Camino del altar. Jeanne Allan
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Se llevó las manos a la boca y volvió a llamar. Un movimiento en una de las estructuras adyacentes captó su atención. Tendido junto a una furgoneta, un Labrador negro alzó la cabeza y movió un poco el rabo sobre el suelo de cemento.
Preparado para esperar hasta que apareciera algún miembro de la familia Lassiter, Quint se acercó al perro.
–Debes ser tan viejo como el abuelo –comentó al ver el hocico blanco del animal–. Y con igual sentido común. ¿Y si he venido para robar el oro de la familia?
El viejo Labrador olisqueó la mano de Quint y con dificultad se tumbó de espaldas. Él se agachó y le acarició el vientre.
–¿Qué os pasa a los viejos? ¿Por el solo hecho de que alguien os rasque creéis que es bueno? –vio al adolescente debajo de la furgoneta cuando empezaba a levantarse–. Hola, no te había visto. ¿No me oíste gritar?
–Sí.
–Y esperabas que si te quedabas quieto me marcharía, ¿verdad? –el chico se encogió de hombros, dejando que su falta de hospitalidad hablara por sí sola. Quint no tenía intención de irse hasta no haber localizado a su presa–. Busco a la señorita Greeley Lassiter –el vehículo sumía en sombras al adolescente, pero durante un instante percibió su expresión de sorpresa.
–¿Por qué? –preguntó el joven después de un momento.
–Se lo explicaré a ella, y si ella quiere discutirlo con un adolescente, muy bien.
El chico se quedó quieto con la vista clavada en él. Luego bajó la cabeza y jugueteó con la sucia gorra de béisbol que se la cubría.
–¿Quién eres? –preguntó al fin.
–Quint Damian –el chico volvió a mirarlo y Quint se preguntó si sería retrasado. Tenía la voz aguda de un niño más pequeño–. No has preguntado quién era Greeley Lassiter, de modo que daré por hecho que me encuentro en el lugar adecuado. ¿Eres un empleado del rancho o un hermano menor? No sé mucho sobre la señorita Lassiter.
–¿Y por qué deberías saber algo?
–Se trata de un intercambio de información, ¿no? ¿Yo te cuento lo que quieres saber y luego tú me cuentas lo que yo quiero saber?
–Tal vez –repuso con ojos entrecerrados.
–Podríamos empezar por tu nombre –el chico permaneció tanto tiempo callado que tuvo ganas de sacarlo de debajo de la furgoneta para arrancarle las respuestas a la fuerza.
–Skeeter.
–Debes ser de la familia.
–¿Quién te dijo eso? –el chico se envaró.
–Nadie. Creía que los vástagos de los Lassiter recibían nombres en honor de las victorias de su padre en el rodeo.
–El Campeonato de Rodeo de Mesquite, Texas –anunció con tono de desafío–. Un nombre como Quint tampoco es para alardear.
Quint no vio nada positivo en quedarse más tiempo.
–Me alojo en el St. Christopher Hotel. Dile a tu hermana que me llame.
–¿Por qué?
–Porque no me sienta bien que me desafíen –la amenaza solo recibió desdén.
–Me refería a por qué debía llamarte.
–Digamos que tengo algo importante que hablar con ella.
–Digamos que yo quiero saber qué es.
–No me cabe ninguna duda –se levantó y se alisó los pantalones–. No pienso irme de Aspen hasta que la vea –regresó al coche y por encima del hombro añadió con falsedad–: Ha sido un placer conocerte, Skeeter.
El chico no se molestó en contestar.
Greeley observó a Quint Damian alejarse con su andar arrogante. Su tupido pelo negro, el mentón cuadrado y la mandíbula decidida le daban un aire duro que contrastaba con su elegancia real. Quienquiera que fuera y sea lo que fuere lo que quisiera, ella no quería tener nada que ver con él.
La asustaba, porque instintivamente sabía que representaba malas noticias. El motor de un coche gruñó en la quietud de la tarde, luego el coche deportivo atravesó el arco y desapareció.
Dijo que no iba a marcharse hasta que se reuniera con ella. Greeley descartó los motivos habituales por los que un extraño podría buscarla. Ninguno cuadraba con Quint Damian.
No pensaba verlo. Aunque parecía persistente.
Quint tamborileó los dedos sobre el volante, irritado por no haberle ofrecido un soborno al chico. Cinco o diez dólares para que lo llamara cuando llegara Greeley Lassiter. Bufó. Estaba en Aspen, lugar de recreo de millonarios. Por ahí los sobornos probablemente empezaban por cien dólares. O más.
La ciudad lo irritaba. El chico lo irritaba. La ausente Greeley Lassiter lo irritaba.
Pero por encima de todo su abuelo lo irritaba. Lo desconcertaba qué podía haber impulsado a Big Ed a enamorarse de Fern Kelly. Los últimos veintitantos años el viejo y él se habían arreglado bien.
Esperaba que nadie creyera que iba a llamar «abuela» a Fern. De pronto sintió una alegría especial. ¿Por qué no? Llamarla «abuela» era lo último que esperaría ella de un hombre de treinta y un años. Era algo en lo que valía la pena pensar la próxima vez que Fern lo irritara, cosa que ocurría cada sesenta segundos, estuviera o no ante su presencia.
Lo único bueno que tenía ese viaje a Aspen era imaginar la expresión que pondría Fern cuando regresara con su gran sorpresa. Una hija entregada a domicilio. Big Ed se había tragado el anzuelo, el sedal y la caña de pescar de la historia gótica de Fern del bebé arrancado de los brazos cariñosos de la madre. A Quint le gustaba especialmente esa parte en que le advertían a Fern de que jamás se pusiera en contacto con la niña que había sido dada para educar por la esposa de su amante.
No creía ni una palabra de la historia. Si Fern hubiera dedicado un minuto a pensar en la niña, cuyo nombre al parecer tenía problemas para recordar, lo sorprendería.
Fern había cometido un error cuando mencionó a la niña ante el abuelo en un intento por ganarse simpatía por su vida dura. Big Ed había contratado a un detective privado que no tardó en localizar a la hija de Fern. Quint había querido leer el informe que el detective le entregó al abuelo, pero en uno de esos caprichosos arranques de lógica que resultaban molestos y al mismo tiempo tiernos, Big Ed afirmó que curiosear en la vida de otra persona no estaba bien y que ya le había contado todo lo que Quint necesitaba saber.
Quint sabía muy poco. El nombre del rancho. El nombre del amante de Fern, Beau Lassiter, fallecido y que ya no representaba ninguna amenaza para aquella. Y el motivo para los nombres raros de los hijos de Lassiter. Frunció el ceño. El detective había pasado por alto a Skeeter Lassiter.
A menos que eso fuera obra del abuelo. A este le gustaba omitir algunos detalles relevantes cuando le presentaba a Quint un problema para resolver. Afirmaba