Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe

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Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe

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a los subalternos, pero no delega mayormente en ellos. Así, todo depende del líder, quien centraliza, de manera absorbente, las decisiones clave. El liderazgo democrático, por el contrario, es mucho más participativo: los subalternos no solo obedecen sino que aportan al análisis y a la toma de decisiones. El liderazgo carismático deviene, a menudo, jefatura egolátrica (narcisismo político) que, fundamental-mente, ordena y manda. El liderazgo democrático posee también el carisma del respeto (auctoritas), pero no se agota ni en el personalismo ni en el mando, sino en la guía oportuna y eficaz de los subordinados por el camino correcto.

      El caudillo (de cabeza, capitellum) suele ser la personificación de la autoridad carismática. El caudillismo es la expresión histórico-política de los caudillos. Habitualmente el término caudillo se aplica a jefes militares. La mentalidad militar suele confundir liderazgo y caudillismo. Por analogía, caudillo se aplica tanto a militares como a civiles que han ejercido el poder político con las características o con la ambición de ser jefes únicos. Ese tipo de conducción no admite pares sino subalternos; no ciudadanos sino súbditos. La historia independiente de América Latina ha estado plagada de caudillos, tanto militares (principalmente) como civiles, con un balance más negativo que positivo, tanto en lo referente a la valoración de sus ejecutorias individuales como en cuanto a su aporte a la consolidación de las instituciones políticas y a la madurez de la sociedad civil.

      El estadista es la expresión más elevada y sublime del político. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como persona de gran saber y experiencia en asuntos de Estado. Estadista no se nace, se hace. Winston S. Churchill (1874-1965) dijo acertadamente que el político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Su sentido de Estado nace en el estadista como consecuencia de su visión global y universal. El político limitado por la política local no será nunca un estadista; en el mejor de los casos, será un buen administrador. Rodrigo Borja, en su Enciclopedia de la política, cita al escritor ecuatoriano Raúl Andrade (1905-1981), quien afirmó: “De la monotonía política surge el estadista; de la amenidad política únicamente nace, crece y fructifica el politiquillo errante, simulador y mimético” (Borja, s. f.). No sé exactamente qué consideraría Andrade “monotonía política”, pero pareciera enseñar la historia que la madurez política en el estadista se da con los retos que plantean las coyunturas de crisis. Las crisis no tienen nada de monótonas. Su interés histórico-político deriva de los desafíos que ellas encierran. De su adecuada superación puede lograrse un despuntar de una vitalidad histórica represada o hasta entonces anulada por la crisis misma, así como de la incapacidad para superarla pueden producirse corruptelas y depravaciones morales y políticas que indiquen no la superación pero sí la reincidencia y el agravamiento en los males que socialmente se padecen. Solo de las grandes crisis nacionales y del manejo de la política internacional (la gran política, de las relaciones supranacionales y de las relaciones entre los Estados) pueden surgir los estadistas. John Adams (1735-1826) y Abraham Lincoln (1809-1865) son, en este sentido, prototipo de estadistas. Aunque no sean necesariamente doctrinarios políticos, siempre los estadistas suelen tener una sólida cultura que facilita su visión de conjunto y su alergia a la autorreferencia.

      América Latina ha tenido, en el tránsito republicano posterior a la Independencia, muchos caudillos, algunos líderes y muy escasos estadistas. Esas abundancias y carencias tienen una dimensión causal no pequeña en la grandeza de nuestros males y descaminos. También de nuestras inautenticidades. Porque los gatos pardos han procurado, tozudamente, ser caudillos, y líderes (nunca estadistas, aunque se llamaran y desearan ser llamados tales), según las circunstancias de espacio y tiempo.

      Si el caudillo depende de su carisma, su propia tipología política lo lleva a imponer su agenda y a buscar predominantemente sus intereses y ambiciones personales. Con una deformación subjetivista: suelen identificar sus metas individuales con los objetivos del país. Con una supravaloración deformante, el caudillo estima que no tiene pares en su contexto social humano. Por ello es voluntarista y proclive al culto a la personalidad. Más aún: alienta su personalismo, es el sumo sacerdote de su propio culto. Es habitual que cuando pretende o logra dejar un sucesor, este posea más sus defectos que sus virtudes, y que la sucesión impuesta sea el último acto que el caudillo realiza para dejar constancia de su propia superioridad y grandeza. No es nada propicio a la crítica (frente a la cual manifiesta una radical intolerancia) y exige una obediencia colindante con el vasallaje. Prototipos del caudillo latinoamericano del siglo XX serían, a mi entender, figuras políticamente antitéticas en no pocos puntos, como Juan Domingo Perón (1895-1974) y Fidel Castro (1926).

      El líder busca más la racionalidad de la prudencia política que el voluntarismo emotivo del caudillo (a menudo tocado con ribetes de nacionalismo chauvinista). Su conducción no requiere el culto a la personalidad. Más aún: evita con claridad tal culto. Pone su carisma en función de la conducción política tendente a la realización de un programa claramente inspirado en principios que procura tamizar de acuerdo con la realidad en la cual y para la cual vive. Procura hacer de su vida reflejo existencial de esos principios en procura de dar a ellos cauces histórico-políticos a través del diálogo y los consensos, siempre posibles y necesarios en una sociedad pluralista y democrática. El líder procura armonizar, social y políticamente, libertad y justicia.

      El caudillismo debilita (si no aniquila) las instituciones y es proclive a la demagogia populista, porque encuentra en el halago de las pasiones de las multitudes la apariencia o la sensación del aprecio de estas. El caudillo se autoconsidera y exige ser considerado un cuasirredentor. Justificará sus negaciones de la libertad y los derechos humanos, con la que considera su incuestionable cruzada por la justicia. Él no ama en realidad al pueblo (en el fondo solo lo aprecia como súbdito), pero necesita percibir, así sea de manera epidérmica, superficial, que es amado (o que él considere que muestra que es amado). El caudillismo es la expresión del raquitismo moral, de la patología política y de la bastardía histórica. El populismo caudillista genera la corrupción en todos los niveles. Reduce la democracia a la democratización de la corrupción y a la amoralidad social y política. El narcisismo del caudillo es tan patológico y absorbente que, desaparecido él físicamente, queda siempre el vacío de poder. El culto a la personalidad caudillista o semicaudillista traspasa los límites del pudor y retoza en lo ridículo. Piénsese en el alarde estrambótico de adulación sin límites que llevó en Venezuela a llamar a Antonio Guzmán Blanco (1829-1899) el Ilustre Americano y el Autócrata Civilizador.

      El caudillismo ha sido, quizá, la plaga más perniciosa de la América Latina independiente. Como fenómeno, ha estado vinculado preponderantemente (aunque no de forma monopolística) a los militares. Piénsese, como caudillo militar de segunda, en Manuel Mariano Melgarejo (1820-1871), en Bolivia. Pero también ha habido caudillos civiles. Piénsese en José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840), en Paraguay. (De mucha más incidencia histórico-política un tirano como Francia en Paraguay que un desajustado como Melgarejo en Bolivia). Y podrían multiplicarse los ejemplos según las distintas repúblicas de nuestra familia de pueblos mestizos.

      Quizá por la abundancia de caudillos, la escasez de líderes y la casi total ausencia de estadistas de talla superior, nuestras naciones siguen teniendo Estados haciéndose y no hechos; y la falta de vertebración de nuestra sociedad civil va paralela a la inmadurez política de nuestros pueblos, que han sido (y son) presa fácil de demagogos y utopistas, que solo han contribuido a la extensión y prolongación de sus miserias materiales y espirituales.

      Notas

      3 Cfr. Aurell i Cardona (2005), Pocock (1989), Skinner (vol. I, 1978/2002), Tully (1988). Cfr. también Laslett (1994).

      4 Cfr. Mathieu (2001). También sobre el conocer-interpretar, Gadamer (2002/2010), Pareyson (1971), Conti (2000).

      5 Cfr. Löwith (1980/1993), Mayer (1998), Colliot-Thélène (2014), Fleury (2009), Parkin (2002), Scaglia (2007).

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