Demasiado odio. Sara Sefchovich

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Demasiado odio - Sara Sefchovich El día siguiente

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de una revista que encontré sobre el asiento junto al mío, era un lugar precioso, así que iba yo feliz. Pero cuál no sería mi sorpresa, que cuando llegué no se podía ir a la playa, porque a una empresa se le acababan de derramar tres mil litros de ácido en pleno mar, y aunque ellos decían que no pasaba nada, que todo estaba controlado, los ambientalistas aseguraban que el agua se había contaminado mucho.

      Así que mejor puse pies en polvorosa. Y de plano hice lo que debí haber hecho desde el principio: irme a lo conocido, a la playa de la que escuché hablar desde niña, a la que siempre fue la ilusión de mis padres aunque nunca pudieron ir, a la que el hombre que hace muchos años me llevó por todo el país decía que era la más hermosa del mundo porque allí habían estado Rita Hayworth y María Félix: Acapulco. ¡Cómo le gustaba cantar Acuérdate de Acapulco / María bonita María del alma!

      Así que compré mi boleto y para allá me fui.

      Pero sucedió que cuando me bajé del avión y tomé un taxi para ir al hotel, no pudo pasar porque el camino estaba cerrado por maestros enojados con el gobierno quién sabe por qué, y su actitud era bastante agresiva. Así que tuvimos que dar un vueltón de casi dos horas, en pleno calor del día, por lugares que yo ni imaginaba que existían, un Acapulco que no sale en las fotos ni en las películas, calles de tierra casuchas con techo de lámina montones de niños descalzos y moquientos de jóvenes sin nada que hacer y de muchachitas vendiéndose.

      Para cuando por fin llegué al hotel, agotada física y emocionalmente, sólo pensaba en cómo irme de allí lo antes posible.

      Y eso hice. A la mañana siguiente me trepé a un camión (¡no iba a regresar al aeropuerto!) y me fui para mi adorada Ciudad de México ¡aunque no tuviera playas!

      Pero sucedió que el dicho camión hizo una parada en Cuernavaca, y a mi memoria llegaron unas camas que rechinaban cuando mi amado y yo hacíamos el amor y un jardín donde nos sentábamos en las tardes para oír a los pájaros que se ponían sobre los cables de luz. Entonces sin pensarlo dos veces, me bajé.

      Mi primera impresión del zócalo de la ciudad, fue que todo estaba igual que en mi recuerdo: el kiosco donde venden licuados de frutas, las dos plazas una junto a la otra. Pero poco a poco me di cuenta de que no era así, porque la grande estaba sin sus viejos y frondosos árboles y demasiado llena de gente que la había convertido en un muladar.

      Frente al Palacio Municipal había un plantón y las personas llevaban fotos de unos jóvenes a los que habían asesinado. Más allá, otros escuchaban un concierto sentados en sillas plegables. Y todavía más allá, había parejas bailando danzón mujeres indígenas vendiendo artesanías hombres jugando ajedrez puestos de fritangas y heladerías con mucha gente comprando.

      Después de pasear un rato, regresé a la terminal y esa misma noche llegué a mi ciudad, la Ciudad de México.

      Aunque parezca de risa, pero me tuve que quedar en un hotel, pues ya no tenía casa. Elegí uno en el centro, porque no eran tan caros.

      Lo primero que hizo el hombre de la recepción luego de asignarme la habitación y hacerme pagar por adelantado, pues le pareció muy extraño que no tuviera una tarjeta de crédito, fue hacerme firmar de enterada de todas las cosas a que los obligaba el gobierno y que ellos cumplían: qué hacer en caso de incendio o temblor conocer dónde está la salida de emergencia no fumar pues es un espacio libre de humo decir no a las drogas nada con exceso y todo con medida se prohíbe la entrada a menores de edad a los lugares donde se expende alcohol y ver los canales de cable no vigilados por los padres usar siempre el cinturón de seguridad en el auto y el casco en la moto o bici. Al final de la lista venían tres leyendas: en esta empresa no se discrimina por razones de género color de piel edad religión condición económica ni ninguna otra tanto para nuestro personal como para nuestros clientes sus datos personales están protegidos por la ley aliméntate sanamente.

      Una vez enterada de todo eso, y portándome como turista, que al fin y al cabo sí lo era, le pregunté a dónde me recomendaba ir. A Chapultepec Xochimilco y Coyoacán dijo, y me entregó un folleto con los museos iglesias sitios arqueológicos restoranes y antros. ¡Era de no creerse la cantidad de cosas que había en la ciudad y yo que aquí había nacido no tenía ni idea!

      Comencé con la colonia Condesa, porque me acordé que con mi primer novio íbamos a los parques que tienen allí y nos sentábamos durante horas en las bancas.

      Y sí, allí seguían esos parques. Pero ahora estaban llenos de perros, montones de perros a los que les enseñaban a sentarse a recoger una pelota a correr y caminar, pero cuya mierda nadie recogía.

      Regresé al hotel a pie, porque quería conocer. Me fui caminando por Insurgentes luego por Reforma luego por Juárez luego por Madero y para cuando llegué creí que me desmayaría de tan cansada.

      El de la recepción no se sorprendió cuando le conté lo que hice, al contrario, le pareció perfecto porque según dijo, en el transporte público asaltan. A mi vez le dije que era peor caminar, pues las calles están demasiado llenas de gente y de autos que nunca se detienen ni dejan cruzar y con las banquetas chuecas baches desniveles y coladeras sin tapa.

      Dos días completos no me moví de la cama hasta que logré reponerme. Pero en ese tiempo fue cuando decidí quedarme a vivir en la capital y dejarme de dar vueltas por el país, que ya no era el que yo había conocido.

      El de la recepción me consiguió un taxi manejado por un amigo suyo y me lancé a buscar departamento.

      Pero para mi sorpresa, en el centro los que parecían vacíos no estaban en renta porque eran bodegas o talleres de costura, tampoco lo estaban los de la Cuauhtémoc porque se los habían apropiado grupos de delincuentes y solamente su gente podía habitarlos, ni los de la Condesa porque se habían dañado con un temblor y no los habían arreglado, ni los de Coyoacán porque sólo recibían extranjeros.

      Así que otra vez, cuando llegué de regreso al hotel, creí que me desmayaría de tan cansada y otra vez dos días completos no me moví de la cama hasta que logré reponerme.

      Pero en ese tiempo me di cuenta de que ya no tenía nada limpio que ponerme. El de la recepción me consiguió otra vez el taxi manejado por su amigo y me lancé a un centro comercial. Allí aproveché para entrar a un salón de belleza y cortarme el cabello.

      Salía yo del almacén con mis bolsas llenas de camisetas y ropa interior, cuando vi en el estacionamiento a dos hombres que discutían. Era por un lugar para dejar el auto, que yo lo vi primero no que yo, cuando de repente uno de ellos sacó un cuchillo y se lo clavó al otro en la sien, junto al ojo. Pero el lastimado siguió de pie como si nada, con el punzante enterrado en su cabeza y hablando por teléfono. El lastimador en cambio se quedó inmóvil, como si estuviera sorprendido por lo que había hecho. Y los que estábamos alrededor tampoco nos movimos ni hicimos nada, como no fuera mirar.

      Así que una vez más, cuando llegué al hotel creí que me desmayaría, pero esta vez no por cansancio sino por horror. Así que de nuevo dos días completos no me moví de la cama hasta que logré reponerme, pero fue en ese tiempo que decidí mejor no quedarme a vivir en la capital porque ya no me sentía a gusto y me urgía alejarme de allí.

      5

      Pero ¿a dónde?

      El país que había yo recorrido hacía años, el país que me sorprendió me encantó me sedujo me fascinó, hoy me era no sólo desconocido sino ajeno. Y por si eso no bastara ¡me daba miedo!

      ¿Ir a San Miguel de Allende a Oaxaca a San Luis Potosí a Orizaba? ¿Habrá todavía

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