Demasiado odio. Sara Sefchovich

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Demasiado odio - Sara Sefchovich El día siguiente

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que me sentí mejor. Hasta que ya me pude sentar en la cama y mirar por la ventana la calle solitaria, en la que a veces algún perro buscaba algo de comer en las bolsas de basura que dejaban allí nomás sobre la banqueta. Hasta que pude comer los purés que la abuela ordenó que me cocinaran. Hasta que logré ir al baño apoyada en las hijas de doña Lore que se volvieron mis muletas. Y por fin, hasta que conseguí bajar las escaleras y sentarme en la mesa y comer la comida y empezar a ayudar en la cocina: me pasaban los frijoles para limpiarlos los ejotes para cortarles las puntas las verduras para picarlas las papas para pelarlas.

      Así pasaron los días y las semanas y los meses. Hasta que mis huesos pegaron y ya no me dolían más. Entonces me paré en la sala cuando estaban viendo el noticiero y les dije a doña Lore y a la abuela: ya estoy curada, ya me voy.

      Pero cuál no sería mi sorpresa cuando las dos dijeron que no, que por ningún motivo me podía ir, y cuál no sería todavía más mi sorpresa cuando el muchacho, que en ese momento entraba a la casa, ordenó: ni se le ocurra, aquí se queda la señora.

      Y allí me quedé. Porque ésas fueron sus órdenes.

      Y porque la verdad es que no tenía a dónde ir ni con quién ir ni para qué ir.

      Empezó entonces mi vida en Apatzingán de la Constitución Michoacán de Ocampo México.

      7

      Una noche mientras dormía, el muchacho se subió encima de mí y sin más trámite me violó. Y antes de que pudiera yo siquiera chistar habló: en esta casa mando yo, soy el mero mero y todos lo saben, también usted lo debe saber y por eso ahorita se lo estoy haciendo saber.

      Y así fue. Me lo hizo saber y lo supe. Y desde entonces tuve que aceptarlo encima de mí noche tras noche madrugada tras madrugada, aunque mi cuerpo lo último que quería era sexo. Y tuve que bailar con él pieza tras pieza cuando puso música a un volumen insoportable, aunque mi cuerpo lo último que quería era moverse. Y tuve que beber con él vaso tras vaso de las botellas que traía con líquidos de sabor horrible, aunque mi cuerpo lo último que quería era alcohol. Y tuve que escucharlo cantar canción tras canción, si eso que salía de su garganta se podía considerar canto.

      En algún momento estuve tentada a pedirle ayuda a la madre o a la abuela, pero ellas hacían como si nada pasara, como si no se hubieran enterado o no les importara.

      Y no sólo eso. En una de esas mañanas en que preparábamos el guisado en la cocina, doña Lore me la soltó: mi hijo es el rey de esta casa, ya te habrás dado cuenta. Él tiene el derecho de hacer y decir lo que quiera. Y nadie lo contradice. También tú lo debes saber y por eso ahorita te lo estoy haciendo saber.

      Y así fue. Me lo hizo saber y lo supe.

      Días después, en una de esas tardes en que veíamos la televisión en la sala, doña Lore me lo repitió: mi hijo nos cuida nos da para el gasto nos trae regalos. Es un buen muchacho, aunque a veces un poco enojón, pero eso no es su culpa, son las malas influencias de algunos con los que anda y es el estrés que tiene por su trabajo.

      Me quedé callada, ¿qué podía decir?

      Una noche el rey de la casa, el que tenía derecho de hacer y decir lo que quisiera, al que nadie contradecía, decidió que ya no se iría a su habitación, sino que se quedaría a dormir conmigo.

      Fue así como Alfonso, a quien todos llamaban Poncho, dejó de ser mi golpeador y mi violador y se convirtió en mi amante. Un amante impetuoso, lleno de energía y juventud.

      Cosa extraña: de repente era yo otra vez la proveedora de lo que un hombre buscaba y sabía yo perfectamente cómo hacerlo, pues según decía la abuela, lo que bien se aprende no se olvida.

      Mi vida adquirió entonces su rutina: en las mañanas ayudaba en la cocina, en las tardes veía televisión con las mujeres y en las noches me ocupaba del muchacho, que había encontrado en mi cama su escuela para aprender artes amatorias y también el único lugar del mundo donde se sentía seguro, donde se atrevía a dormir.

      Usted me va a cuidar ¿verdad señora? no me va a abandonar ¿verdad señora? no me va a traicionar ¿verdad señora? preguntaba. Claro que te voy a cuidar claro que no te voy a abandonar ni te voy a traicionar le contestaba.

      Empecé a sentir una gran ternura por este jovencito que se fingía tan poderoso y actuaba con tanta violencia, pero que cuando se quedaba dormido, con su cuerpo flaco y su cabello revuelto, parecía tan desvalido.

      Pronto lo comencé a limpiar con un trapito, humedecido con agua y jabón, pasándoselo muy suavemente. Le tuve que quitar las botas y la chamarra, porque siempre se acostaba vestido de pies a cabeza. Y él se dejó, y una vez hasta se acurrucó en mí y me dijo madre.

      Y fue así como Alfonso, a quien todos llamaban Poncho, dejó de ser mi amante y se convirtió en mi hijo, un hijo asustado, lleno de miedos y pesadillas.

      Cosa extraña: de repente era yo por primera vez madre y no tenía ni la menor idea de en qué consistía eso, pues según decía la abuela, lo que no necesitamos nunca lo aprendemos.

      8

      La maternidad se convirtió en mi vida. Nada me interesó más, nada me atrajo más, y nada me ocupó más. Descubrí un mundo no sólo desconocido sino inimaginable. Y descubrí un modo de querer a alguien que nada tenía que ver con los amores que había experimentado.

      El Poncho se convirtió en el centro de mi existencia. Y en su periferia. En su cielo y en su tierra. En el todo y en las partes. En el arriba y el abajo, el en medio y las orillas.

      Lo esperaba a cualquier hora, le preparaba sus alimentos, le lavaba y planchaba su ropa, lo bañaba y acicalaba. Y eso le gustó tanto, que me empezó a hacer regalos: que una mascada que un perfume que unos zapatos, y hasta puso una televisión en mi recámara, para que yo pudiera escoger lo que quería ver.

      Así fue que en vez de telenovelas, empecé a ver programas en los que sicólogas educadoras médicas y madres de familia, explicaban cómo había que cuidar alimentar educar y apoyar a los hijos.

      Esto es lo que decían: que las madres son las que enseñan los saberes básicos para la vida los modelos de conducta y de relación los valores; que las madres tienen virtudes como la compasión la paciencia el sentido común; que las madres son las conservadoras del fuego doméstico centro mágico de todo lo que existe; que las madres deben hacerse responsables de sus crías amarlas y cuidarlas hasta que crezcan; que la relación madre-hijo está sustentada en el amor, la madre ama al hijo incondicionalmente no porque él lo merezca sino porque es su hijo, lo adora y admira no porque haga esto o aquello sino porque es él.

      Y pues yo me lo tomé completamente en serio. Y a las pocas semanas ya había asumido completamente el papel.

      ¿A dónde vas mijo? preguntaba.

      A mis asuntos respondía.

      ¿Cuáles son esos asuntos?

      Usted eso no lo debe preguntar.

      ¿Y qué pasa si lo pregunto?

      Pues que con la pena, pero no le voy a contestar.

      Dime nomás si estudias o trabajas preguntaba.

      Eso no es asunto suyo respondía.

      Pero

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