Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe

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Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe

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      La historia latinoamericana está llena de cesarismo. Un remanente cesarista —militar o civil— aparece en un marco tanto de estabilidad como de anarquía. Los cesaristas han tenido siempre —qué duda cabe— aduladores y censores, panegiristas y detractores. Así, entre la búsqueda del poder mediante conmociones o la reiterada tarea de consolidar un Estado que respondiera de veras al nombre de tal se fue desenvolviendo el existir republicano.

      El cesarismo estuvo, a menudo, uncido a un subconsciente monárquico: las hegemonías personales de los caudillos buscaron prolongarse en “dinastías” no ya derivadas de la sangre o de los vínculos genealógicos, sino de la “descendencia” política —el delfinato bastante sui generis de la política latinoamericana— o de la concepción de la militancia (prostituyendo su sentido) como casta cerrada (considerando que la alternabilidad se circunscribía a quienes tenían la misma condición partidista). Por ello el cesarismo generó una cierta estabilidad, a veces; y, en otras ocasiones, fue el factor que en su rigidez y terquedad impidió la proyección y continuidad de la estabilidad misma.

      Después de la pre-Independencia y la Independencia, prácticamente no hubo enfrentamientos entre estamentos sociales, sino un prolongado cesarismo (o intentos de él) por parte de aquellos que la jerga criolla llamó caudillos; caudillos que en el agudo decir de Augusto Mijares fueron un subproducto de la guerra de emancipación (cfr. Mijares, 1952/1998). Así se asentó la afirmación de facto que la fuerza daba y hacía el derecho, que la auctoritas o el imperium requerían, como elemento sine qua non, las res gestae, así fuera en las luchas internas que en su prolongación provocaban la evaporación de la affectio societatis e impedían la consolidación y madurez institucional de un Estado republicano propiamente dicho.

      Tuvimos, por tanto, la anarquía como telón de fondo, siempre atenuada por el poder de los caudillos, en el ámbito regional o nacional. Por eso la historia patria buscaba como eje de sus diferentes periodos la presencia tutelar de los jefes. Y esa referencia que intentaba sin lograrlo el orden (entre otras cosas porque confundía a menudo orden con el interés personal de los caudillos y sus allegados) se llamó República, siendo solo un intento de Estado, cuyos miembros buscaban aniquilarse unos a otros y su visión de la comunidad social y política tenía vecindad conceptual con una finca o hacienda, en la cual en sentido quiritario de la “propiedad” permitía al mandamás hacer lo que le daba la gana, usar y abusar.

      Hubo (¿por qué negarlo?) profundo escepticismo en las propias élites ilustradas frente a la posibilidad del gobierno civil en la patria posindependentista. Si era la fuerza y no el derecho el soporte del poder y de la vida en las nuevas entidades que aspiraban a ser Estados soberanos; si era la violencia y no la razón la que abría cauces a la audacia; si era la hegemonía caudillista y no la participación ciudadana la que efectivamente se imponía; si los principios, las reglas, las constituciones y las leyes resultaban, de facto, ropajes de hermosa apariencia para cubrir todo tipo de vergüenzas; si la anomia era consecuencia de una barbarie reconocida cuando no exaltada, no puede extrañar ese escepticismo. Y con el escepticismo, la baja autoestima, personal y colectiva, y el acomplejamiento proclive a la sumisión acrítica ante lo ajeno, que era visto, comparativamente como algo mejor. El drama histórico-político de tales élites resultó (y resulta) que nadie puede escapar a su propia historia; y que somos lo que somos y no lo que hubiéramos querido ser, por vía de escapismo.

      La dogmatización de la historia fue un empeño de ideologización histórica. Las disputas sobre el socialismo real y los distintos marxismos —ante y pos caída del Muro de Berlín— han permitido también abandonar los falsos filtros que envenenaban, con un dogmatismo diferente y excluyente, la visión de los procesos de la modernidad y de la posmodernidad, alentando ese abandono la re-visión y la re-consideración de la historia como aventura de la libertad en el tiempo, y de la praxis humana como un agere y un facere cargados de sentido y finalidad.

      A las totalizaciones ideológicas —típicas de los empeños por reiventar la historia— han seguido, en el final del siglo XX y el inicio del siglo XXI, tentativas propiamente académicas, aún marcadas por el antropocentrismo radical, que aspiran a la superación de la modernidad sin prescindir de sus basamentos filosóficos y culturales. Hasta ahora, muchas de esas tentativas solo han reflejado formas nuevas de manifestación de la angustia existencial generada por el vacío resultante del encapsulamiento egoísta de no pocos seres humanos que tienen en sus manos, sin embargo, los prodigiosos instrumentos de la revolución tecnológica comunicacional.

      Los padres de la patria, a lo largo de América Latina, resultaron, en los hechos, y en el esfuerzo de la historia oficial, no solo una figuras tutelares, sino imágenes míticas, unos mitos de origen de la conciencia nacional, que pretendían erigirse acomplejadamente como autorreferentes; y también resultaron mitos justificadores de cuantas extravagancias, tropelías o ambiciones pasaban por la mente de quienes, llegados al poder (o ambicionando llegar a él), consideraron que por el simple hecho de llegar o ambicionar el poder constituían una especie de reencarnación del mito.

      Nada ha hecho tanto mal a nuestras patrias como esa reducción mitológica de los libertadores ad usu de rufianes. Porque no de estadistas ha estado demasiado poblada la historia política de América Latina. Se esperaba que el mito hiciera milagros por el simple hecho de ser mito. Y no fue así. Nunca fue así. El echar la parada sustituyó el esfuerzo laborioso y la continuidad en el empeño; la humorada ingeniosa, al cultivo de la inteligencia, y obstaculizó que fuera la razón y no la fuerza la que se esforzara por imponerse; la procura rápida de lo fácil se prefirió al reto laborioso y constructivo, de pedagogía de largo aliento, que la formación de toda verdadera conciencia ciudadana conlleva.

      El cesarismo criollo dio la impresión de ser reflejo de un subconsciente monárquico. Con la Independencia, se quiso cortar con el reino borbónico, pero sin sustituir el absolutismo de Fernando VII (él que pasó, por méritos propios, de ser el deseado de los pueblos a ser el rey Felón), por la carencia de una auténtica conciencia ciudadana; y porque, en realidad, la emancipación fue empeño de minorías ilustradas más que verdadero anhelo popular, hasta avanzada la lucha y por los errores político-militares (sobre todo políticos) de los enviados de la España peninsular a la España americana (para decirlo con los términos de Juan Germán Roscio [1763-1821]). Piénsese, a modo de ejemplo, en la eliminación física que Pablo de Morillo (1775-1837) realizó en la élite social y en la intelligentsia neogranadina.

      Esos caudillos de subconsciente monárquico, en nuestra historia republicana, más que condottieri fueron demagogos, que sujetaron su condición de líderes a su capacidad de halago y de oferta fácil. Conciencia ciudadana en el común y conciencia de Estado en el liderazgo es lo que ha faltado en nuestro accidentado proceso de patrias. Así, malacostumbrados, cuando la conciencia de Estado ha planteado el sacrificio, la respuesta blanda ha sido la fuga hacia la irracionalidad: el rechazo al esfuerzo, la búsqueda del facilismo, el dinero mal habido o el saqueo. No ha habido élites, sino oligarquías. Porque las élites saben que su ejemplo es pedagógico; y nuestra sociedad, maltrecha y con raíces disueltas, puso la idealización de su ascenso en lo carente de valores, en el oropel de la apariencia, en la riqueza sin cuestionar su fuente o modalidad de origen entendida como bienestar.

      En la quiebra repetida una y otra vez, a lo largo de nuestra América, de la República civil pudo más el materialismo de los ladrones, de los aficionados al buen vivir, con alergia al trabajo real y honesto, que las malas políticas. Ya Jacob Burckhardt (1818-1897), el profesor de Basilea, el tutor Helvetiae, el brillante discípulo de Leopold von Ranke (1795-1886), había predicho —en los días de la guerra franco-prusiana de 1870— que cuando los pueblos olvidan los principios buscan un Führer.

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