Camino del altar. Jeanne Allan
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Worth contestó en el vestíbulo.
–Se encuentra aquí mismo.
Su hermano le pasó el auricular y ella se lo llevó al oído.
–Señorita Lassiter, me llamo Quint Damian. Conocí a Skeeter esta tarde y le pedí que le dijera que se pusiera en contacto conmigo.
–Lo he oído.
–Ustedes los Lassiter son muy amigables, ¿verdad? –ironizó–. Me gustaría verla. Cuando a usted le venga bien, desde luego.
–¿Por qué?
–Será un placer explicárselo cuando nos reunamos.
–Dígamelo ahora –la irritó el modo afable en que evadió la respuesta.
–¿El nombre de Fern Kelly significa algo para usted? –preguntó tras una larga pausa.
Fern Kelly. Hacía años que Greeley sabía quién era Fern Kelly. Una mujer que se había acostado con Beau Lassiter, que después había dado a luz a una niña que había dejado a la puerta de Mary Lassiter. Bebé que Beau había bautizado Greeley.
Colgó.
El teléfono volvió a sonar de inmediato.
–Señorita Lassiter, sé que está ahí. Me gustaría hablar con usted.
Imaginó que podía oírlo respirar.
–Señorita Lassiter, sería provechoso para usted que hablara conmigo.
Worth se le acercó con el ceño fruncido.
–¿Qué está pasando? ¿Ese tipo te hostiga?
–No es nada. No le prestes atención.
–Es evidente que no tendría que haber mencionado a su madre –continuó la voz de Quint Damian–, pero si acepta que nos veamos, podría explicárselo. Lo único que le pido es que escuche lo que tengo que decirle.
–¿Qué pasa con mamá? Está en la cocina guardando la compra.
Greeley apagó el contestador, silenciando la voz del señor Damian en mitad de una frase.
–Quiere venderme algo –repuso, mirando más allá del hombro de Worth.
–¿Qué?
–Una lápida –fue la respuesta más creíble que se le ocurrió–. Dijo que empezaba a hacerse mayor.
–Me gustaría oír cómo se lo dice a mamá a la cara –Worth rio.
–¿Decirme qué? –Mary Lassiter apareció en el vestíbulo.
–Un tipo intenta venderle a Greeley una lápida para ti porque empiezas a hacerte vieja.
–¿Qué? –Mary observó la luz roja que parpadeaba en el contestador y levantó el auricular del teléfono–. Aquí Mary Lassiter, quiero que sepa que solo tengo cincuenta y tres años y no espero que mi familia necesite una lápida para mí en al menos otros treinta años o más, de modo que puede… –una expresión aturdida apareció en su rostro–. ¿Después de tantos años? –miró a Greeley. Esta se sentó en la silla que había junto al aparato, sin apartar la vista de la cara de su madre–. No, si Greeley no quiere hablar con usted, es algo que ella ha decidido y yo no puedo ayudarlo –escuchó mientras retorcía el cordón del teléfono–. No lo sé. Quizá yo podría ir a reunirme con usted, señor Damian, si primero me diera una explicación.
–No –musitó Greeley con un nudo de pavor en el estómago; le quitó el auricular a su madre–. A las seis –anunció con voz áspera–. En el Lirio Dorado en el St. Christopher Hotel –colgó con fuerza.
Worth miró a las dos.
–¿Quiere alguien aclararme qué está pasando?
–No estoy segura –respondió Mary–. Un hombre llamado Quint Damian quiere hablar con Greeley sobre Fern Kelly.
–¿Quién es Fern Kelly? Oh. Ella. ¿Qué podría desear de Greeley?
–No tengo ni idea. ¿Y tú, Greeley?
Los ojos azules de su madre y su hermano la miraron extrañados. Los de ella eran más grises que azules, pero había heredado los pómulos altos y la boca que Worth había recibido de su padre.
–Ojalá tuviera el pelo rubio –soltó.
–¿Quieres parecerte a los bombones de tus hermanas? –Worth sonrió.
–Sí.
La sonrisa de su hermano se desvaneció y miró a su madre con expresión enigmática.
–Heredaste el resplandeciente pelo castaño de tu padre –Mary alargó la mano y pasó un dedo por una ceja de Greeley–. Eso y tus cejas. Las de él tampoco se arqueaban.
–No tengo la nariz de nadie –se refería a que no se parecía a la de Worth, la de sus hermanas o la de Mary.
–Claro que sí –Worth le rodeó los hombros con un brazo–. Tienes una nariz pequeña y respingona. Como la de las ardillas.
–Tonto –sonriendo a pesar del bloque de hielo que le constreñía el pecho, le dio un codazo en el costado–. Sabes a qué me refiero.
–Lo sé –le apretó un hombro–. Iré yo a hablar con ese tipo. Que me diga a mí qué quiere.
–No, Worth –Mary apoyó la palma de la mano en la mejilla de Greeley–. Debo ir yo. Después de tanto tiempo… Iré a averiguar qué hace aquí el señor Damian.
–Iremos los dos –insistió Worth.
Greeley quería dejar que fueran ellos. Pero no podía. Durante veinticuatro años se había aprovechado de su amabilidad y generosidad. La emoción le estranguló la voz.
–Os quiero –tragó saliva–. Pero voy a ir yo, gracias.
–No tienes por qué hacerlo –afirmó Worth, observándola–, aunque si estás segura de que eso es lo que deseas…
–Lo estoy –nunca en su vida había estado menos segura de algo.
Toda la atmósfera tranquila y elegante del restaurante le indicó a Quint que la cena en el Lirio Dorado le iba a salir muy cara. «De tal palo, tal astilla», pensó sobre Greeley.
No la vio entre los tempranos comensales. Aunque jamás había contemplado una foto suya, apostaba que reconocería a la hija de Fern en cuanto posara los ojos en ella.
Una diosa alta y rubia de pelo largo entró en el restaurante. Observó el salón y cuando clavó la vista en él se detuvo.
Su abierto interés lo desconcertó, hasta que la respuesta estuvo a punto de tirarlo de