Demasiado odio. Sara Sefchovich

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Demasiado odio - Sara Sefchovich El día siguiente

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rajó con una navaja el colchón y el sillón, abrió cajones y puertas del armario y la cocina, hasta que se percató de que no había lo que buscaba. Yo estaba segura de que me mataría, pero lo que hizo fue sentarse en la cama, cabizbajo y desolado. Y se soltó hablando: necesito de verdad ese dinero, necesito independizarme, ser mi propio jefe, dejar de obedecer a otros. Voy a formar un grupo que hará muchas cosas pequeñas, de esas que nadie tiene tiempo ni ganas de perseguir y que me harán rico en muy poco tiempo.

      Pero la emoción con que explicó eso se convirtió de repente en enojo. Se puso de pie y se me acercó tanto, que creí que empezaría otra vez a golpearme. Pero no fue así, sólo siguió hablando: mire señora, si no me lo entrega tendré que matarla. Y no quiero hacerlo porque usted no me desagrada, nunca fue grosera conmigo. Así que mejor flojita y cooperando. Y otra cosa: debe largarse ahorita mismo de acá, porque yo me voy a quedar a vivir en este lugar.

      Debo de haber puesto cara de sorpresa porque dijo: nimodo que toda su vida se va a quedar en el mismo sitio. Seguramente está absolutamente harta de eso.

      Otra vez no dije ni una palabra, porque después de todo, ese departamento no era mío y además ya estaba por irme, pero también porque sabía que cualquier cosa que dijera en lugar de calmarlo lo alteraría más.

      El momento fue difícil, pero el sujeto por fin se fue. No te imaginas el estado de nervios en que quedé. Afortunadamente Dios es grande y el tipo no se dio cuenta de que el dinero que tú me habías dejado, estaba encima de la televisión, envuelto en la vieja mascada que me había regalado mi primer novio, una que no me quitaba nunca, aunque él se burlaba y decía que parecía yo retrato, diario con lo mismo.

      Pero entonces tuve clara conciencia de que mi decisión era la correcta. Porque si antes lo dudaba, ahora estoy segura de que no podría seguir en este negocio, y si antes lo dudaba, ahora estoy segura de que no podría soportar más esta vida mía que había sido el paraíso, pero ahora ya era nada más y todo el tiempo el infierno, el puro infierno.

      4

      Como el boleto que me diste era para Cancún, porque según tú lo que más falta me hacía era ir a la playa, pues para allá me fui.

      Pero ¡qué cosa! Desde que bajé del avión todo fue horrible. No tenía yo idea de que se podía cobrar tanto por un taxi por un refresco por una habitación de hotel. Y todo ¿para qué? Llegas a la playa y no puedes echarte a tomar el sol porque las famosas arenas blancas ya no existen, hay tanto sargazo que parece que caminas en un pantano y además huele feo. ¡Hasta los lancheros se quejan porque el mar también está lleno de eso! ¡Hasta un bloguero famoso estaba grabando un video en el que le reclamaba al presidente de la República por no atender el problema!

      Así que, querida sobrina, con disculpas pero me fui lo más pronto que pude. Total, lo que sobra en México son playas. Así que decidí buscar alguna que estuviera limpia y con precios normales.

      Empecé por ir a las de Yucatán, porque están allí nomás, cerquita. Tomé un camión y en tres horas estaba yo en Progreso, en eso que llaman la costa esmeralda, porque el mar tiene ese color bellísimo.

      Lo que no es bello, es que el camino que corre paralelo a la playa está lleno de basura botellas de plástico cajas empaques vacíos, y que las lagunas a donde llegan los flamingos y otras aves están llenas de cascajo.

      Nunca me pude bajar del camión, pues en todo el camino no había hoteles donde quedarse. Según una mujer que venía sentada junto a mí cargando un bebé, aquí son puras casas de gente que viene en los veranos y les renta a otros que vienen en los inviernos.

      ¿Y tú cómo sabes eso? pregunté.

      Yo limpio una de esas casas y mi esposo la cuida contestó. Está más adelante, orita se la enseño.

      Varios kilómetros después me señaló una construcción. Afuera había un pequeño muro negro que decía Las Xaninas. Allí es dijo, pero no se bajó. Me voy a seguir a mi casa, nosotros somos de Telchac, Telchac pueblo, no Telchac puerto dijo.

      ¿Cómo se llama tu niña? pregunté.

      Xanina contestó.

      ¿Igual que la casa donde trabajas?

      Igual que las hadas a las que les pedimos el favor: sal xanina sal, toma de la mi pobreza y dame de la tu riqueza.

      Me quedé callada, ¿qué podía decir?

      Pasamos por lugares con nombres extraños: Chicxulub Dzemul Xcambó. En Dzilam acabó la corrida.

      Hasta acá nada más se puede pasar me explicó el conductor, un huracán se llevó el camino y no lo han reparado.

      Regresé entonces a Progreso y en la terminal, viendo las opciones, tomé el camión para Veracruz.

      Me dormí cuando pasamos por Campeche, así que no vi la muralla que apenas si recordaba, pero estuve despierta cuando pasamos por Tabasco y me dolió ver que allí seguían, igual que en mi recuerdo, las pobres vacas hechas puro esqueleto, muertas de sed en un estado con los ríos más anchos del país, un estado que año con año se inunda y el agua arrasa con todo a su paso.

      Muchas horas después, cuando por fin llegué al puerto jarocho, me seguí hasta Boca del Río, pues aunque la arena y el mar son grises y fríos, yo la recordaba como una playa tranquila.

      Pero nunca supe si seguía siendo así, porque me topé con un verdadero lío, las calles llenas de patrullas y policías, pues esa mañana habían encontrado un montón de cadáveres debajo de un puente.

      Entonces, pues me regresé a la terminal y le pregunté al que vendía los boletos a cuál playa bonita se podía ir, empeñada en darte gusto a ti, que me lo ordenaste.

      Mire señora contestó, aquí en Veracruz la cosa está muy fea por todas partes. Por qué no se va más al norte, dicen que hay buenas playas. Una vecina nuestra habla de una que se llama Barra del Tordo, que está en una zona donde convergen laguna, río y mar, hay manglares y cenotes y tortugas.

      Le agradecí al señor Rodulfo y me subí al camión que iba para Tampico. Era un viaje largo en una carretera que costeaba por el Golfo.

      Allí íbamos muy a gusto, cuando nos detuvieron y ya no nos dejaron seguir. Había helicópteros y soldados, parecía zona de guerra. Según una señora que venía sentada en la fila de atrás, un comando armado había entrado a no sé cuál municipio y calle por calle había ido asaltando golpeando disparando a cuanto ciudadano encontraron, a los policías los colgaron de los semáforos y destruyeron todo a su paso.

      Mucho rato estuvimos sin movernos y sin que nadie nos explicara nada. Había niños llorando, el baño estaba al tope de su capacidad, el aire olía a encierro y sudor y desesperación. En el radio se escuchaba un comercial: Visita Tamaulipas, maravilloso destino que te dejará deslumbrado, lleno de naturaleza, playas, pueblos mágicos y lugares listos para recibirte.

      Me di cuenta entonces, de que venir acá tampoco había sido la mejor decisión, así que apenas llegamos a la terminal y con todo y lo cansada que estaba, me fui al aeropuerto para salir de allí, irme lejos, al otro extremo del territorio, hasta el Océano Pacífico que seguro, ése sí, me esperaba con los brazos abiertos.

      Quiero un boleto para una playa tranquila en Baja California le pedí al que atendía en el mostrador. Ay señora, se acaba de ir el vuelo a La Paz, de allí ya quedan cerca Los Cabos, pero dentro de dos horas sale

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