Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe страница 11

Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe

Скачать книгу

es que sin Dios el uso de la libertad resulta muchas veces la distorsión de la libertad misma, y convierte a quien teóricamente la proclama y ejerce en agresor de la libertad ajena. Entre los fundamentalistas seudoliberales y Tocqueville, me quedaría con este último, quien, siendo un liberal sui generis ponderaba en grado sumo el valor cívico, para el desarrollo de una auténtica cultura de la libertad, la presencia social y el respeto político de la creencia religiosa, no solo en la América del Norte recién independizada, que analizó con ojos sociológicos, sino para cualquier latitud del mundo.

      El “trasfondo religioso de la cultura católica” que aún cierto fundamentalismo secularista coloca como factor de nuestros fracasos resulta un sendero equivocado para la búsqueda de las causas de nuestras tragedias. Buena parte del enfoque liberal de nuestros problemas históricos parte de una crítica a las estructuras político-económicas, pero sin cuestionar el fundamento antropológico-filosófico. El liberalismo no jacobino produjo simplemente una indiferencia frente a la realidad de la creencia religiosa en las personas y los pueblos. El liberalismo jacobino radicalizó fanáticamente su lucha contra la religión. La búsqueda racionalista del desarraigo de la fe religiosa tuvo, así, manifestaciones de auténtica irracionalidad fanática. Muchos de los que decían luchar contra el fanatismo de los creyentes dieron vida ellos mismos, desde posiciones de poder, a intolerancias fanáticas. Por esos caminos revivieron esos liberales (no marxistas), por los vericuetos de su propio inmanentismo, el postulado marxista ya citado de que la crítica a la religión es la condición de toda crítica.

      Sin embargo, vista críticamente la historia independiente de América Latina, lo que hay que postular (y en cierta manera algunos de los analizados por Krauze, como Vaconcelos y Rodó, lo hacen, desde una perspectiva histórico-cultural con indudable proyección política, en un contexto de crisis muy grande) es que la crítica del poder es condición de toda crítica. Porque lo que estos criticaron, en el fondo, fue el intento de imponer, mediante el uso abusivo del poder político y socioeconómico, un molde cultural no solo ajeno a nuestra historia, sino, en muchos aspectos, negador de la verdad de ella, con el propósito nada ingenuo de obtener un vasallaje mental y espiritual. Dijeron que querían ciudadanos y buscaron súbditos. Cuando un liberalismo auténtico hubiera rechazado tanto el fin como los medios que los liberales (que no eran tales) jacobinos (que esto sí eran) se propusieron en muchas entidades políticas de nuestras latitudes.

      Muchos liberales de América Latina fueron, en realidad, poco liberales, cuando no abiertos sostenedores de autocracias, con toda la prepotencia de un poder que desearon y buscaron fuera absoluto: social, económico, político y militar. La crítica a ese poder (y a sus remanentes) era (y es) condición de toda crítica.

      En los medios de la intelligentsia liberal existió (y existe) una resistencia profunda a reconocer que el intento de vaciamiento cultural, o si se prefiere el trasplante de Weltanschauung que buscó el mal llamado liberalismo latinoamericano del siglo XIX y comienzos del siglo XX, constituyó no solo el mayor obstáculo, sino la causa determinante de nuestra inautenticidad histórica y de nuestra incapacidad económica y política, con su secuela de fariseísmo sociojurídico, que colocó en la apariencia de las formas del Estado y del derecho la justificación de su fuga de la realidad, de su alergia a la verdad de lo que somos, guste o no.

      Su empeño, sin embargo (sería necio negarlo), produjo resultados. Así muchos de nuestros liberales, con distintos matices, lograron vaciar, mediante la imposición forzosa y agresiva de una laicidad no positiva (entendida como anticatolicismo), de un sentido humanista cristiano la formación de nuestras élites; y el egoísmo utilitario se convirtió, entonces, en motor rector de ellas, con un no oculto desprecio a lo específico de la criollidad mestiza. De ello hay bastantes ejemplos en la historia de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX latinoamericano. Y sus secuelas aún se hacen sentir en muchas naciones de nuestra América.

      El porfiriato en México y el guzmancismo en Venezuela lo atestiguan. En la historia de Venezuela, en efecto, el ejemplo más claro es el de Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), quien dominó la historia de su patria durante el último tercio del siglo XIX. Un gran historiador y ensayista, liberal él mismo y de simpatía por los liberales, Augusto Mijares (1897-1979), no pudo menos que dejar asentado, en 1940, sobre Guzmán lo siguiente:

      Desesperadamente lo lloramos precisamente los que quisiéramos glorificarlo, fue un Rey Midas que, mil veces más infortunado que el de la mitología, tuvo el funesto don de convertir todo lo que tocaba no en oro sino en oropel; y por eso, después de tanto afanarse por dejar recuerdo deslumbrador, en oropel dejó convertida la vida pública de Venezuela y su propia obra.

      Y concluía su juicio de manera lapidaria: “Pudo construir la República, pero prefirió montar un circo” (Mijares, 1981, pp. 126-127). De otros dictadores latinoamericanos, sedicentemente liberales, podría decirse lo mismo.

      El vacío espiritual y el exotismo cultural de esas élites se hizo, casi siempre no solo sin valores cristianos, sino contra ellos de manera militante. La negación existencial de la fe de los padres de nuestras patrias, casi siempre estampada en las declaraciones de Independencia de inicios del siglo XIX, fue acompañada en esas élites herodianas (para usar términos de Toynbee), por su adhesión a fideísmos políticos contrapuestos, el fascismo y el marxismo, y, a veces, como habrá oportunidad de señalar más adelante, primero al fascismo y, luego, sin mayor solución de continuidad, al marxismo. Simplemente buscaron proyectar en los pueblos latinoamericanos materialismos antagónicos (capitalismo, comunismo), con sus variantes (ne-liberalismos y socialismos). Pero entrados en el siglo XX no hicieron lo más mínimo por descartar, revisar o modificar lo que había sido su estrategia de poder en el siglo XIX. Así, la vinculación con el estamento militar o la instrumentalización de dicho estamento para conservar lo que consideraban era lo fundamental, el poder, fue un hecho bastante generalizado en América Latina. Con la política militarizada (los profetas armados de Maquiavelo), controlaron el poder. Y pensaron (aquí estuvo y está el error básico) que era el Estado el que hacía la nación, y no la nación, como realidad cultural y política, la que debía dar vida y realidad (no ficción jurídico-política) al Estado republicano.

      Allí estuvo el error: se sintieron pedantes creadores de pueblos, cuando su estatura de caudillos menores raras veces alcanzó (o procuró alcanzar) la dimensión de estadistas. Y constataron, una y otra vez, con dolor, que la modernidad no se logra por decreto. Que la vida debe preceder a las normas y acompañarlas. Que las hermosas leyes, si no informaban la vida ciudadana, mal podrían gestar una institucionalidad racional —civil, civilista y civilizada— que no tuviera ambiente cuartelero, ni olor a pólvora ni dependiera de un sable. El maridaje civil-militar del caudillismo liberal del siglo XIX y comienzos del siglo XX en América Latina partió de una concepción contra natura de la política, mal inspirada en una interpretación prioritariamente militarista de la emancipación. La Independencia fue esencialmente obra de letrados y solo secundaria e instrumentalmente parto de la guerra. Pero los jefes de las montoneras consideraron que la soberanía era su botín. Ellos eran los nuevos sustitutos cercanos del que había sido rey lejano. Dieron entonces vida lo que el verbo acerado de un brillante historiador venezolano, Manuel Caballero (1933-2010), llamó, refiriéndose a las tragedias más cercanas del chavismo de las cuales fue implacable y constante crítico, la peste militar (Caballero, 2007). Nunca aprendieron lo que Miguel de Unamuno (1864-1936) sentenciaría, con angustia, en la España desgarrada que le tocó vivir: “Es más fácil militarizar a un civil que civilizar a un militar”.

      Así, el poder, primitivo y bárbaro, visualizó el Estado como el ámbito de su omnipotencia, y al derecho como el conjunto de normas impuestas por el Estado para que los que llegaron al poder pudieran hacer lo que les daba la gana. Por eso, las oligarquías que se llamaron liberales en América Latina no lo fueron en realidad, y usaron (y abusaron) del poder, no para modernizar y progresar, sino para demostrar, en los hechos y en cualquier campo, que los caprichos de su voluntad no tenían barreras ni cortapisas. Así, diciéndose progresistas, numerosos dictadores usaron el ejercicio de las altas magistraturas como herramienta para implantar el cambio

Скачать книгу