Camino del altar. Jeanne Allan
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–Es la madre de la señorita Lassiter –indicó Quint.
–Greeley tiene la misma madre que nosotros –afirmó Allie.
–Mary Lassiter –Cheyenne apretó la pierna de Greeley bajo la mesa.
Sonriendo ante la unión de fuerzas de las hermanas contra un desconocido, Thomas miró a Quint con curiosidad.
–Dijo que tenía una pregunta.
–¿Hay algún rodeo en Mesquite, Texas? –inquirió.
Greeley se atragantó, dejó la hamburguesa y ocultó las manos bajo la mesa. Demasiado tarde. La mirada burlona de él le indicó que había visto las uñas rotas.
–El Campeonato de Rodeo de Mesquite –repuso Cheyenne después de mirar a su hermana con perplejidad–. Beau, nuestro padre, empezó a practicar el rodeo allí. ¿Por qué lo pregunta?
–Por mí –indicó Greeley, negándose a revelar su incomodidad–. Me vio cambiando el aceite de la furgoneta esta tarde y pensó que era un adolescente, de modo que le dije que me llamaba Skeeter.
Thomas rio. Cheyenne y Allie intentaron contenerse. Greeley trató de terminarse la hamburguesa.
Las mujeres emocionales irritaban a Quint, pero la serenidad inabordable de Greeley Lassiter iba más allá de la simple irritación. Parecía más ardiente que un radiador recalentado, aunque por sus venas corría agua helada. Besarla sería como chupar un cubito de hielo.
Entonces, ¿por qué quería hacerlo?
–Greeley, si fueras a Denver, podrías recorrer todas las galerías de arte –comentó la esposa de Steele.
Quint observó sorprendido a esa inesperada aliada.
–No pienso ir a Denver a conocerla.
–Ahora lo entiendo aún menos –Cheyenne Lassiter se llevó la mano al vientre abultado.
Por coincidencia él miró en dirección a Greeley Lassiter en el momento en que un destello de dolor oscureció sus ojos. Desapareció tan rápidamente que habría pensado que lo había imaginado. Pero tenía los nudillos blancos cuando alzó la mano para beber.
Quint sabía muy bien lo que era desear algo que no podías tener.
–Lo único que pido es que vaya a Denver las próximas dos semanas. Fern ya se ha trasladado a nuestra casa, de modo que podría quedarse con nosotros. Como tendrá que ausentarse de su trabajo, por supuesto le pagaremos su tiempo y los gastos.
–No pienso ir a Denver, señor Damian.
–¿La palabra familia significa algo para usted, señorita Lassiter? –la miró a los ojos.
–Ella no es familia.
–Pienso en mi familia. Mi abuelo puede ser un incordio, pero se esforzó mucho para que su negocio prosperara. No puedo permitir que ella lo destruya a él o al trabajo de su vida.
–¿El trabajo de su vida o su herencia?
–Esto no tiene nada que ver conmigo.
–Ni conmigo. Gracias por la cena, Thomas. No, no te levantes. Me marcho.
Quint la observó ir hacia la puerta. Iba a ser una nuez dura de romper. La camarera llegó con su plato. Ya había roto nueces duras antes. Tomó el tenedor.
–¿Y bien, Allie? –inquirió Cheyenne Steele–. ¿Qué piensas ahora?
–Tienes razón –Allie Peters suspiró–. Lo supe en cuanto vi el vestido rojo. Debemos convencerla de que vaya a Denver a conocer a Fern Kelly.
–¿Están de mi parte? –preguntó Quint.
Las dos le lanzaron idénticas miradas de desdén.
–Estamos de parte de Greeley –anunció con rigidez la esposa de Steele.
–Quieren que vaya a Denver. Yo quiero que vaya a Denver. Diría que queremos lo mismo.
–Nosotras queremos lo mejor para Greeley –aseveró Allie–. Usted quiere lo mejor para sí mismo.
–A nosotros nos importa un bledo lo que usted quiere –añadió su hermana.
–Conozco su reputación, Damian –comentó Steele con mirada irónica–, y por regla general habría puesto mi dinero a su favor, pero como apueste en contra de las hermanas Lassiter va a perder.
No oyó la llegada del deportivo y no reconoció los vaqueros inmaculados ni las caras zapatillas, pero Greeley no necesitaba levantarse y darse la vuelta para identificar al visitante no bienvenido que se situó detrás de ella.
–¿Es que no tiene una vida propia?
–Mi vida son Big Ed y Camiones Damian.
–Eso es patético –se irguió y se frotó la espalda.
–¿Y qué es esto? –preguntó él, observando los objetos de metal que había sacado del pequeño tráiler.
Ella le lanzó una mirada despectiva. Hasta Davy, su sobrino de ocho años, reconocía repuestos viejos de automóviles cuando los veía. Pero la curiosidad pudo con Greeley.
–¿Quién es Big Ed?
–Mi abuelo –con cautela movió con el pie un ventilador.
–¿Llama a su abuelo Big Ed? –se quitó el sombrero de ala ancha y el guante de trabajo y se secó la frente con el dorso de la mano.
–A veces. Crecí oyendo que lo llamaban así. Deme un par de guantes y la ayudaré a bajar el resto de esta chatarra.
–¿No me diga que está dispuesto a sacrificar sus caros vaqueros por generosidad? ¿O espera un pequeño favor a cambio? ¿Algo parecido a un viaje a Denver? –lo miró con ojos centelleantes–. No soy estúpida.
–El jurado aún lo está debatiendo.
Greeley lo contempló con manifiesta indignación antes de apreciar lo absurdo de la situación. Entonces soltó una risa desdeñosa.
–¿Se ofrece a mover repuestos sucios vestido con lo que parece una camisa de seda y me llama estúpida a mí? Olvídelo. Probablemente tenga una docena más de distintos colores.
–¿Por qué le caigo tan mal? Antes de que supiera lo que yo quería, fingió ser otra persona.
–Estaba sola y usted era un desconocido –se encogió de hombros–. Una mujer debe ser cautelosa.
–Su actitud no tuvo nada que ver con la cautela –meneó la cabeza–. Fue abiertamente grosera.
–Quizá su aura me indicó que iba a ser un incordio –desvió la vista y se concentró en