Demasiado odio. Sara Sefchovich
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Así pasaron los días y las semanas y los meses. Hasta que mis huesos pegaron y ya no me dolían más. Entonces me paré en la sala cuando estaban viendo el noticiero y les dije a doña Lore y a la abuela: ya estoy curada, ya me voy.
Pero cuál no sería mi sorpresa cuando las dos dijeron que no, que por ningún motivo me podía ir, y cuál no sería todavía más mi sorpresa cuando el muchacho, que en ese momento entraba a la casa, ordenó: ni se le ocurra, aquí se queda la señora.
Y allí me quedé. Porque ésas fueron sus órdenes.
Y porque la verdad es que no tenía a dónde ir ni con quién ir ni para qué ir.
Empezó entonces mi vida en Apatzingán de la Constitución Michoacán de Ocampo México.
7
Una noche mientras dormía, el muchacho se subió encima de mí y sin más trámite me violó. Y antes de que pudiera yo siquiera chistar habló: en esta casa mando yo, soy el mero mero y todos lo saben, también usted lo debe saber y por eso ahorita se lo estoy haciendo saber.
Y así fue. Me lo hizo saber y lo supe. Y desde entonces tuve que aceptarlo encima de mí noche tras noche madrugada tras madrugada, aunque mi cuerpo lo último que quería era sexo. Y tuve que bailar con él pieza tras pieza cuando puso música a un volumen insoportable, aunque mi cuerpo lo último que quería era moverse. Y tuve que beber con él vaso tras vaso de las botellas que traía con líquidos de sabor horrible, aunque mi cuerpo lo último que quería era alcohol. Y tuve que escucharlo cantar canción tras canción, si eso que salía de su garganta se podía considerar canto.
En algún momento estuve tentada a pedirle ayuda a la madre o a la abuela, pero ellas hacían como si nada pasara, como si no se hubieran enterado o no les importara.
Y no sólo eso. En una de esas mañanas en que preparábamos el guisado en la cocina, doña Lore me la soltó: mi hijo es el rey de esta casa, ya te habrás dado cuenta. Él tiene el derecho de hacer y decir lo que quiera. Y nadie lo contradice. También tú lo debes saber y por eso ahorita te lo estoy haciendo saber.
Y así fue. Me lo hizo saber y lo supe.
Días después, en una de esas tardes en que veíamos la televisión en la sala, doña Lore me lo repitió: mi hijo nos cuida nos da para el gasto nos trae regalos. Es un buen muchacho, aunque a veces un poco enojón, pero eso no es su culpa, son las malas influencias de algunos con los que anda y es el estrés que tiene por su trabajo.
Me quedé callada, ¿qué podía decir?
Una noche el rey de la casa, el que tenía derecho de hacer y decir lo que quisiera, al que nadie contradecía, decidió que ya no se iría a su habitación, sino que se quedaría a dormir conmigo.
Fue así como Alfonso, a quien todos llamaban Poncho, dejó de ser mi golpeador y mi violador y se convirtió en mi amante. Un amante impetuoso, lleno de energía y juventud.
Cosa extraña: de repente era yo otra vez la proveedora de lo que un hombre buscaba y sabía yo perfectamente cómo hacerlo, pues según decía la abuela, lo que bien se aprende no se olvida.
Mi vida adquirió entonces su rutina: en las mañanas ayudaba en la cocina, en las tardes veía televisión con las mujeres y en las noches me ocupaba del muchacho, que había encontrado en mi cama su escuela para aprender artes amatorias y también el único lugar del mundo donde se sentía seguro, donde se atrevía a dormir.
Usted me va a cuidar ¿verdad señora? no me va a abandonar ¿verdad señora? no me va a traicionar ¿verdad señora? preguntaba. Claro que te voy a cuidar claro que no te voy a abandonar ni te voy a traicionar le contestaba.
Empecé a sentir una gran ternura por este jovencito que se fingía tan poderoso y actuaba con tanta violencia, pero que cuando se quedaba dormido, con su cuerpo flaco y su cabello revuelto, parecía tan desvalido.
Pronto lo comencé a limpiar con un trapito, humedecido con agua y jabón, pasándoselo muy suavemente. Le tuve que quitar las botas y la chamarra, porque siempre se acostaba vestido de pies a cabeza. Y él se dejó, y una vez hasta se acurrucó en mí y me dijo madre.
Y fue así como Alfonso, a quien todos llamaban Poncho, dejó de ser mi amante y se convirtió en mi hijo, un hijo asustado, lleno de miedos y pesadillas.
Cosa extraña: de repente era yo por primera vez madre y no tenía ni la menor idea de en qué consistía eso, pues según decía la abuela, lo que no necesitamos nunca lo aprendemos.
8
La maternidad se convirtió en mi vida. Nada me interesó más, nada me atrajo más, y nada me ocupó más. Descubrí un mundo no sólo desconocido sino inimaginable. Y descubrí un modo de querer a alguien que nada tenía que ver con los amores que había experimentado.
El Poncho se convirtió en el centro de mi existencia. Y en su periferia. En su cielo y en su tierra. En el todo y en las partes. En el arriba y el abajo, el en medio y las orillas.
Lo esperaba a cualquier hora, le preparaba sus alimentos, le lavaba y planchaba su ropa, lo bañaba y acicalaba. Y eso le gustó tanto, que me empezó a hacer regalos: que una mascada que un perfume que unos zapatos, y hasta puso una televisión en mi recámara, para que yo pudiera escoger lo que quería ver.
Así fue que en vez de telenovelas, empecé a ver programas en los que sicólogas educadoras médicas y madres de familia, explicaban cómo había que cuidar alimentar educar y apoyar a los hijos.
Esto es lo que decían: que las madres son las que enseñan los saberes básicos para la vida los modelos de conducta y de relación los valores; que las madres tienen virtudes como la compasión la paciencia el sentido común; que las madres son las conservadoras del fuego doméstico centro mágico de todo lo que existe; que las madres deben hacerse responsables de sus crías amarlas y cuidarlas hasta que crezcan; que la relación madre-hijo está sustentada en el amor, la madre ama al hijo incondicionalmente no porque él lo merezca sino porque es su hijo, lo adora y admira no porque haga esto o aquello sino porque es él.
Y pues yo me lo tomé completamente en serio. Y a las pocas semanas ya había asumido completamente el papel.
¿A dónde vas mijo? preguntaba.
A mis asuntos respondía.
¿Cuáles son esos asuntos?
Usted eso no lo debe preguntar.
¿Y qué pasa si lo pregunto?
Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.
Dime nomás si estudias o trabajas preguntaba.
Eso no es asunto suyo respondía.
Pero