Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe

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Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe

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y las élites

      No se logra por magia la regeneración de las naciones. Ello requiere lentos procesos de educación moral y cívica. Educación que exige el ejemplo de los de arriba, de los que están como en vitrina y generan patrones de comportamiento a quienes los miran desde una altura más baja. Ejemplos que producen aquella irradiación (por la imitación en la mente grupal) de la cual habló Gabriel Tarde (1843-1904). Se trata, sobre todo, del ejemplo de quienes son o se dicen dirigentes en la vida política, social y económica. Hasta los modales, la vestimenta y el lenguaje se imitan. Y en América Latina, en lugar de ennoblecerse, el aturdimiento materialista, la destrucción de la familia, la ruptura de la solidaridad social, el culto al individualismo rastrero uncido al olvido de la urbanidad, la degradación canallesca del lenguaje, la pérdida del respeto en el trato mutuo, acompañada de la creciente incineración de la confianza, así como la búsqueda simple y torpe de la prepotencia, de la impunidad y de la fuerza, hicieron patente, una y otra vez, que la patria no estaba hecha, sino que, en su hacerse, se encontraba aún en etapas muy distantes de la madurez requerida para tener relieve en el concierto de las naciones.

      Por eso, aunque se dijera que teníamos política ideológica, si de algo padecimos (y padecemos) fue de carencia de ideólogos, tomando esa palabra en el sentido de pensadores que buscaran en la coherencia teórica y en la reflexión continuada las pautas de su acción en el campo de la vida pública. De ahí que la atorrante ignorancia se jactara de un desconocimiento cuasi enciclopédico de todo saber humanístico, incluido el de la propia historia nacional. Y quien no conoce el pasado mal puede comprender el presente y diseñar sin escapismos absurdos el futuro. Por eso fue tan frecuente en nuestra historia que, sin grandeza personal, se sobrepasaran los límites de la sensatez y la sindéresis.

      Nuestros estadistas, cuando los ha habido, han sido, sobre todo, hombres de acción. Pero como se ha repetido hasta la saciedad, si el pensamiento sin la acción es estéril, la acción sin el pensamiento es ciega. En la vida política latinoamericana, ha habido, tristemente, una extendida alergia, una desconfianza temerosa frente a la intelectualidad, frente a la gente de pensamiento. Muchas veces, sobre todo en el siglo XIX posindependentista, quienes lograron figuración estelar no lo hicieron por el reconocimiento social de sus méritos y capacidades, sino por la turbulencia de las coyunturas, en las cuales, agitándose el fango del cauce social por las conmociones que se vivían, colocaron, ante los ojos de todos, muchas expresiones antológicas de la vergüenza y la decadencia colectiva en posiciones rectoras.

      No han faltado a lo largo de nuestra historia individualidades brillantes, personalidades destacadas por su inteligencia y laboriosidad, sujetos poseedores de talento científico o de capacidad literaria o especulativa o con dotes de capitanes de empresa. Pero en la vida de nuestras repúblicas, han sido una especie de polinesia humana, islas dispersas en un inmenso océano marcado por el caos bélico y el desbarajuste social.

      Como no había estadistas que ayudaran a insertar el esfuerzo individual en una tarea común —aunque siempre plural y polifónica— de hacer visible en el rostro distinto de las patrias la fuerza creadora de la libertad, muchos esfuerzos quedaron confinados (por no decir secuestrados) en los áticos o buhardillas llamativas de las singularidades no insertadas en equipo humano alguno. Y, por ello, a menudo, los más capaces vivieron en una especie de introvertimiento, en algunos casos buscado, o, más comúnmente, provocado por el afán vengativo de espíritus malignos que usaron el poder para humillar o aniquilar socialmente a quienes no se rendían a su bajeza (piénsese, para no evocar ejemplos demasiado recientes, en el caso venezolano de Cecilio Acosta [1818-1891], acosado mezquina y criminalmente por Antonio Guzmán Blanco [1829-1899], quien destinaba a sus opositores al “cementerio de los vivos”, pues de ellos no era permitido ni siquiera hablar).

      Enrique Krauze publicó en 2011 un libro de bastante repercusión: Redentores: ideas y poder en América Latina (cfr. Krauze, 2011). En él analizó desde Martí a Chávez, deteniéndose, como es lógico, en personas como Vasconcelos, Rodó y Mariátegui, entre otros. Trató Krauze en su obra del mesianismo político en América Latina tomando como referencia los fenómenos de la revolución nacionalista y la revolución marxista-leninista. Así, como en visión caleidoscópica, su mirada abarcó en ese libro desde la guerra hispano-estadounidense de 1898, José Martí, el Ariel de Rodó y el arielismo, el extendido sentimiento antiestadounidense, la repercusión en América Latina de la guerra civil española, la Revolución cubana y el golpismo seudorrevolucionario de Chávez en Venezuela. Se esforzó Krauze en poner de relieve los enredos en el imaginario colectivo latinoamericano causados por el mito revolucionario. Algunos han señalado que la base fundamental de todo lo apuntado por Krauze está en el “trasfondo religioso de la cultura católica” que causó (y causa, a su entender) el fracaso de los Estados liberales en nuestras latitudes. Tal señalamiento opaca, a mi entender, lo fundamental del aporte de Krauze. Este tiene una amplia obra intelectual con aspectos valiosos, en la cual se destaca, sobre todo, su condena abierta a toda negación de las libertades y derechos fundamentales en las dictaduras, sean estas de derecha o de izquierda. Ese enfoque desvía la atención a lo medular de las páginas de Redentores. No puede menos que indicarse, en el mismo, un no confesado o inconsciente uso del criterio marxista sobre la primera alienación, la alienación religiosa. Algunos liberales coinciden con Marx en un punto que no es secundario para el análisis y la valoración de las culturas, tanto en lo que atañe a la religión como en lo que atañe a la política. Marx, coincidiendo con Feuerbach en que el hombre es para el hombre el ser supremo, señaló con fuerza que la creencia en un ser supremo no es otra cosa que la suprema y primera alienación. Por eso Marx sostuvo que la religión (cualquier religión) era el opio del pueblo y que la crítica de la religión era condición de toda crítica. El mundo ilustrado, sin compartir la Weltanschauung marxista, partiendo, sin embargo, de un antropocentrismo semejante, consideró también la necesidad de vaciar de creencias (sobre todo, de cualquier savia católica) las culturas, pensando que el equilibrio de la racionalidad generaría la suprema dignidad de la humanidad, el parto de las libertades y la histórica concreción de la justicia. Y ello ha sido desvirtuado (y lo sigue siendo) por la evidente realidad de las cosas.

      Me parece que la causa determinante del fracaso bicentenario en América Latina del Estado liberal debe buscarse en el caudillismo (militarista y civilista) que se ha abatido como una plaga política nefasta sobre el proceso trágico de nuestros pueblos. Y si tuviéramos que pensar en la causa radical de ese caudillismo, tendríamos que decir que resultó (y resulta) una malhadada adaptación criolla del absolutismo borbónico frente al cual se realizó la Independencia, y también de la pervivencia, en medio del singular despotismo ilustrado sedicentemente liberal en buena parte de nuestras naciones, de una concepción del Estado y del derecho que resultó un híbrido. Me refiero a la mezcla de supuestos hegelianos con elementos del formalismo kantiano. Si para Hegel el Estado era la conceptualización suprema de la idea (el espíritu, el Geist), y este no estaba hecho sino en un permanente in fieri (haciéndose), el desarrollo dialéctico del Geist era el resultado de la violenta lucha de contrarios. El poder político del Estado resulta para Hegel el sucedáneo temporalista del Redentor. Tal secularización de categorías teológicas (herencia de su permanencia en el Stift de Tübingen) hacen del hegelianismo jurídico y político una concepción que ve en quienes ejercen el poder nada menos y nada más que sustitutos de Dios.

      El vacío histórico político de un panteísta como Hegel intentó ser llenado (o completado) en el mundo liberal-burgués por el formalismo jurídico-estatal de inspiración kantiana. Así, más que en el puro Kant será la Escuela (neokantiana) de Marburgo la que nutrirá el formalismo político de la Reine Rechtslehre, de la teoría pura del derecho, que, con Hans Kelsen (1881-1973), se impuso como un dogma indiscutible en las facultades de Derecho a lo largo de casi todo el siglo XX, no solo en la Europa continental,

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