Camino del altar. Jeanne Allan
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–El abuelo cree en su historia y le gustaría que fuera a Denver para concederle a Fern lo que considera que es su deseo más ferviente. La oportunidad de reunirse con su hija.
–No –bebió otro trago de agua, dejó el vaso y amagó con levantarse.
–Aguarde. Por favor. Al menos deje que le explique la situación. El abuelo ofrece una sustanciosa compensación por su tiempo y esfuerzo. ¿Seguro que no quiere beber o comer nada?
–Sí.
Pensó que podría tenerla a su lado la próxima vez que negociara un contrato. Esa mujer no daba nada.
–Puede que haya oído hablar de Camiones Damian –hizo una pausa. Ella no intentó llenar el vacío–. Supongo que no. El abuelo fundó el negocio, y esperaba dejárselo a su hijo, pero mi padre murió en Vietnam un mes antes de que yo naciera.
–Lo siento –la primera señal visible de emoción humana cruzó por su rostro.
–No solicito su simpatía –repuso con sequedad–. Eso forma parte del pasado. La cuestión es que, al no tener más hijos, el abuelo me educó para llevar el negocio. Yo siempre supe que algún día la empresa de camiones sería mía.
–Comprendo. Ahora le preocupa que Fern pueda quedársela, de modo que desea que vaya a Denver y, de algún modo, desprestigie el pacto.
Había ido directa al grano. Un hombre haría bien en recordar que esa cara bonita ocultaba una mente astuta y no dejarse distraer por el llamativo vestido rojo y sus magníficas piernas.
–Aunque el abuelo ha estado pasándome la propiedad del negocio poco a poco desde que nací, con el fin de reducir los impuestos estatales y cerciorarse de que la compañía quedaba en la familia, solo podía pasar una cantidad limitada al año –en su opinión, los impuestos exorbitantes que había que pagar por las herencias llevaban a la bancarrota a muchas empresas familiares–. Él aún es el propietario de la mayoría del negocio –continuó–, y en Colorado, las viudas heredan al menos la mitad de los bienes del marido fallecido. Ningún testamento cambia eso. Fern es bastante más joven que el abuelo. Seré franco con usted, señorita Lassiter. No creo que ella y yo podamos trabajar alguna vez como socios.
–Ese es su problema –se levantó y se dirigió hacia la mesa del otro lado de la sala donde las dos rubias se sentaban con el hombre bien vestido.
El vaquero y el niño se habían ido. Si le daba la espalda, ocultándole la cara, sabría que había estado actuando. Se sentó de cara a él. Demostrando que Quint y sus opiniones le eran por completo irrelevantes. Una camarera prácticamente corrió a su lado. Greeley Lassiter iba a pedir la cena.
Vio que señalaba en su dirección.
Como un juguete con control remoto, la camarera se dirigió hacia la mesa de Quint.
–Greeley me ha dicho que ya está listo para cenar, señor.
–¿Es que es propietaria del restaurante? –rugió.
–No, señor. Greeley no.
Irritado por permitir que su conducta lo afectara de ese modo, se disculpó con la camarera y pidió la cena.
La cena de ella le fue servida primero. Una hamburguesa con patatas fritas. Quint no había visto ese plato en el menú. Vio que se quitaba unos guantes que él no había notado. Tuvo que reconocer que con esa raja en el vestido apenas había prestado atención a algo más que a sus piernas bien torneadas enfundadas en medias de seda. De pronto recordó que tenía los tobillos cruzados con tanta fuerza que le extrañó que no hubiera cortado la circulación. La señorita Lassiter no había sido tan indiferente como fingió.
El juego no había terminado. Lo único que necesitaba era el incentivo adecuado para convencerla de participar. Mientras la observaba comer repasó algunas posibilidades.
Dejó la hamburguesa en el plato y la camarera corrió a su lado, tapándole la cara con el cuerpo.
Quint se irguió. Algo en el modo en que la sombra de la camarera le oscurecía la piel blanca despertó en él una imagen familiar. Un recuerdo elusivo se burló de Quint y entonces lo tuvo. Entrecerró los ojos y mentalmente le añadió una gorra de béisbol y una mancha de grasa en la mejilla. Se sintió dominado por la furia.
Lo había engañado desde el principio, quitándoselo de encima como si fuera una mosca molesta.
Había cometido un error. Ningún Damian se rendía jamás.
Capítulo 2
SU ABUELO quiere casarse con Fern Kelly? –preguntó Allie–. Creía que ella era más joven que mamá.
–Por eso él se opone –Greeley asintió en dirección a su hermana–. Le preocupa que sobreviva al abuelo y herede parte del negocio familiar que había contado con controlar.
–Es la ley de Colorado –convino Thomas–. Greeley, aclárame algo. Dices que su abuelo y él pensaban sorprender a tu madre… ¡ay!
–No le des una patada a tu marido, Cheyenne. Es culpa tuya por hacer otras cosas… –clavó la vista en el vientre de su hermana mayor–… en vez de poner al día a Thomas con la historia de la familia. Al parecer la mujer que me dio a luz no sabe nada de su estúpido plan.
La mujer… no, había llegado el momento de abandonar esa tediosa identificación y llamarla Fern. Era evidente que no tenía más deseos de conocer a Greeley que esta a ella. Hacía tiempo que había aceptado el rechazo de Fern.
Un movimiento del otro lado de la sala llamó su atención. Quint Damian se hallaba de pie junto a su mesa hablando con la camarera y señalando en su dirección. Greeley se llevó una patata frita a la boca mientras él caminaba hacia ellos. El hombre tenía más valor y arrogancia que el semental campeón de Worth. De hecho, andaba como él.
El señor Damian se detuvo detrás de una silla vacía y depositó la botella de vino y su copa a medio llenar en el mantel rosa antes de dirigirse a todos.
–Tengo una pregunta.
Thomas, siempre un caballero, se levantó y extendió la mano.
–Greeley ha dicho que usted es Quint Damian, de Camiones Damian. Nunca nos hemos conocido, pero hemos hecho algunos negocios juntos. Me llamo Thomas Steele.
–¿De Hoteles Steele? –cuando Thomas asintió, le lanzó una mirada sombría a Greeley–. Eso explica algunas cosas.
–No cuente con ello –Thomas rio entre dientes. Luego le presentó a Cheyenne y a Allie–. Ya conoce a mi otra cuñada, Greeley –observó el vino de Quint y añadió con afabilidad–. Siéntese con nosotros, desde luego.
Greeley tuvo ganas de darle una patada.
El invitado no deseado se sentó y miró de Cheyenne a Allie.
–Jamás habría adivinado que eran las hermanastras de la señorita Lassiter.
–Somos