El libro rojo de Jung. Bernardo Nante
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¿Qué hacer ante ese poder demoníaco al alcance de la mano del hombre, que radica en lo más ignoto de su propia alma? Para Jung, es necesario descender al fondo primitivo del alma, asumir las tinieblas, vivir el temor de lo primordial para así acceder a la luz. Sin embargo, la aceleración del tiempo contemporáneo y la enajenación del hombre, impiden que nos conectemos adecuadamente con el alma arcaica que, en parte, nos constituye. En una entrevista radiofónica mantenida en Múnich el 1 de enero de 1930, señala:
“...si estos vestigios aún existen en nosotros —y ahí están— puede usted imaginarse cuántas cosas hay en nuestro pueblo civilizado que no pueden ponerse al día con el acelerado tiempo de nuestra vida diaria, produciéndose gradualmente una escisión y una contra-voluntad que a veces toma una forma destructiva”. (23)
Nuestro autor en ningún momento pretende aportar una ‘solución’ a tamaña crisis, pero en su descripción de la dinámica anímica que la acompaña, manifiesta y anticipa, proporciona una cierta orientación, un saber a qué atenerse. En una carta señala que solo se evitará que todos los pueblos se aniquilen entre sí si surge:
“...un movimiento religioso que abarque todo el mundo, lo único que puede contener el diabólico impulso destructivo”. (24)
La religiosidad constituye, para Jung, una dimensión humana fundamental, más aún, la dimensión humana fundamental; inspirándose en Rudolph Otto, afirma:
“Entiendo que la religión es una actitud especial del espíritu humano, actitud que —de acuerdo con el concepto originario del concepto religio— podemos calificar de respeto y observancia solícitas de ciertos factores dinámicos concebidos como ‘potencias’ (espíritus, démones, dioses, ideas, ideales o cualquiera fuere la designación que el hombre ha dado a dichos factores) que, dentro de su mundo, la experiencia le ha presentado como lo suficientemente poderosos, peligrosos o útiles para tomarlos en respetuosa consideración; o lo suficientemente grandes, bellos y razonables para adorarlos piadosamente y amarlos”. (25)
Por ello, la labor terapéutica —excediendo un abordaje limitadamente psicopatológico— recupera el sentido de la antigua epiméleia, de la cura animarum:
“El principal interés de mi trabajo no reside en el tratamiento de la neurosis, sino en el acercamiento a lo numinoso. Es, no obstante, así: el ingreso en lo numinoso es la verdadera terapia, y en la medida en que uno llega a la experiencia numinosa, uno se libra del temor a la enfermedad”. (26)
El hombre es, para Jung, un ser doblemente colectivo, social y arquetípicamente. Cada uno de ellos presenta un aspecto creador y otro destructor; la consciencia colectiva ofrece valores culturales que permiten el trabajo creativo, la diferenciación y adaptación del individuo, pero puede operar colaborando a su identificación con la máscara y consiguiente masificación; el inconsciente colectivo (o más precisamente el sí-mismo) proporciona impulsos y símbolos que orientan el crecimiento de la personalidad, pero puede desorbitarla y hasta disolverla en las oscuridades de lo inconsciente, si el yo no se hace responsable de su vocación. Pero entendemos que, si nos limitáramos a estas precisiones, podría concluirse que el influjo de la sociedad es puramente consciente y no parcialmente inconsciente. Lo inconsciente junguiano admite un nivel cultural y social, cuya herencia (más allá de posibles disposiciones genéticas) se realiza a través del proceso educativo; en otros términos, la denominada consciencia colectiva es ‘consciencia’ para la sociedad como un todo, pero es asumida por el individuo, en gran medida, inconscientemente, a través de la misma atmósfera en la cual se educa. Por ello, la educación más elevada es, en buena medida, autoconocimiento a través de la formación cultural que, en parte, ha colaborado en la ‘construcción’ del sujeto. Así, desde el punto de vista individual, esa ‘consciencia colectiva’ es, en mayor o menor grado, según el caso, inconsciente. De allí que los conflictos sociales se reflejen (más aún, se elaboren) en la psique individual.
Jung descubre que los pacientes dependen de los grandes problemas de la sociedad, de tal manera que el conflicto de apariencia meramente individual se revela como un conflicto general de su ambiente y de su época. El terapeuta —en la medida en que verdaderamente lo sea— ayuda a sanar la sociedad y la cultura a través de su acción terapéutica individual, pues es allí, en el individuo, donde se ‘padece’ la época:
“Cuando contemplamos la historia de la humanidad no vemos sino la superficie exterior de los acontecimientos (…) En nuestra vida más privada y subjetiva no solo padecemos una época, también la hacemos. ¡Nuestra época somos nosotros!” (27)
Por cierto que este énfasis puesto en el individuo llevó a que, erróneamente, se tildara de individualista a la teoría junguiana. Pero el término ‘individuo’ en Jung alude a su etimología (lat. individuus, indivisible; individuum, átomo), es decir, no al hombre que creemos ser y que solemos identificar con nuestro ego o nuestra personalidad consciente, sino a la indivisible totalidad psíquica. Por otra parte, muchos de los textos referidos a su defensa del individuo desde el punto de vista social (o psico-social) se originan en una respuesta a las tendencias colectivistas de la época. De hecho, la teoría junguiana se opone, tanto al colectivismo como al individualismo; ambas son formas de disolución del sí-mismo. Solo una personalidad sólidamente desarrollada es socialmente fecunda; por el contrario, Jung afirma:
“…cuanto más pequeña sea la personalidad tanto más indefinida e inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada, entonces, por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”. (28)
Se trata de una regresión del hombre a sus bases arcaicas; se diluye la consciencia en una participation mystique, en la que no existen individuos sino grupos. Pero mientras el hombre, genuinamente arcaico, mantiene una relación con los instintos (cuenta con el universo mítico, simbólico que lo contiene y le da sentido), el hombre moderno y, más aún, el hombre culto es “…incapaz de percibir esa voz no garantizada por ninguna doctrina” y corre así, el peligro de hundirse en un gregarismo como, para Jung, era patente en Rusia, Italia y Estados Unidos en tiempos de guerra y postguerra. El hombre moderno se ha unilateralizado y cree que ha logrado una desmitologización (o desmistificación). Sin embargo, como señala un ya célebre pasaje junguiano:
“Estamos todavía tan poseídos por nuestros contenidos anímicos autónomos como si estos fueran dioses. Ahora se los llama fobias, obsesiones, etc.; brevemente, síntomas neuróticos. Los dioses han pasado a ser enfermedades, y Zeus no rige más el Olimpo, sino el plexus solaris y ocasiona curiosidades para la consulta médica, o perturba el cerebro de periodistas y políticos, quienes, involuntariamente, desencadenan epidemias psíquicas”. (29)
Todo ello es consecuencia de la moderna hipertrofia de la conciencia; hybris, que lleva a que los hombres no reparen en la peligrosa autonomía de lo inconsciente:
“El supuesto de la existencia de dioses o demonios invisibles constituye una formulación de lo inconsciente, psicológicamente mucho más adecuada, aún cuando se trata de una proyección antropomórfica. (…) Si el proceso histórico de des-animación del mundo, o lo que es lo mismo, si el retiro de las proyecciones, continúa progresando como hasta el presente, todo cuanto se halle afuera, sea de carácter divino o demoníaco, habrá de volver al alma, al interior desconocido del hombre, de donde aparentemente partió”.