Demasiado odio. Sara Sefchovich

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Demasiado odio - Sara Sefchovich El día siguiente

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la salida, el prelado me contó que la abuela había nacido en Nueva Italia, en una hacienda fundada por un inmigrante italiano en el siglo XIX, en la que vivían y trabajaban puros italianos, más de tres mil según dijo, que era muy próspera, producía maíz frutas algodón arroz. Hasta que el general Cárdenas la expropió y la convirtió en ejido. Fue entonces cuando la familia se vino para Apatzingán y pusieron una tienda, pero no se hallaron, estaban acostumbrados a ser agricultores y no comerciantes, así que acabaron regresándose a su tierra allá en Lombardía. A la hija la dejaron, porque para entonces ya la habían casado con un mexicano, un cacique de esos que siempre andaba con pistola al cinto, queriendo siempre más tierras y más ganado, siendo siempre amigo del delegado del banco ejidal del comandante del batallón y del jefe de la zona militar, que siempre resolvía los asuntos a su modo y hacía de las suyas sin que nadie pudiera con él. Yo le digo doña dijo muy serio, que la violencia por acá ha existido siempre, que no me vengan a decir que es cosa de hoy.

      Me quedé callada, ¿qué podía decir?

      Salimos del panteón dejando a doña Lore en su última morada como decía doña Livia, y dejando que el Señor goce de su compañía como dijo el obispo.

      A lo lejos se escuchaba una canción: Qué bonito Apatzingán / tierra de lindas palmeras / y de hombres de valor sin igual.

      12

      Lo primero que hice fue limpiar bien la casa, que había quedado llena de lodo de los zapatos de los atacantes y de sangre de los cuerpos de los atacados. Después puse orden en la cocina la sala y las recámaras, que habían quedado revueltas por la buscadera de los armados. Y por fin, enterré junto al árbol de la calle al perico que todavía estaba en su jaula el pobre, ya duro y apestoso.

      En los siguientes días, todo fue atender a las dos enfermas: darles sus baños de esponja ponerles ropa y sábanas limpias administrarles sus medicinas servirles sus comidas y sus tés de yerbas. Yo misma me los tenía que tomar, pues estaba muy triste, extrañaba a doña Lore, extrañaba a las niñas y extrañaba sobre todo a mi muchacho.

      Así pasaron varias semanas en las que aquello era un hospital y un lugar de duelo.

      Pero cuando doña Livia y la muchachita se sintieron mejor, empecé a salir. Necesitaba aire fresco, caminar.

      Las primeras veces fui solamente alrededor de la cuadra, porque me dio miedo aventurarme más lejos en esa ciudad desconocida pero de la que había escuchado cosas tan terribles.

      Eran puras casas como la nuestra, una tenía zaguán ciego y otra lo tenía de reja ésta era de dos pisos y aquélla de tres las había pintadas de blanco o pintadas de color con jardinera al frente o sin jardinera al frente, pero todas muy parecidas. Y todas cerradas a piedra y lodo, las ventanas protegidas con barrotes para que nadie se pudiera meter y con cortinas para que nadie pudiera ver lo que sucedía adentro.

      Había algunos árboles sembrados en las banquetas, parecidos al que ahora alberga a nuestro perico, todos maltratados y llenos de basura que se ve llevaba allí un buen rato: vasos de unicel cáscaras de plátano pañales usados.

      Pasados algunos días fui más lejos. Las cuadras de los alrededores eran iguales, las mismas casas las mismas banquetas chuecas los mismos árboles maltratados con la misma basura de latas vacías bolsas de plástico restos de comida.

      Una de las casas por las que pasé estaba cerrada con cadenas y candados y tenía colgado un pedazo de cartón con un letrero que decía ¿por qué él? Y junto alguien había pegado una hoja de papel con un letrero que decía cállate el osico dices puras estupideses quieres una madrisa.

      Pasados otros días fui aún más lejos, siempre pendiente de saber por dónde regresar y siempre atenta a que aún hubiera luz de día. Llegué a una calle ancha en la que había una papelería Carmelita una tortillería El grano de oro una frutería verdulería y recaudería La frescura de Tierra Caliente y una miscelánea El supercito. Había también puestos en los que vendían comida preparada zapatos vestidos juguetes maletas. En el que se llamaba Churrería General de la República vendían los más deliciosos churros, en el que se llamaba Textiles La Fama vendían los más preciosos sarapes, y en el que se llamaba La biblioteca vendían muchas revistas con fotografías de mujeres semidesnudas con unas nalgas descomunales y de asesinados con los ojos muy abiertos.

      Otro día llegué hasta una avenida en la que había una tienda de plantas La nochebuena roja y una tienda de telas La seda roja. Entré a las dos, en aquélla estuve viendo las macetas, había rosas de muchos colores y flores azules blancas y moradas y en ésta estuve viendo las muestras, había algodones de muchas texturas y con dibujos gruesos y delgados.

      Pensé en aprender a usar las viejas palas arrumbadas en el patio de atrás para sembrar mis propias plantas, y en aprender a usar la vieja máquina de coser arrumbada en la habitación de la difunta para coser mi propia ropa. Empezaría por sembrar flores amarillas ahora que se acercaba el día de muertos, quién quita y a doña Lore eso le gustaría y nos echaría su bendición desde el más allá, y empezaría por coserme una camiseta de esa tela amarilla que tiene dibujos de dólares, montones de billetes de cinco y diez y veinte y cincuenta y hasta de cien, que se enciman y se acomodan para un lado y para otro, quién quita y me darían buena suerte para tenerlos de a deveras.

      Unos días después encontré sobre esa misma avenida una tienda en la que vendían libros y discos, en cuyo nombre no me fijé. Los libros no me llamaron la atención, pero los discos sí. Entré y estuve viéndolos todos, uno por uno, y pensé en mandar a componer el viejo tocadiscos que tenían arrumbado en un rincón de la sala para escuchar la música de Michoacán, quién quita y me darían buena suerte para que me aceptaran como de este lugar.

      Allí mismo se escuchaba una canción: Soy de puro Michoacán / honrado y trabajador.

      Una vez me tocó presenciar un desfile. Eran muchachas con uniformes de gala, marchando muy derechitas, moviendo piernas y brazos al mismo tiempo, con un tambor que les marcaba el paso. Cada contingente llevaba un letrero con el nombre de su escuela: academia de belleza tal escuela de estética tal instituto de maquillaje tal centro de estudios de alto peinado tal. Pensé en aprender a usar la vieja cámara de fotografía que tenían arrumbada en el cuarto de Poncho para retratar lo que estaba viendo, quién quita y cuando regresaran nuestras niñas les gustaría también ser cultoras de belleza.

      Otra vez me tocó presenciar un asalto. Eran muchachos con las caras tapadas y armas enormes, que entraron al banco gritándole a todos los presentes que se tiraran al piso, mientras saqueaban las cajas de adentro y los cajeros de afuera. Pensé que convendría tener un celular y tomar un video para mandárselo a la policía, quién quita y tal vez así podrían detener a los delincuentes.

      Lo que nunca faltó, hubiera sol o lluvia, desfiles o asaltos, fue el carrito que vendía los elotes. Allí estaba todos los días con la gran olla en la que se mantenían calientes y humeantes, los frascos de vidrio llenos de mayonesa mantequilla chile piquín, y su letrero de colores que anunciaba el nombre de la empresa: my lindo apatsingan.

      Una vez mientras comía el mío, una señora que también comía el suyo le preguntó al vendedor: ¿Se acuerda don cuando aquí mismo se paraba uno que vendía hamburguesas que luego resultaron ser de carne de perro?

      Yo no me acuerdo de nada respondió el aludido. Lo que era era y lo que es es.

      Otra vez cuando ya había terminado el mío, una señora que estaba a punto de empezar con el suyo le preguntó al vendedor: ¿Se enteró don de que en el asalto al banco hubo dos muertos y tres heridos?

      Yo no me entero de nada respondió el

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