detuvo con la derrota electoral de su delfín Mariano Rajoy en 2004, un hombre que de parco y gris fue elegido como sucesor sin sombra, en un dedazo que pasará a la historia por un Aznar preñado de gloria diciendo a las salas de prensa, inanes por docilidad, lo que tocaba o no tocaba mientras acariciaba un cuaderno que tomó cierta relevancia por algunos meses.

      La aznaridad, el gran proyecto de restauración franquista, continuó en todo el proceso posterior a los atentados, donde El Mundo de Pedro J. Ramírez y La Mañana, de la Cadena Cope, de Federico Jiménez Losantos se apuntaron a las teorías de la conspiración, cada vez más demenciales, ejerciendo no solo de oposición real al presidente Zapatero, sino también al propio Mariano Rajoy, que sabía que sus posturas moderadas, sin una victoria en 2008, le costarían el puesto.

      Así, la derecha social se encontró en las calles por primera vez en democracia. Algunos con un lejanísimo recuerdo de concentraciones, a mediados de los ochenta, contra la ley del Aborto, bajo el manto, santo hoy, de Teresa de Calcuta. Otros ocultando el recuerdo de las bandas ultras que pretendieron mantener la dictadura a base de cadenazos, tiros y bombas. La década de los dos mil presenció manifestaciones en contra del matrimonio homosexual, en contra de la negociación con ETA e incluso en contra, nunca se supo bien, si del PSOE, la judicatura, la policía o los servicios secretos, a raíz de la conspiranoia en torno al 11M, cuyo único objetivo fue exonerar a Aznar de la desastrosa gestión del atentado. La semilla del populismo ultra de 2020 comienza con los Peones Negros, un grupo creado en foros de internet, con la conspiranoia como combustible y la bandera de la «rebeldía ante los secretos del poder». Tan solo una argucia ultra para atrapar a incautos anfentaminados de Expediente X.

      Pero donde el PP de Rajoy puso toda la carne en el asador fue contra el nuevo Estatut catalán, con la excusa de que el término nación aparecía en el preámbulo del mismo, algo que tenía una enorme carga simbólica pero ninguna consecuencia legal. Además de las manifestaciones, recogió cuatro millones de firmas mientras el texto legal seguía su curso. Rajoy podía mandar, como hemos visto, a que Piqué negociara con Sevilla, pero miraba de reojo la guadaña de Esperanza Aguirre, que esperaba ansiosa su oportunidad de continuar el legado aznarista.

      ¿Y la izquierda más allá del PSOE? Mientras que el Partido Comunista fue uno de los máximos impulsores de las manifestaciones contra la Guerra de Irak, en una extraña repetición disminuida de los acontecimientos históricos de la transición, quien más había hecho contra Aznar casi desaparece del Parlamento quedando como único diputado de Izquierda Unida –IU–, Gaspar Llamazares. Un hombre cuyo mandato al frente de IU siempre estuvo salpicado por la oposición interna, que le veía demasiado moderado, pero que quizá adelantó parte de las líneas del progresismo que ocupa este libro, ampliando sujetos y campos de acción, pero también abriendo la puerta a una atomización creciente. La coalición de izquierdas añadió al rojo el verde y el violeta, algo que la había caracterizado desde el principio, pero que se hizo más patente en esta etapa.

      Eran tiempos donde alcaldes de Izquierda Unida como Manuel Fuentes hicieron frente en pueblos como Seseña al desmesurado modelo del milagro económico español iniciado por Rodrigo Rato y continuado por Pedro Solbes, y que se reducía a personajes atrabiliarios como Francisco Hernando, «Paco el Pocero», invirtiendo en un ladrillazo tan opíparo como desmesurado. Casi nadie, ni siquiera los propios vecinos de las localidades que se metían de lleno en la espiral especuladora, se oponía ni entendía el proceso de envenenamiento al que estaba siendo sometida nuestra economía. En aquel momento, aunque el dinero se lo llevaban unos pocos, a menudo además con ilegalidades recalificadoras de por medio, las voluntades se compraban con suntuosos polideportivos, piscinas cubiertas o museos de arte moderno. España era una fiesta, España quería caña.

      Daba igual que casos como el de Fórum-Afinsa o la Operación Malaya nos alertaran de que el modelo especulativo-corrupto no podía traer nada bueno para nuestro futuro. Con hipotecas y créditos entregándose como caramelos, la clase trabajadora española pensó que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran antiguallas que entregar a cambio de coches de alta gama, casas unifamiliares adosadas y viajes al Caribe en la luna de miel. Un despropósito colectivo donde, además, la ola migratoria de la Latinoamérica azotada en los noventa por el Fondo Monetario Internacional –FMI– hacía los trabajos de servicios peor pagados. Un momento moralmente infame en el que colaboró desde el español más acaudalado hasta el más miserable. Algo que debería pesar en la conciencia nacional mucho más que la bandera o el gol de Iniesta.

      Unos pocos activistas tomaron relevancia con la lucha por una vivienda digna, convocando diferentes manifestaciones el 14 de mayo de 2006, en lo que fue el primer acto de relevancia de una izquierda social que quedó en impasse, atrapada entre el talante de Rodríguez Zapatero y el enconamiento de la derecha. Aquellas manifestaciones, provocadas por la carestía de un bien básico como la vivienda, consecuencia directa de haber convertido las casas en moneda especulativa, tuvieron una enorme importancia potencial. Supusieron un cambio del modelo de la protesta, anticipado por la anti­globalización. No estaban detrás ni los sindicatos, ni Izquierda Unida, ni siquiera toda la pléyade de grupos comunistas, trotskistas y anarquistas que aún boqueaban en ese tiempo, sino un movimiento distribuido, animado desde foros de internet y coordinado o dirigido, elijan la opción que menos les disguste, por activistas que habían formado parte del autonomismo. Ada Colau fue una de aquellas activistas.

      El pasado nunca es pasado, que diría Faulkner. Que la exhumación de Franco del Valle de los Caídos fuera uno de los principales temas de la última campaña electoral de 2019 fue posible, entre otras cosas, por la Ley de Memoria Histórica que el Gobierno Zapatero consiguió aprobar a finales de octubre de 2007. Una ley que no solo otorgó reparaciones y ayudas para las víctimas del franquismo y sus familiares, sino que fue la consecución política de un arduo esfuerzo por parte de organizaciones de represaliados que consiguieron crear el clima social favorable para que dicha ley saliera adelante. En un despacho de abogados de la madrileña plaza de Santa Bárbara, a finales del año 2000, un grupo en el que se encontraba algún antiguo senador socialista, antiguos afiliados al Partido Comunista de España –PCE– y el profesor Ángel Sánchez-Gijón, no podía imaginar que apenas siete años después parte de sus esfuerzos se verían impresos en el BOE. Un chaval veinteañero asistió a alguna de aquellas reuniones, en ese tiempo personal en que se contempla todo con una justa reverencia y grandes dosis de entusiasmo.

      En el año 2007 tres acontecimientos marcarán nuestro futuro. En julio, el Pentágono recibe el primer ciberataque del que se tiene noticia pública por

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