Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe

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Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe

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cual la Revolución bolchevique de 1917 había hecho en la Rusia exzarista su primera concreción histórica.

      Un intento semejante de concreción histórica en América Latina solo se daría, a fines de la década de 1950, con el triunfo de la Revolución cubana y la posterior definición como marxista-leninista de Fidel Castro en Cuba. Antes, la crisis del Estado y del derecho que se vivió en Europa con el surgimiento de los totalitarismos (de la clase, Rusia, 1917; de la nación, Italia, 1922; de la raza, Alemania, 1933) también impactó, con diversa intensidad, en no pocos países de América Latina. Frente a la notable incidencia del marxismo, hubo también fenómenos que evidenciaron, aunque con efecto menor, la reacción pendular, hacia el nazi-fascismo. Muchos liberales nacionalistas y liberales jacobinos se encontraron enfrentados a sus antiguos compañeros de ruta en la línea del vaciamiento histórico-cultural. Resultó mucho más creativa, en la generalidad de los casos, la presencia histórico-política de los marxistas-leninistas (sobre todo en la organización de instrumentos para la acción institucionalizados como partidos) que la de los antiguos liberales jacobinos, que lucieron, mineralizados social y políticamente, como las nuevas oligarquías del continente. Y los que se habían lucido, por obra de su propaganda, como nuncios de la modernidad y del progreso, terminaron etiquetados como reaccionarios, refractarios a los cambios estructurales socioeconómicos y cultural-políticos que los nuevos tiempos exigían.

      En algo, sin embargo, hubo una continuidad lamentable. Fue en la búsqueda de los militares como garantía de su triunfo y estabilidad. Algunas veces los civiles se aliaron a los militares. Otras veces los mismos militares decidieron asumir el liderazgo político. Así, la retórica tuvo, en mayor o menor medida, olor a pólvora. Los antiguos sedicentes liberales habían militarizado su presencia política para el control y dominio del Estado. Pensaron que el poder omnímodo del Estado era el que configuraba la nación y, por vía del ejercicio sin cortapisas del poder, podía gestar el nuevo pueblo.

      En esa vertiente militar-política, transcurrió el desgraciado intento de variación de la entidad histórico-cultural de nuestros pueblos por parte de las élites (devenidas oligarquías económicas, políticas y militares) liberales jacobinas. El nuevo fideísmo político de sustitución de la creencia religiosa, visible en los empeños marxista-leninistas, no solo no abandonó, sino que radicalizó el intento de militarización de la política en América Latina. Ya no eran solo las viejas montoneras del siglo XIX. Hubo un cierto militarismo en todos los esfuerzos de mutación orientados por el marxismo. Ello fue consecuencia del efecto en América Latina no solo de las directrices de la Internacional Comunista, sino también del mundo caleidoscópico de la guerra civil española (1936-1939), visto con ribetes no exentos de romanticismo trágico en el imaginario colectivo que una apasionada intelligentsia se esforzó en troquelar. Los latinoamericanos de distintos países pelearon en un bando y en el otro (más en el republicano que en el nacional). Fue así también la influencia de un acontecimiento ibérico la que señaló el definitivo deslinde de las antiguas élites (oligarquías) liberales que se sentían dueñas de la bandera del progreso y los nuevos militantes revolucionarios que se sentían constructores de un futuro que, por ley implacable de la historia, sería una realidad en nuestras latitudes, y en el mundo entero, más pronto que tarde.

      La política siguió teniendo un componente militar después de la Segunda Guerra Mundial. Pero entonces la ubicación en la geografía de las posiciones ideológicas vino dada por los antagonismos dicotómicos de la guerra fría. Como esta abarcó prácticamente la casi totalidad de la segunda mitad del siglo XX, fueron los vaivenes de la confrontación bipolar los que señalaron las variantes de las concepciones del Estado y del derecho en América Latina desde 1950 hasta 1990. En el orden internacional, será el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, suscrito en Río de Janeiro en 1947, el que, como un todo, verá a América Latina ubicada, en su conjunto, como aliada hipotética de los Estados Unidos y del llamado “mundo libre”, en una confrontación a la cual nadie ni nada ponía teóricamente un término o conclusión armónica.

      En el siglo XX, América Latina poseyó escenarios propios en la confrontación bipolar con la Revolución cubana (1959) y con la llegada al poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional, en Nicaragua (1979). La llegada de Chávez al poder (1999) tiene, a mi entender, otras características, tanto por su momento y por su proceso de llegada a la conducción de Venezuela como por las características de su desarrollo.

      Desde la década conclusiva del siglo XX, con la caída del Muro de Berlín, a inicios de noviembre de 1989, y la cancelación oficial de la guerra fría (1991), pareciera que, a excepción de anacronismos poco atractivos (Corea del Norte y Cuba, en el marxismo-leninismo, los fundamentalismos islámicos en Irán, algunos países del Medio Oriente y el África islamizada), la corriente predominante en el ámbito histórico-cultural en el cual se inserta América Latina siguió estando marcada por la búsqueda de la democracia liberal, en lo político, y de la economía de mercado, en un proceso signado por la globalización.

      El desarrollo del tema en estas páginas seguirá, por lo dicho, un orden histórico. Se distinguirán, por tanto, inicialmente, las visiones histórico-políticas en América Latina en el fin del siglo XIX y los comienzos del siglo XX. Luego se estudiarán las correspondientes al tiempo de entreguerras, hasta la Segunda Guerra Mundial. En un tercer momento, se verán las correspondientes a las décadas de la guerra fría. Y, finalmente, las distintivas al tiempo de la globalización, con un orden internacional aún no claramente definido. Todo ello con el colorido (trágico o mágico, o ambas cosas a la vez) que adquieren frecuentemente los procesos en América Latina.

      Algunos casos y realidades tendrán mayor relieve en la exposición. Considero que ellos pueden ejemplificar mejor que otros algunas de las tesis que deseo exponer. Finalmente, a modo de conclusión, dejaré, para su discusión, algunas sugerencias que considero oportunas para no repetir con malsana insistencia, en este siglo que hemos empezado a recorrer, los errores del pasado.

      Estas páginas se limitan muy básicamente al siglo XX y a los comienzos del siglo XXI. Antes de entrar directo en el desarrollo en sí del tema, véanse algunos criterios sobre la metodología: el texto en el contexto, estática y dinámica histórica, conocer e interpretar.

      Notas

      1 Francisco Silvela fundó, meses después del asesinato de Cánovas, el 31 de diciembre de 1897, la Unión Conservadora. Llegó, posteriormente, a ser jefe de Gobierno.

      2 En expresión de Siguán (1956, pp. 333-378), ese discurso fue “el canto del cisne de Don Marcelino en Cataluña: dos años después y cuando ya las noticias que sobre su salud circulaban lo hacían temer, llegaba a Barcelona la noticia de su muerte” (p. 378).

      La Escuela de Cambridge ha puesto el énfasis en la necesidad de ver el texto en el contexto. Analógicamente, se puede decir que es necesario ver los procesos en su contextualidad histórica.3 Si se deforma la comprensión de una obra y de la intencionalidad de su autor leyéndola independiente de las circunstancias que rodearon su nacimiento y considerándola separadamente del conjunto de las obras de su autor, lo mismo, mutatis mutandis, puede decirse de los procesos o coyunturas históricas de los pueblos. Ellos no pueden ser cabalmente conocidos y comprendidos y por tanto interpretados y prescindir de las características del momento histórico y de la elipse de sus principales sujetos protagónicos. Considerar los procesos en su contextualidad supone, pues, no visualizarlos de manera simplemente autorreferente, sino, con visión realista, la más objetiva posible dentro de la inevitable subjetividad del historiador, considerarlos, comprenderlos y valorarlos en el marco más amplio de

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