Demasiado odio. Sara Sefchovich

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Demasiado odio - Sara Sefchovich El día siguiente

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la guerra y otro les mandó a un comisionado que un gobernador se entendía con ellos y otro dijo que iba a despachar en Apatzingán.

      Todo esto supe, pero me quedé callada, ¿qué podía decir?

      10

      Por la ventana de la cocina los vi venir. Luego luego se miraba que no era para nada bueno.

      Apenas tuve tiempo de avisarle a Poncho, cuando ya habían tirado la puerta y ya se habían metido a la casa.

      Eran cuatro con unas armas enormes que empuñaron contra nosotras. ¿Dónde está ese hijo de puta? preguntaban mientras buscaban por todas partes gritaban insultaban. No sabemos decía doña Lore, él nunca nos avisa a dónde va ni cuándo va a regresar. Como eso no les gustó, pues así sin más le metieron dos tiros. Luego le preguntaron lo mismo a la abuela, que no contestó pero jaló a la sirvienta y se cubrió el cuerpo con ella. La bala que iba para la anciana le rozó el brazo a la muchacha y de allí se fue derechito al perico, que en su jaula gritaba enloquecido.

      A mí uno me dio un golpe tan fuerte que fui a dar bajo la mesa y a las dos niñas se las llevaron pataleando y gritando enloquecidas.

      Pero por más que hicieron todo eso y por más que voltearon la casa patas arriba, no encontraron al Poncho.

      Cuando se fueron, aquello era un desastre. De todas las mujeres de la casa, una era cadáver, otra estaba herida, una golpeada y la abuela a punto de un ataque al corazón. Y había dos menos.

      Poco a poco me pude levantar, aunque todo el cuerpo me dolía. Lo primero que hice fue tomarme una de aquellas pastillas que alguna vez, cuando me dieron otra golpiza, me había recetado el doctor. Y en cuanto me hizo efecto, empecé a actuar.

      A doña Lore, que había quedado al pie de la escalera, la envolví en una sábana grande para poderla arrastrar hasta la sala, donde la acomodé muy estiradita encima del tapete y le prendí una veladora. A la abuela, que había quedado paralizada en su sillón, le preparé un té de tila y la llevé a su cama donde la acosté para que descansara. A la sirvienta, que había quedado tirada en el piso, la puse en la cama de una de las niñas desaparecidas y la curé como Dios me dio a entender, con puro alcohol y más alcohol. Pero como la herida no paraba de sangrar, corté una sábana y se la amarré bien apretada como había visto en la televisión que se hacía para parar las hemorragias, y le di también de las medicinas que habían sobrado de cuando yo estuve lastimada.

      Era casi una niña y me miraba con ojos de cordero asustado cuando le saqué la plática.

      ¿Dónde es tu cuarto? pregunté.

      No tengo cuarto seño contestó.

      ¿Dónde duermes? pregunté.

      Pongo mi catre en la despensa seño contestó.

      ¿Dónde es tu baño? pregunté.

      No tengo baño seño contestó.

      ¿Dónde haces tus necesidades? pregunté.

      En la coladera del patio de atrás de la cocina seño contestó.

      ¿Dónde te bañas? pregunté.

      En la misma coladera me echo el cubetazo de agua seño contestó.

      ¿Y tu familia dónde está? pregunté.

      No lo sé seño contestó.

      ¿Cómo que no sabes? pregunté.

      Es que nosotros somos de La Ruana, pero ya se juyeron y quién sabe para dónde contestó.

      ¿Y por qué huyeron? pregunté.

      Porque ya no podían sembrar contestó.

      ¿Y por qué no podían sembrar? pregunté.

      Pero ya no me contestó. Se quedó callada. Y yo no insistí.

      Cuando me fui de allí me di cuenta de que no le había preguntado su nombre. En la casa todos la llamaban oye tú y yo también la llamé siempre así.

      11

      Enterré a doña Lore sin que su madre ni sus hijos estuvieran presentes. La abuela, porque no se podía mover, el susto y el dolor la habían afectado mucho, y las niñas y el muchacho, porque sólo Dios sabía dónde estaban.

      Un señor al que le regalábamos diario las sobras de la comida, me trajo un cajón de muerto, de madera color café, barnizado y con algo grabado encima, que, según dijo, se había encontrado abandonado en el basurero municipal. Le quise preguntar cómo sabía que lo necesitábamos, pero no me atreví. Le quise preguntar cómo era que había un cajón de muerto tirado así nomás, pero no me atreví.

      Así que lavé y vestí a la difunta, la metí en su ataúd y le pedí ayuda al vagabundo para conseguir un taxi que me llevara al camposanto.

      Yo nunca había salido de casa de doña Lore, desde que llegué a Apatzingán estuve siempre adentro.

      El taxista se dio cuenta de cómo miraba todo y dijo: si quiere la llevo a conocer. Y antes de que yo dijera sí o no, ya me estaba enseñando: aquí tenemos la plaza de la Constitución la plaza de los Constituyentes y la casa de la Constitución. En Apatzingán es cosa de mucha Constitución, por el cura Morelos que en este lugar la escribió. Ésa es la presidencia municipal y ésa la iglesia con su torre que tiene un reloj. Para allá están las avenidas Constitución y Plutarco Elías Calles y para acá están el centro cultural que hicieron hace poco en la vieja estación del tren y el lienzo charro. Por este lado se llega a la unidad deportiva con su alberca y por aquel lado a la biblioteca pública con sus libros. Más para allá se llega al mercado y más para acá se llega a la terminal de camiones. Le puedo enseñar el zoológico, allí los niños patinan. O Las piedritas, allí los jóvenes platican. Como hay que enterrar a la difunta, ya no le voy a enseñar los fraccionamientos como La Huerta ni las colonias como Palmira Niños Héroes Los arquitos. Pero cuando quiera, con gusto la llevo. Lo que sí le ofrezco es, si ocupa una misa de cuerpo presente con mariachis como se acostumbra acá, conseguirla a buen precio.

      No gracias dije, apabullada con tanta palabra.

      Usted manda seño.

      Cuando llegamos al panteón, me ayudó a bajar la caja y antes de irse dijo: gracias por su pago, me hizo usted el día y hasta la semana. No sé por qué me prefirió a mí, pero me imagino que es porque las funerarias cobran mucho, con tanto muerto tienen el negocio más próspero de todos los negocios de esta ciudad. Bueno, es un decir, porque los negocios deveras prósperos de esta ciudad son otros, y solito se rio de su broma que yo no entendí.

      Unos señores que trabajaban en el lugar, llevaron la caja hasta el sitio donde abrieron un agujero. No había nadie más que mi persona frente a la tumba. Miré el cielo, había un atardecer precioso. Me quedé pensando que la vida tiene cosas extrañas, pues yo que hacía tan poco tiempo ni los conocía, ahora era la única familia presente.

      Cuando empezaban a echar las paletadas de tierra, llegó un cura que dijo ser amigo personal de la abuela y al que ella le había llamado para pedirle que fuera. Ahora éramos dos frente a la tumba en ese atardecer precioso. Me quedé pensando que la vida tiene cosas extrañas, pues yo que era una pecadora redomada,

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