El libro rojo de Jung. Bernardo Nante
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“Aquel a quien se le ‘muere Dios’, será víctima de la inflación”. (31)
Para Jung, la muerte de Dios significa:
“ ‘Abandonó la imagen que habíamos hecho de Él, ¿ y dónde volveremos a encontrarle?’. El interregno está erizado de peligros, pues los hechos naturales impondrán sus derechos bajo la forma de diversos ‘ismos’ . De ello no surge sino el anarquismo y la destrucción, porque a causa de la inflación, la hybris humana elige al yo, en su más ridícula mezquindad, para que señoree sobre el universo”. (32)
Y si esta muerte de Dios enuncia una verdad válida para Europa, para Occidente y, acaso, para el mundo entero, responde (o ‘acompaña’) un movimiento de la energía psíquica en cierto sentido arquetípico, presente en el mitologema del Dios que muere o desaparece y resucita o reaparece, ya sea para toda la comunidad, o bien, para unos pocos; ya sea externamente, en el ritual o en el renacer de la naturaleza o en la intimidad anímica. En esta época de la muerte y desaparición de Dios, no se ve al resucitado; se ha perdido el valor sumo que da vida y sentido y no se ha hallado nada a cambio. Psicológicamente, el hombre moderno no sabe proyectar la imagen divina. El retiro e introyección de esa imagen amenazan al hombre con la inflación y disolución de la personalidad.
Jung describe la aparición de mándalas o figuras circulares en la producción onírica e imaginativa de sus pacientes. Las delimitaciones redondas o cuadradas del centro tienen por finalidad la erección de muros protectores o de un vas hermeticum (recipiente hermético) que evite una irrupción o un desmoronamiento. En los antiguos mándalas hallamos de ordinario la divinidad; en el mándala del hombre moderno no se sustituye la divinidad, sino que, habitualmente, aparece simbolizada, no pocas veces, en la estructura geométrica. Cuando no se produce la proyección, lo inconsciente crea la idea de un hombre deificado, protegido, casi siempre privado de su personalidad y representado por un símbolo abstracto. Sin duda, ello conecta la psique del hombre moderno con modos arcaicos de pensar, pero, a la vez, lo abre a una indeterminación, sembrada de grandes peligros:
“La aventura espiritual de nuestra época consiste en la entrega de la conciencia humana a lo indeterminado e indeterminable, si bien nos parece —y esto no sin razón— como si también en lo ilimitado rigieran aquellas leyes anímicas que el hombre no imaginó, pero cuyo conocimiento adquirió por la ‘gnosis’ en la simbólica del dogma cristiano, que tan solo socavarán los necios negligentes y no los amantes del alma”. (33)
Quizá uno de los mayores méritos de la obra junguiana consiste en haber advertido —desde el punto de vista de una ciencia empírica, por cierto ampliada en su método— las huellas de lo sagrado en el simbolismo de la psique del hombre moderno o, si se quiere, contemporáneo. Allí parece despuntar aquello que permite salir del nihilismo incompleto, para utilizar la expresión de Nietzsche, en el cual nos hallamos sumidos. Esa totalidad se puede proyectar tomando la forma de una megalomanía de la dominación planetaria (un mesianismo salvífico y destructivo), pues no se trata solo de constatar el surgimiento del símbolo, sino de comprometerse con su significación y su fuerza numinosa. Este compromiso es espiritual, más precisamente religioso, como ya se dijo. Es menester la gestación de nuevos símbolos, desafío que requiere del concurso del yo consciente y de la voluntad, pero solo como punto de partida para concitar una apertura hacia un sentido que ha de darse en un lenguaje y en un modo inesperado y, a la vez, arcaico. Pero dicho símbolo (o conjunto de símbolos) debe superar la capacidad reductora del racionalismo y de toda forma de convencionalismo.
“Un símbolo —escribe nuestro autor— pierde fuerza, por así decirlo, mágica o, si se quiere, su fuerza redentora, tan pronto como se conoce su disolubilidad. De ahí que un símbolo eficaz haya de ser de naturaleza inatacable. Ha de ser la mejor expresión posible de la visión del mundo propio de una determinada época [y cultura], una expresión que, en cuanto a su sentido, sea imposible de superar; además ha de estar tan alejado de la comprensión que al intelecto crítico le falten todos los medios para poder disolverlo de manera válida; y, finalmente, su forma estética ha de resultarle convincente al sentimiento, de manera que tampoco puedan levantarse contra él argumentos sentimentales”. (34)
Trátase, en definitiva, del surgimiento o resurgimiento del Dios rejuvenecido; es el “Dios venidero” que procura una nostalgia escatológica y una expectación fecunda. Y tal es, como dijimos, el mensaje central del Liber Novus.
Como es sabido —desde el punto de vista de una psicopatología de la profundidad— en la psicosis, el paciente suele proyectar en el mundo externo la inminente ruptura de su personalidad y lo hace mediante alucinaciones y delirios vinculados al fin del mundo. ¿Pero, qué ocurre cuando se produce el movimiento inverso, a saber, cuando la misma consciencia colectiva (como consecuencia de una constelación de la época) muestra signos de una inminente ruptura, producto de una disolución del símbolo? Sin duda, esto da lugar a una psicosis colectiva más o menos latente de proporciones gigantescas. ¿Será posible sanar el universo simbólico colectivo? No me refiero a paliativos, ni a meras buenas intenciones, menos aún a exhortaciones morales. Desde el punto de vista junguiano, ello requeriría una enorme fuerza espiritual capaz de levantar proyecciones, para así recuperar esa energía psíquica disociada y lograr que se ordene. Y permítasenos aquí la utilización de un lenguaje metafórico: ¿no supone todo apocalipsis una catástrofe (katastrophé: inversión, destrucción, ruptura), pero una catástrofe que duramente despeja y deja al descubierto la revelación, el apocalipsis? Si “apokálypsis” (revelación) es el sentido interno de la catástrofe, la destrucción, ¿no podrá anticiparse —en sentido junguiano del término— este proceso? La tarea heroica consistirá, entonces, en la recuperación o el descubrimiento del símbolo personal, cultural, planetario. Pero la tarea comienza en cada uno: habentibus symbolum facilis est transitus, con el símbolo el tránsito es fácil, decían los alquimistas. Y esa tarea de cada uno compromete a todos.
Jung afirmó:
“Pues hay algo en nuestra alma que no es individuo, sino pueblo, colectividad, humanidad. De algún modo somos parte de una sola gran alma, de un solo homo maximus, para decirlo con las palabras de Swedenborg”. (35)
UNIDAD Y DIVERSIDAD DEL OPUS JUNGUIANO
Con el solo objeto de ayudar al lector no avisado, hacemos una breve referencia a la obra de Jung a la luz del Liber Novus y consignamos, al final, una cronología esquemática de su vida y de su obra, intercalando las fechas de las visiones. (36)
Jung intentó descubrir y comprender los símbolos que dan sentido al efímero acontecer humano. El hombre contemporáneo, confiándose unilateralmente en su razón esclarecida, se cree libre de su propio mundo simbólico y de los influjos de los ‘dioses’ de antaño pero, como ya hemos señalado, para Jung los ‘dioses’ negados han pasado a ser enfermedades.
La publicación de El libro rojo agrega un nuevo desafío a la serie de confusiones que suele suscitar la obra de Jung; y es también, una oportunidad para superar dichas confusiones. Por cierto, no quisiéramos contribuir con esta apretada síntesis a la interminable serie de malentendidos, que alentados por ciertos adversarios y por supuestos seguidores, enmascaran su obra, reduciéndola a alguna fórmula. Sin duda, contribuye con ello la habitual ignorancia de su obra. En nuestra lengua, recién en